En el vertedero de la historia afgana
Kabul, El País
Si se mete toda la grandeza de la historia afgana en una coctelera de guerras, tribus enemistadas, potencias que trataron de controlar el territorio y fracasaron, Kaláshnikov, bombardeos, campos de opio... si se agita todo eso, se arroja a un vertedero y se espera durante años, igual al final sale Sayid Habib, un yonqui afgano que trata de sobrevivir cada día en Kabul con un papel de plata y una papela de heroína.
Sayid tiene 35 años y el típico aspecto de quien lleva una década siendo un podarí (heroinómano en lengua dari). Los surcos en la cara, los pómulos señalados, la barba desaliñada y unos ojos que se escapan continuamente de la conversación suman varios años más a su edad.
Es uno de los extraños habitantes de un lugar al oeste de Kabul llamado Jonai Elm Wa Farheng (casa de la ciencia y la cultura), un antiguo centro soviético que conoció cierto esplendor antes de que los muyahidines y las guerras civiles arrasaran la ciudad en 1992. Desde entonces es solo un conjunto de bloques de piedra sepia -toda Kabul es de color sepia- donde todavía se ven los agujeros de bala y el impacto de los obuses.
Al lugar se accede tras dejar atrás el Parlamento y sin llegar al palacio de Darul Alam, un enorme edificio construido en los años veinte por el rey Amanullah Khan, y destruido varias veces al igual que las ansias reformistas del monarca. Un vendedor cuenta que el centro soviético sirvió como refugio a miles de familias cuando llegaron los talibanes. Los más pobres se quedaron allí hasta que los echaron. Su lugar lo ocuparon luego los miembros del escalafón más bajo: los drogadictos.
En la entrada a los bloques no hay señales de vida. Ni un ruido, solo ese olor hiriente y fétido que se mete en la cabeza y se almacena ahí hasta horas después. Hay basuras por el suelo, matojos y alguna jeringuilla. El polvo se levanta a cada paso y se masca entre los dientes. Solo cuando uno se mete en las oscuras habitaciones y da una voz empiezan a aparecer los podarí. No se muestran hostiles. Se mueven con lentitud, arrastrando el paso y preguntando en voz baja. Miran con cierta desconfianza, pero en seguida acceden a contar cómo llegaron hasta allí.
"Yo tenía un trabajo", dice Sayid. "Me dedicaba a forjar metales. Los calentaba y les daba forma. Tenía 10 años menos. Entonces me enganché. La primera vez me dio la droga un amigo mío iraní con el que trabajaba. No sé por qué lo hice. Ya no pude salir".
Sayid prepara una dosis en el papel de plata de un paquete de tabaco. La papela le ha costado 100 afganis (1,7 euros; en España sale por unos 12) y la guarda en una bolsita anudada cuidadosamente. La desenvuelve, coloca el polvo sobre el papel, lo quema y empieza a aspirarlo por el cilindro que ha fabricado previamente.
"Si no la tomo me siento muy mal. Tengo vómitos y diarrea y siempre me duele el estómago. A veces me la inyecto, pero luego me duelen los brazos, así que prefiero fumarla. Quiero dejarlo pero nadie me puede ayudar. Cuando voy al hospital me dan cuatro pastillas y lo dejo unos días pero siempre vuelvo a por más", relata.
Hace 10 años, Sayid iba a casarse con una mujer más joven que él de su misma ciudad, Mazar i Sharif. Todo estaba preparado para la boda, pero la familia de su prometida descubrió que tomaba heroína y Sayid fue rechazado. Deambuló durante años y llegó hasta Kabul, donde encontró este lugar donde esconderse. Dice que no tiene amigos, que no recuerda que nadie de su familia haya muerto en guerras o atentados, pero que no sabe nada de ellos desde que salió de Mazar i Sharif.
