Eva, la cómplice inquebrantable de Hitler
Juan Gómez, El País
El delirio nazi era muy mirado con el papeleo. Cuando el funcionario Walter Wagner llegó al búnker de la Cancillería el 28 de abril de 1945 para celebrar la boda entre Adolf Hitler y Eva Braun, se encontró con que faltaban documentos para tramitarla. Hubo que posponer la ceremonia para darle tiempo a conseguirlos. Tras constatar Wagner horas más tarde que la "ascendencia aria" y la salud genética de los novios permitía un enlace conforme a las leyes racistas del régimen, los casó en la madrugada del 29 entre paredes de hormigón de cuatro metros de espesor.
Esa mujer bávara de 33 años sólo despertaría dos mañanas como Eva Hitler. El "imperio de los mil años" se había desmoronado en apenas doce, las grandes ciudades alemanas ardían bajo las bombas y el Ejército Rojo pisaba ya las grandes avenidas berlinesas. El 30 de abril, el matrimonio Hitler ingirió sendas cápsulas de ácido prúsico. Adolf, 23 años mayor que su ya difunta esposa, se pegó además un tiro en la cabeza. Ella prefirió dejar "un cadáver hermoso".
El nombre de Eva Braun quedó asociado a esta historia truculenta. Su figura, desconocida por los alemanes en vida de Hitler, se ha visto envuelta en numerosos mitos. El más persistente de ellos la pinta como una joven fatua, incapaz de cualquier juicio político y de reparar en los crímenes de su amante. Rubia, deportista, inocente y más interesada en bailar con tipos uniformados que en la realidad política, la imagen que ofrecen de ella películas como El hundimiento (2004) se parece a la que los alemanes de posguerra querían tener de sí mismos. Así lo reconoce la historiadora Heike Görtemaker, que acaba de publicar una biografía (Eva Braun. Vida con Hitler) en la que trata de desmontar estas ideas "superando las leyendas y los lugares comunes".
En un coloquio celebrado en Berlín, la autora reconocía en marzo la dificultad principal de su trabajo, la "muy escasa documentación" original sobre Braun. Si bien "pidió a su hermana que conservara las cartas del Führer", estas no se han encontrado nunca. A juicio de Görtemaker, Braun "quería pasar a la historia fuera como fuera y también que se conociera su relación con Hitler". Las mujeres del círculo más cercano al dictador, Braun y las esposas de Martin Bormann y Rudolf Hess, "se enteraban de todo lo que pasaba". La propia Braun se convirtió paulatinamente en la anfitriona de la casa de Hitler en Obersalzberg, el Berghof constantemente visitado por los gerifaltes nazis. Allí, con intención propagandística, tomó muchas de las fotos privadas que se conservan en los archivos de Heinrich Hoffmann.
Hoffmann, el fotógrafo de Hitler, pertenecía al círculo de amigos que este mantuvo en Baviera. En Múnich y sus inmediaciones, lejos de la pompa y la megalomanía que cultivaba el régimen en Berlín, Hitler conservó parte de su antiguo estilo de vida bohemio. Allí se dedicaban dinero y tiempo a los asuntos de la vida diaria; se discutía de música, de arte y también sobre la política criminal nacionalsocialista. Las mujeres estaban presentes. Precisamente en el estudio de Hoffmann se habían conocido Braun y Hitler en 1929. Ella tenía 17 años y él, 40. La joven amante ganaría confianza en si misma e importancia en el entorno de Hitler según pasaban los años.
La principal virtud del libro de Görtemaker es la sobriedad. Evita interpretaciones psicológicas, ideológicas o sentimentales. El material conservado en los archivos no da para grandes revelaciones históricas. Preguntada sobre las responsabilidades de Braun en los actos de Hitler, la historiadora se mantiene cauta. ¿Autoridad política? Ninguna. ¿Influencia en las decisiones del tirano? Tampoco. Pinta más bien la imagen de una mujer convencida que brindó a Hitler su complicidad inquebrantable. Una entusiasta que no quería ser madre, que se lucró gracias a su situación "inatacable" y muy dada a los caprichos y los gustos caros mientras Alemania se desmoronaba y millones de sus compatriotas pasaban hambre.
