Análisis: La trampa del euro
Paul Krugman
No hace tanto, los economistas europeos solían burlarse de sus homólogos estadounidenses por haber cuestionado la sensatez de la marcha de Europa hacia la unión monetaria. "En general", afirmaba un artículo publicado el pasado enero sin ir más lejos, "el euro ha funcionado, hasta ahora, mucho mejor de lo que muchos economistas estadounidenses habían pronosticado".
Vaya. El artículo resumía las opiniones de los euroescépticos con la frase: "No puede suceder, no es buena idea, no durará". Bueno, sí que sucedió, pero ahora mismo parece que realmente fue una mala idea por exactamente los mismos motivos expuestos por los escépticos. Y respecto a si durará... De pronto, eso parece una interrogación abierta.
Para comprender el lío del euro -y la lección que nos enseña a los demás- hay que ver más allá de los titulares. Ahora mismo, todo el mundo se centra en la deuda pública, lo que puede hacer que esto parezca una simple historia de Gobiernos que no pueden controlar sus gastos. Pero eso es sólo parte de la historia de Grecia, mucho menos en el caso de Portugal, y para nada la historia de España.
El hecho es que, hace tres años, ninguno de los países que ahora están en crisis o casi parecían tener problemas fiscales graves. Ni siquiera el déficit presupuestario de Grecia en 2007, expresado como porcentaje del PIB, era mayor que los déficits que registró Estados Unidos a mediados de los ochenta (¡el nuevo amanecer de EE UU!), mientras que España tenía de hecho superávit. Y los tres países atraían grandes flujos de capital extranjero, en gran parte porque los mercados creían que el hecho de pertenecer a la zona euro convertía las obligaciones griegas, portuguesas y españolas en inversiones seguras.
Luego, llegó la crisis financiera mundial. Esas entradas de capital se agotaron; los ingresos se hundieron y los déficits se dispararon; y ser miembro de la zona euro, hecho que había animado a los mercados a amar a los países ahora en crisis de forma intensa pero insensata, se convirtió en una trampa.
¿En qué consiste esa trampa? Durante los años del dinero fácil, los salarios y los precios subieron mucho más deprisa en los países ahora en crisis que en el resto de Europa. Ahora que el dinero ya no entra a espuertas, esos países tienen que volver a controlar los costes.
Pero es mucho más difícil hacer eso ahora que cuando cada país europeo tenía su propia moneda. En aquel entonces, los costes podían controlarse ajustando los tipos de cambio (por ejemplo, para recortar sus salarios respecto a los salarios alemanes, Grecia no tenía más que reducir el valor del dracma frente al del marco alemán). Sin embargo, ahora que Grecia y Alemania comparten la misma moneda, la única forma de reducir los costes relativos de Grecia es una combinación de inflación alemana y deflación griega. Y dado que Alemania no va a aceptar la inflación, la solución es la deflación.
El problema es que la deflación -la bajada de los salarios y los precios- es siempre y en cualquier lugar un proceso tremendamente doloroso. Inevitablemente, conlleva una crisis prolongada con altas tasas de paro. Y también agrava los problemas de la deuda, tanto pública como privada, porque los ingresos se reducen mientras que la carga de la deuda no lo hace.
De ahí la crisis. Las desgracias fiscales de Grecia serían graves pero probablemente controlables si las perspectivas de la economía griega para los próximos años pareciesen al menos moderadamente favorables. Pero no es así. A principios de esta semana, cuando rebajó la calificación de la deuda griega, Standard & Poor's indicó que el valor en euros del PIB griego podría no volver a su nivel de 2008 hasta 2017, lo que significa que no hay esperanzas de que el crecimiento saque a Grecia del atolladero.
Todo esto es justamente lo que temían los euroescépticos. El hecho de renunciar a la posibilidad de ajustar los tipos de cambio, advertían, propiciará crisis futuras. Y así ha sido.
Entonces, ¿qué va a pasar con el euro? Hasta hace poco, la mayoría de los analistas, incluso yo mismo, pensaban que una ruptura del euro era prácticamente imposible, dado que cualquier Gobierno que se atreviese siquiera a insinuar que se estaba planteando abandonar el euro estaría fomentando una retirada masiva de depósitos de sus bancos. Pero si los países en crisis se ven incapaces de pagar sus deudas, probablemente se enfrenten a graves espantadas de los bancos de todos modos, lo que les obligaría a tomar medidas de emergencia como restricciones temporales a la hora de retirar dinero de los bancos. Esto dejaría abierta la puerta a la salida del euro.
Así que, ¿está el propio euro en peligro? En una palabra, sí. Si los dirigentes europeos no empiezan a actuar de manera mucho más enérgica, proporcionándole a Grecia la ayuda suficiente para evitar lo peor, es muy posible que se produzca una reacción en cadena que empiece con el impago griego y termine causando muchos más estragos. Mientras tanto, ¿qué lección podemos aprender los demás? Los halcones del déficit ya están tratando de apropiarse de la crisis europea, presentándola como un ejemplo práctico de los peligros de los números rojos en las cuentas públicas. Sin embargo, lo que la crisis realmente demuestra es lo peligroso que es ponerse uno mismo una camisa de fuerza política. Cuando se unieron al euro, los gobiernos de Grecia, Portugal y España se negaron a sí mismos la posibilidad de hacer algunas cosas malas, como imprimir demasiado papel moneda; pero también se privaron de la capacidad de responder con flexibilidad ante los acontecimientos. Y cuando la crisis golpea, los Gobiernos tienen que ser capaces de actuar. Eso es lo que olvidaron los arquitectos del euro, y lo que el resto de nosotros tenemos que recordar.