La mayoría de los drogadictos afganos empezaron a consumir en sus tiempos de exiliados en Pakistán e Irán, tras la invasión soviética de 1979, según un informe de la ONU. Según ese estudio, un millón de afganos, un 3% de la población, está enganchado. Afganistán, el primer productor de la amapola de la que se extraen el opio y la heroína y que financia a los talibanes, consume ahora su propio cultivo.
Antes de que Sayid termine su dosis sentado en una escalera, la figura de otro hombre aparece en la penumbra. Lleva en una bolsa de plástico amarilla todas sus pertenencias, cuatro harapos y una pastilla de jabón. Se llama Nassim, de 22 años, y hace 19 días que ha vuelto a fumar heroína. "Conseguí dejarlo durante seis meses", dice el joven, "me fui a Irán para buscar trabajo, pero no me dejaron pasar la frontera y me deprimí. No conseguí ayuda. Volví a este sitio. ¿Por qué me drogo? No lo sé. Creo que yo era muy orgulloso. Siempre decía que lo podía dejar así que tomaba más", comenta el joven, que, por vergüenza, no quiere citar las enfermedades que dice tener.
Siempre vuelven. Las palizas de la policía, que ha desalojado los edificios, no les disuaden y regresan para encontrar un techo donde guarecerse del pesado sol afgano. En el lugar no se ven mujeres, pero las autoridades afganas han alertado de que también ellas se enganchan a la droga, sobre todo al opio.
Cada uno por su lado, los dos hombres, Sayid y Nassim, desaparecen en los laberínticos pasillos del centro soviético. Un vistazo desde lejos a los bloques de piedra hace que la tradicional fuerza de la arquitectura comunista parezca una broma pesada sobre la historia del siglo XX. La misma suerte que corrieron los demás edificios emblemáticos de la zona y la misma que podría correr en unos años el Parlamento afgano, si no cuajan las nuevas estrategias para Afganistán. Sobre esas construcciones se levantaron por un tiempo los símbolos de las reformas. Todas consumidas, por ahora, en una dosis de heroína.
Si se mete toda la grandeza de la historia afgana en una coctelera de guerras, tribus enemistadas, potencias que trataron de controlar el territorio y fracasaron, Kaláshnikov, bombardeos, campos de opio... si se agita todo eso, se arroja a un vertedero y se espera durante años, igual al final sale Sayid Habib, un yonqui afgano que trata de sobrevivir cada día en Kabul con un papel de plata y una papela de heroína.
Sayid tiene 35 años y el típico aspecto de quien lleva una década siendo un podarí (heroinómano en lengua dari). Los surcos en la cara, los pómulos señalados, la barba desaliñada y unos ojos que se escapan continuamente de la conversación suman varios años más a su edad.
Es uno de los extraños habitantes de un lugar al oeste de Kabul llamado Jonai Elm Wa Farheng (casa de la ciencia y la cultura), un antiguo centro soviético que conoció cierto esplendor antes de que los muyahidines y las guerras civiles arrasaran la ciudad en 1992. Desde entonces es solo un conjunto de bloques de piedra sepia -toda Kabul es de color sepia- donde todavía se ven los agujeros de bala y el impacto de los obuses.
Al lugar se accede tras dejar atrás el Parlamento y sin llegar al palacio de Darul Alam, un enorme edificio construido en los años veinte por el rey Amanullah Khan, y destruido varias veces al igual que las ansias reformistas del monarca. Un vendedor cuenta que el centro soviético sirvió como refugio a miles de familias cuando llegaron los talibanes. Los más pobres se quedaron allí hasta que los echaron. Su lugar lo ocuparon luego los miembros del escalafón más bajo: los drogadictos.
