Un ligero frescor en el cuello
Eso es lo que se siente al ser decapitado por una guillotina, según el médico que la inventó. Su cuchilla quiso acabar con el dolor y las desigualdades al recibir la pena capital. Con ella se ejecutó en Francia hasta 1977. Acabó con reyes y plebeyos. El Museo d’Orsay se abre a la máquina de matar más francesa.
Uno puede sentir cierta indiferencia ante la pena de muerte hasta que ve una guillotina con sus propios ojos”, dijo Victor Hugo. Esa frase escolta, junto con un óleo de Lucifer de Franz von Stück de mirada casi fluorescente, a la guillotina de casi cuatro metros de alto por uno de ancho que preside, como una reina macabra, la muestra Crimen y castigo que se expone hasta junio en el Museo D’Orsay de París.
Es esa máquina infernal quien recibe al visitante, erguida, al fondo de un pasillo de paredes, suelo y techo negros, como un túnel del terror cuyo único final es ella, que te espera cubierta por un largo velo negro, iluminada por un foco cenital. Uno avanza por el pasillo como si le llevaran, sin poder apartar los ojos de esa viuda negra hasta que se encuentra cara a cara con el tótem de la muerte. Entonces repasa con la mirada la gruesa cuchilla afilada al bies, rematada por un bloque de plomo de 60 kilos que se sujeta en lo alto esperando que alguien suelte la cuerda para caer contra la cuarta vértebra y trinchar a un hombre como si fuera una zanahoria.
En perfecta vertical, dos medias lunas se cierran para rodear el cuello, formando un agujero del tamaño justo para hacer de abrazadera y no permitir ni un último movimiento vertebral que ensucie la precisa cirugía. A un lado, un estrecho banco de madera sobre el que se tumba boca abajo el condenado. Al otro, el cajón donde caerá la cabeza antes de ser agarrada por los pelos y exhibida al pueblo del que emana la justicia. Si el finado es calvo, la cabeza se alzará por las orejas, según mandan los cánones, que apuntan más protocolo: antes, al condenado le han cortado el pelo y el cuello de la camisa para despejar su nuca. También le han atado las manos a la espalda. El verdugo será quien le lleve agarrado del brazo hasta el lugar de su muerte.
Esto podía pasar en Francia hasta 1981, el año que, bajo la presidencia de François Mitterrand, se abolió la pena de muerte. El último hombre al que la guillotina le separó la cabeza del corazón fue Hamida Djandoubi. Este inmigrante de origen tunecino había torturado y asesinado a su ex novia. Le decapitaron el 10 de septiembre de 1977 a las 4.30. Hasta última hora esperó a que la clemencia del presidente Valéry Giscard d’Estaing le indultara.
Cuesta creer que tan macabro artilugio deba su nombre a un gran humanista, un médico culto, el diputado Joseph-Ignace Guillotin. Su idea era evitar los terribles sufrimientos que padecían los condenados a muerte de la época. Los nobles eran los únicos que morían decapitados, y podían elegir entre ser rebanados con hacha o con espada; una carnicería, las más de las veces. Los condenados de la plebe, según el delito cometido, morían arrojados a un caldero hirviendo, desmembrados por cuatro caballos que corrían atados a sus cuatro extremidades y otras lindezas. Hasta que en 1792 el rey Luis XVI decretó que todos los condenados a muerte serían pasados por la guillotina, que simbolizó entonces la igualdad enarbolada por el pueblo. Todos, nobles y plebeyos, iban a ser ejecutados de la misma forma: decapitados sin sufrimiento. Luis XVI no sospechaba entonces que la guillotina iba a igualar tanto que hasta él se postraría bajo su cuchilla al año siguiente. La guillotina era y es símbolo de la Revolución Francesa; pero en su tiempo fue también, para la mayoría, un icono del humanismo y la igualdad.
Las ejecuciones públicas siempre han sido un espectáculo de masas, y con el nuevo artilugio no iba a ser menos. Y ello, a pesar de la decepción del público que asistió a la primera ejecución, la de un ladrón, el 25 de abril de 1792. La máquina, según el doctor Guillotin, cortaba la cabeza en un “pestañeo” y el reo sólo sentía un “ligero frescor en el cuello”. La máquina resultaba eficaz, poco espectacular para lo acostumbrado en la época. Pero la frustración duró poco: en 1889, el año de la Exposición Universal que se celebró en París, una agencia proponía entre sus atracciones turísticas asistir a una ejecución. Se vendían miniaturas para que jugaran los niños, y los orfebres hacían joyas en oro y piedras, pequeñas guillotinas para ser lucidas. Su macabra eficacia era tal que, en sólo tres días de 1794, la guillotina instalada en la plaza de Saint-Antoine de París ejecutó a setenta y tres condenados. Era la época del terror, bajo el mandato de Robespierre, que también murió guillotinado.