No hace tanto, los economistas europeos solían burlarse de sus homólogos estadounidenses por haber cuestionado la sensatez de la marcha de Europa hacia la unión monetaria. "En general", afirmaba un artículo publicado el pasado enero sin ir más lejos, "el euro ha funcionado, hasta ahora, mucho mejor de lo que muchos economistas estadounidenses habían pronosticado".
Vaya. El artículo resumía las opiniones de los euroescépticos con la frase: "No puede suceder, no es buena idea, no durará". Bueno, sí que sucedió, pero ahora mismo parece que realmente fue una mala idea por exactamente los mismos motivos expuestos por los escépticos. Y respecto a si durará... De pronto, eso parece una interrogación abierta.
Para comprender el lío del euro -y la lección que nos enseña a los demás- hay que ver más allá de los titulares. Ahora mismo, todo el mundo se centra en la deuda pública, lo que puede hacer que esto parezca una simple historia de Gobiernos que no pueden controlar sus gastos. Pero eso es sólo parte de la historia de Grecia, mucho menos en el caso de Portugal, y para nada la historia de España.
El hecho es que, hace tres años, ninguno de los países que ahora están en crisis o casi parecían tener problemas fiscales graves. Ni siquiera el déficit presupuestario de Grecia en 2007, expresado como porcentaje del PIB, era mayor que los déficits que registró Estados Unidos a mediados de los ochenta (¡el nuevo amanecer de EE UU!), mientras que España tenía de hecho superávit. Y los tres países atraían grandes flujos de capital extranjero, en gran parte porque los mercados creían que el hecho de pertenecer a la zona euro convertía las obligaciones griegas, portuguesas y españolas en inversiones seguras.
Luego, llegó la crisis financiera mundial. Esas entradas de capital se agotaron; los ingresos se hundieron y los déficits se dispararon; y ser miembro de la zona euro, hecho que había animado a los mercados a amar a los países ahora en crisis de forma intensa pero insensata, se convirtió en una trampa.
¿En qué consiste esa trampa? Durante los años del dinero fácil, los salarios y los precios subieron mucho más deprisa en los países ahora en crisis que en el resto de Europa. Ahora que el dinero ya no entra a espuertas, esos países tienen que volver a controlar los costes.
Pero es mucho más difícil hacer eso ahora que cuando cada país europeo tenía su propia moneda. En aquel entonces, los costes podían controlarse ajustando los tipos de cambio (por ejemplo, para recortar sus salarios respecto a los salarios alemanes, Grecia no tenía más que reducir el valor del dracma frente al del marco alemán). Sin embargo, ahora que Grecia y Alemania comparten la misma moneda, la única forma de reducir los costes relativos de Grecia es una combinación de inflación alemana y deflación griega. Y dado que Alemania no va a aceptar la inflación, la solución es la deflación.
El problema es que la deflación -la bajada de los salarios y los precios- es siempre y en cualquier lugar un proceso tremendamente doloroso. Inevitablemente, conlleva una crisis prolongada con altas tasas de paro. Y también agrava los problemas de la deuda, tanto pública como privada, porque los ingresos se reducen mientras que la carga de la deuda no lo hace.
De ahí la crisis. Las desgracias fiscales de Grecia serían graves pero probablemente controlables si las perspectivas de la economía griega para los próximos años pareciesen al menos moderadamente favorables. Pero no es así. A principios de esta semana, cuando rebajó la calificación de la deuda griega, Standard & Poor's indicó que el valor en euros del PIB griego podría no volver a su nivel de 2008 hasta 2017, lo que significa que no hay esperanzas de que el crecimiento saque a Grecia del atolladero.
Todo esto es justamente lo que temían los euroescépticos. El hecho de renunciar a la posibilidad de ajustar los tipos de cambio, advertían, propiciará crisis futuras. Y así ha sido.
Entonces, ¿qué va a pasar con el euro? Hasta hace poco, la mayoría de los analistas, incluso yo mismo, pensaban que una ruptura del euro era prácticamente imposible, dado que cualquier Gobierno que se atreviese siquiera a insinuar que se estaba planteando abandonar el euro estaría fomentando una retirada masiva de depósitos de sus bancos. Pero si los países en crisis se ven incapaces de pagar sus deudas, probablemente se enfrenten a graves espantadas de los bancos de todos modos, lo que les obligaría a tomar medidas de emergencia como restricciones temporales a la hora de retirar dinero de los bancos. Esto dejaría abierta la puerta a la salida del euro.
Así que, ¿está el propio euro en peligro? En una palabra, sí. Si los dirigentes europeos no empiezan a actuar de manera mucho más enérgica, proporcionándole a Grecia la ayuda suficiente para evitar lo peor, es muy posible que se produzca una reacción en cadena que empiece con el impago griego y termine causando muchos más estragos. Mientras tanto, ¿qué lección podemos aprender los demás? Los halcones del déficit ya están tratando de apropiarse de la crisis europea, presentándola como un ejemplo práctico de los peligros de los números rojos en las cuentas públicas. Sin embargo, lo que la crisis realmente demuestra es lo peligroso que es ponerse uno mismo una camisa de fuerza política. Cuando se unieron al euro, los gobiernos de Grecia, Portugal y España se negaron a sí mismos la posibilidad de hacer algunas cosas malas, como imprimir demasiado papel moneda; pero también se privaron de la capacidad de responder con flexibilidad ante los acontecimientos. Y cuando la crisis golpea, los Gobiernos tienen que ser capaces de actuar. Eso es lo que olvidaron los arquitectos del euro, y lo que el resto de nosotros tenemos que recordar.
Paul Krugman fue Premio Nobel de Economía en el año 2008.