En la entrada a los bloques no hay señales de vida. Ni un ruido, solo ese olor hiriente y fétido que se mete en la cabeza y se almacena ahí hasta horas después. Hay basuras por el suelo, matojos y alguna jeringuilla. El polvo se levanta a cada paso y se masca entre los dientes. Solo cuando uno se mete en las oscuras habitaciones y da una voz empiezan a aparecer los podarí. No se muestran hostiles. Se mueven con lentitud, arrastrando el paso y preguntando en voz baja. Miran con cierta desconfianza, pero en seguida acceden a contar cómo llegaron hasta allí.
"Yo tenía un trabajo", dice Sayid. "Me dedicaba a forjar metales. Los calentaba y les daba forma. Tenía 10 años menos. Entonces me enganché. La primera vez me dio la droga un amigo mío iraní con el que trabajaba. No sé por qué lo hice. Ya no pude salir".
Sayid prepara una dosis en el papel de plata de un paquete de tabaco. La papela le ha costado 100 afganis (1,7 euros; en España sale por unos 12) y la guarda en una bolsita anudada cuidadosamente. La desenvuelve, coloca el polvo sobre el papel, lo quema y empieza a aspirarlo por el cilindro que ha fabricado previamente.
"Si no la tomo me siento muy mal. Tengo vómitos y diarrea y siempre me duele el estómago. A veces me la inyecto, pero luego me duelen los brazos, así que prefiero fumarla. Quiero dejarlo pero nadie me puede ayudar. Cuando voy al hospital me dan cuatro pastillas y lo dejo unos días pero siempre vuelvo a por más", relata.
Hace 10 años, Sayid iba a casarse con una mujer más joven que él de su misma ciudad, Mazar i Sharif. Todo estaba preparado para la boda, pero la familia de su prometida descubrió que tomaba heroína y Sayid fue rechazado. Deambuló durante años y llegó hasta Kabul, donde encontró este lugar donde esconderse. Dice que no tiene amigos, que no recuerda que nadie de su familia haya muerto en guerras o atentados, pero que no sabe nada de ellos desde que salió de Mazar i Sharif.
La mayoría de los drogadictos afganos empezaron a consumir en sus tiempos de exiliados en Pakistán e Irán, tras la invasión soviética de 1979, según un informe de la ONU. Según ese estudio, un millón de afganos, un 3% de la población, está enganchado. Afganistán, el primer productor de la amapola de la que se extraen el opio y la heroína y que financia a los talibanes, consume ahora su propio cultivo.
Antes de que Sayid termine su dosis sentado en una escalera, la figura de otro hombre aparece en la penumbra. Lleva en una bolsa de plástico amarilla todas sus pertenencias, cuatro harapos y una pastilla de jabón. Se llama Nassim, de 22 años, y hace 19 días que ha vuelto a fumar heroína. "Conseguí dejarlo durante seis meses", dice el joven, "me fui a Irán para buscar trabajo, pero no me dejaron pasar la frontera y me deprimí. No conseguí ayuda. Volví a este sitio. ¿Por qué me drogo? No lo sé. Creo que yo era muy orgulloso. Siempre decía que lo podía dejar así que tomaba más", comenta el joven, que, por vergüenza, no quiere citar las enfermedades que dice tener.
Siempre vuelven. Las palizas de la policía, que ha desalojado los edificios, no les disuaden y regresan para encontrar un techo donde guarecerse del pesado sol afgano. En el lugar no se ven mujeres, pero las autoridades afganas han alertado de que también ellas se enganchan a la droga, sobre todo al opio.
Cada uno por su lado, los dos hombres, Sayid y Nassim, desaparecen en los laberínticos pasillos del centro soviético. Un vistazo desde lejos a los bloques de piedra hace que la tradicional fuerza de la arquitectura comunista parezca una broma pesada sobre la historia del siglo XX. La misma suerte que corrieron los demás edificios emblemáticos de la zona y la misma que podría correr en unos años el Parlamento afgano, si no cuajan las nuevas estrategias para Afganistán. Sobre esas construcciones se levantaron por un tiempo los símbolos de las reformas. Todas consumidas, por ahora, en una dosis de heroína.