Pero un día, la plebe que acudía a la distracción de las ejecuciones se quedó atónita cuando comprobó que los decapitados no morían en el acto. Fue en la condena de Carlotte Corday, la mujer que asesinó al revolucionario Marat en la bañera. La cabeza cortada de Corday, de quien resaltan las crónicas de la época su serena altivez camino del patíbulo, fue abofeteada por el verdugo cuando la alzaba por los pelos como ofrenda para el regocijo de la multitud. En ese momento, la cabeza protestó emitiendo un rugido.
También de María Estuardo dicen que habló una vez decapitada. Y que movía los ojos, y que miraba con odio… El debate médico de la época era cuánta vida quedaba en la cabeza y el cuerpo cortados; si sentía dolor, si había conciencia… Se acabó con el mito de la muerte sin sufrimiento. ¿Hay peor condena que sobrevivir a tu cuerpo despegado?
Desde entonces, en Francia, el país de la Ilustración, de la razón, de la cultura, no han sido pocos los intelectuales que han intentado abrir los ojos de los demás ante la barbarie de la pena de muerte. Como Victor Hugo, con su relato Últimas horas de un condenado a muerte, o Albert Camus, que no ahorró un ápice de crudeza en su ensayo Reflexiones sobre la guillotina. También el comisario de la muestra, Robert Badinter, ex ministro de Justicia de Francia en la época de Mitterrand y responsable de la abolición de la pena de muerte en Francia, ha defendido la oportunidad de exhibir esa guillotina en estos tiempos en los que de vez en cuando vuelve a salir un debate que se daba por superado en Europa.
Aunque algunos, pocos, supieron ganar la macabra partida en solitario y se fueron al otro mundo espantando al terror riéndose en su cara. Como el poeta elegante y cínico criminal Lacenaire, que el día de su ejecución, un 9 de enero de 1836, lunes por la mañana, se lamentó antes de ser partido en dos: “Vaya, esta semana empieza mal”.
Uno puede sentir cierta indiferencia ante la pena de muerte hasta que ve una guillotina con sus propios ojos”, dijo Victor Hugo. Esa frase escolta, junto con un óleo de Lucifer de Franz von Stück de mirada casi fluorescente, a la guillotina de casi cuatro metros de alto por uno de ancho que preside, como una reina macabra, la muestra Crimen y castigo que se expone hasta junio en el Museo D’Orsay de París.
Es esa máquina infernal quien recibe al visitante, erguida, al fondo de un pasillo de paredes, suelo y techo negros, como un túnel del terror cuyo único final es ella, que te espera cubierta por un largo velo negro, iluminada por un foco cenital. Uno avanza por el pasillo como si le llevaran, sin poder apartar los ojos de esa viuda negra hasta que se encuentra cara a cara con el tótem de la muerte. Entonces repasa con la mirada la gruesa cuchilla afilada al bies, rematada por un bloque de plomo de 60 kilos que se sujeta en lo alto esperando que alguien suelte la cuerda para caer contra la cuarta vértebra y trinchar a un hombre como si fuera una zanahoria.
En perfecta vertical, dos medias lunas se cierran para rodear el cuello, formando un agujero del tamaño justo para hacer de abrazadera y no permitir ni un último movimiento vertebral que ensucie la precisa cirugía. A un lado, un estrecho banco de madera sobre el que se tumba boca abajo el condenado. Al otro, el cajón donde caerá la cabeza antes de ser agarrada por los pelos y exhibida al pueblo del que emana la justicia. Si el finado es calvo, la cabeza se alzará por las orejas, según mandan los cánones, que apuntan más protocolo: antes, al condenado le han cortado el pelo y el cuello de la camisa para despejar su nuca. También le han atado las manos a la espalda. El verdugo será quien le lleve agarrado del brazo hasta el lugar de su muerte.