El delirio nazi era muy mirado con el papeleo. Cuando el funcionario Walter Wagner llegó al búnker de la Cancillería el 28 de abril de 1945 para celebrar la boda entre Adolf Hitler y Eva Braun, se encontró con que faltaban documentos para tramitarla. Hubo que posponer la ceremonia para darle tiempo a conseguirlos. Tras constatar Wagner horas más tarde que la "ascendencia aria" y la salud genética de los novios permitía un enlace conforme a las leyes racistas del régimen, los casó en la madrugada del 29 entre paredes de hormigón de cuatro metros de espesor.
Esa mujer bávara de 33 años sólo despertaría dos mañanas como Eva Hitler. El "imperio de los mil años" se había desmoronado en apenas doce, las grandes ciudades alemanas ardían bajo las bombas y el Ejército Rojo pisaba ya las grandes avenidas berlinesas. El 30 de abril, el matrimonio Hitler ingirió sendas cápsulas de ácido prúsico. Adolf, 23 años mayor que su ya difunta esposa, se pegó además un tiro en la cabeza. Ella prefirió dejar "un cadáver hermoso".
El nombre de Eva Braun quedó asociado a esta historia truculenta. Su figura, desconocida por los alemanes en vida de Hitler, se ha visto envuelta en numerosos mitos. El más persistente de ellos la pinta como una joven fatua, incapaz de cualquier juicio político y de reparar en los crímenes de su amante. Rubia, deportista, inocente y más interesada en bailar con tipos uniformados que en la realidad política, la imagen que ofrecen de ella películas como El hundimiento (2004) se parece a la que los alemanes de posguerra querían tener de sí mismos. Así lo reconoce la historiadora Heike Görtemaker, que acaba de publicar una biografía (Eva Braun. Vida con Hitler) en la que trata de desmontar estas ideas "superando las leyendas y los lugares comunes".
En un coloquio celebrado en Berlín, la autora reconocía en marzo la dificultad principal de su trabajo, la "muy escasa documentación" original sobre Braun. Si bien "pidió a su hermana que conservara las cartas del Führer", estas no se han encontrado nunca. A juicio de Görtemaker, Braun "quería pasar a la historia fuera como fuera y también que se conociera su relación con Hitler". Las mujeres del círculo más cercano al dictador, Braun y las esposas de Martin Bormann y Rudolf Hess, "se enteraban de todo lo que pasaba". La propia Braun se convirtió paulatinamente en la anfitriona de la casa de Hitler en Obersalzberg, el Berghof constantemente visitado por los gerifaltes nazis. Allí, con intención propagandística, tomó muchas de las fotos privadas que se conservan en los archivos de Heinrich Hoffmann.
Hoffmann, el fotógrafo de Hitler, pertenecía al círculo de amigos que este mantuvo en Baviera. En Múnich y sus inmediaciones, lejos de la pompa y la megalomanía que cultivaba el régimen en Berlín, Hitler conservó parte de su antiguo estilo de vida bohemio. Allí se dedicaban dinero y tiempo a los asuntos de la vida diaria; se discutía de música, de arte y también sobre la política criminal nacionalsocialista. Las mujeres estaban presentes. Precisamente en el estudio de Hoffmann se habían conocido Braun y Hitler en 1929. Ella tenía 17 años y él, 40. La joven amante ganaría confianza en si misma e importancia en el entorno de Hitler según pasaban los años.
La principal virtud del libro de Görtemaker es la sobriedad. Evita interpretaciones psicológicas, ideológicas o sentimentales. El material conservado en los archivos no da para grandes revelaciones históricas. Preguntada sobre las responsabilidades de Braun en los actos de Hitler, la historiadora se mantiene cauta. ¿Autoridad política? Ninguna. ¿Influencia en las decisiones del tirano? Tampoco. Pinta más bien la imagen de una mujer convencida que brindó a Hitler su complicidad inquebrantable. Una entusiasta que no quería ser madre, que se lucró gracias a su situación "inatacable" y muy dada a los caprichos y los gustos caros mientras Alemania se desmoronaba y millones de sus compatriotas pasaban hambre.