Esto podía pasar en Francia hasta 1981, el año que, bajo la presidencia de François Mitterrand, se abolió la pena de muerte. El último hombre al que la guillotina le separó la cabeza del corazón fue Hamida Djandoubi. Este inmigrante de origen tunecino había torturado y asesinado a su ex novia. Le decapitaron el 10 de septiembre de 1977 a las 4.30. Hasta última hora esperó a que la clemencia del presidente Valéry Giscard d’Estaing le indultara.
Cuesta creer que tan macabro artilugio deba su nombre a un gran humanista, un médico culto, el diputado Joseph-Ignace Guillotin. Su idea era evitar los terribles sufrimientos que padecían los condenados a muerte de la época. Los nobles eran los únicos que morían decapitados, y podían elegir entre ser rebanados con hacha o con espada; una carnicería, las más de las veces. Los condenados de la plebe, según el delito cometido, morían arrojados a un caldero hirviendo, desmembrados por cuatro caballos que corrían atados a sus cuatro extremidades y otras lindezas. Hasta que en 1792 el rey Luis XVI decretó que todos los condenados a muerte serían pasados por la guillotina, que simbolizó entonces la igualdad enarbolada por el pueblo. Todos, nobles y plebeyos, iban a ser ejecutados de la misma forma: decapitados sin sufrimiento. Luis XVI no sospechaba entonces que la guillotina iba a igualar tanto que hasta él se postraría bajo su cuchilla al año siguiente. La guillotina era y es símbolo de la Revolución Francesa; pero en su tiempo fue también, para la mayoría, un icono del humanismo y la igualdad.
Las ejecuciones públicas siempre han sido un espectáculo de masas, y con el nuevo artilugio no iba a ser menos. Y ello, a pesar de la decepción del público que asistió a la primera ejecución, la de un ladrón, el 25 de abril de 1792. La máquina, según el doctor Guillotin, cortaba la cabeza en un “pestañeo” y el reo sólo sentía un “ligero frescor en el cuello”. La máquina resultaba eficaz, poco espectacular para lo acostumbrado en la época. Pero la frustración duró poco: en 1889, el año de la Exposición Universal que se celebró en París, una agencia proponía entre sus atracciones turísticas asistir a una ejecución. Se vendían miniaturas para que jugaran los niños, y los orfebres hacían joyas en oro y piedras, pequeñas guillotinas para ser lucidas. Su macabra eficacia era tal que, en sólo tres días de 1794, la guillotina instalada en la plaza de Saint-Antoine de París ejecutó a setenta y tres condenados. Era la época del terror, bajo el mandato de Robespierre, que también murió guillotinado.
Pero un día, la plebe que acudía a la distracción de las ejecuciones se quedó atónita cuando comprobó que los decapitados no morían en el acto. Fue en la condena de Carlotte Corday, la mujer que asesinó al revolucionario Marat en la bañera. La cabeza cortada de Corday, de quien resaltan las crónicas de la época su serena altivez camino del patíbulo, fue abofeteada por el verdugo cuando la alzaba por los pelos como ofrenda para el regocijo de la multitud. En ese momento, la cabeza protestó emitiendo un rugido.
También de María Estuardo dicen que habló una vez decapitada. Y que movía los ojos, y que miraba con odio… El debate médico de la época era cuánta vida quedaba en la cabeza y el cuerpo cortados; si sentía dolor, si había conciencia… Se acabó con el mito de la muerte sin sufrimiento. ¿Hay peor condena que sobrevivir a tu cuerpo despegado?
Desde entonces, en Francia, el país de la Ilustración, de la razón, de la cultura, no han sido pocos los intelectuales que han intentado abrir los ojos de los demás ante la barbarie de la pena de muerte. Como Victor Hugo, con su relato Últimas horas de un condenado a muerte, o Albert Camus, que no ahorró un ápice de crudeza en su ensayo Reflexiones sobre la guillotina. También el comisario de la muestra, Robert Badinter, ex ministro de Justicia de Francia en la época de Mitterrand y responsable de la abolición de la pena de muerte en Francia, ha defendido la oportunidad de exhibir esa guillotina en estos tiempos en los que de vez en cuando vuelve a salir un debate que se daba por superado en Europa.
Aunque algunos, pocos, supieron ganar la macabra partida en solitario y se fueron al otro mundo espantando al terror riéndose en su cara. Como el poeta elegante y cínico criminal Lacenaire, que el día de su ejecución, un 9 de enero de 1836, lunes por la mañana, se lamentó antes de ser partido en dos: “Vaya, esta semana empieza mal”.