Control social y legitimidad democrática

Jorge Komadina Rimassa, Transparencia
La nueva Constitución Política del Estado ha creado un formidable escenario de oportunidades para poner en acción, con una amplitud insospechada, mecanismos institucionales de democracia participativa, entre los cuales sobresale el dispositivo del control social. La simple mención del término “participación” evoca utopías y esperanzas en una sociedad nueva, emancipada y descolonizada, en todo caso radicalmente democrática. Estas expectativas tienen su origen en el marcado descrédito que envuelve las clásicas fórmulas de la democracia representativa (no sólo en Bolivia sino en todas partes del mundo), pero ellas contrastan nítidamente con la penuria de conceptos e instrumentos teóricos con los cuales, políticos e intelectuales, intentan definir la singularidad histórica de este acontecimiento, la democracia participativa. Y es que a pesar del fervor que suscita esta idea, entre sus partidarios y teóricos a veces se percibe cierta frustración, tal vez porque los imaginarios sobre la democracia participativa aún no pueden concretarse en instituciones radicalmente Otras.

En el parágrafo I del Artículo 241 se establece que “El pueblo soberano, por medio de la sociedad civil organizada, participará en el diseño de las políticas públicas”. Un primer problema es que el texto no define con claridad el concepto de “sociedad civil”; se sabe que esta no es una entidad uniforme, dotada de voluntad propia, sino un archipiélago de organizaciones y actores que tienen representaciones e intereses diversos e incluso contradictorios. Luego, ¿cómo representar esta diversidad en una plataforma común de intereses? Pero la noción de “pueblo soberano” también se desplaza constantemente en un amplio abanico de juegos de lenguaje. En la nueva Constitución es posible identificar al menos tres niveles de significación relativas al “pueblo”. Primero, en algunos párrafos el pueblo se presenta como la fuente del poder y la soberanía; aunque incluye a todos los individuos asentados en un territorio, es algo más que la suma de individualidades, es una voluntad general que encarna el bien común. No obstante, en otros párrafos el pueblo no es una potencia sino un sujeto conformado por los sectores excluidos y empobrecidos (campesinos, indígenas, obreros…) que se expresan inequívocamente por medio de las “organizaciones sociales”. Finalmente, la noción de pueblo se dispersa en un conjunto de “pueblos indígenas” cada uno de los cuales está autorizado para ejercer el autogobierno en una determinada jurisdicción territorial. En suma, la Constitución elude este problema –la identificación precisa de los actores- y deja esta tarea en manos de la Asamblea Legislativa Plurinacional.

Ahora bien, el problema de fondo que subyace a las reformas constitucionales bolivianas (especialmente en el caso del control social) es la renovación de los términos en los cuales se plantea la cuestión de la legitimidad democrática. La fórmula representativa ha privilegiado un control de los gobernantes mediante el voto, que suele premiar o castigar –se dice- a una gestión política administrativa por los resultados logrados; se presume que dada la regularidad de las elecciones, el pueblo tiene un medio eficaz de ejercer cierta influencia sobre los gobernantes. No obstante, esa interpretación es limitada por dos razones: porque oculta o minimiza el carácter “plebiscitario” implícito en las elecciones, que impide que los ciudadanos puedan discriminar objetivamente entre lo “acertado” y lo “errado” del desempeño de un gobierno, y por la ambigüedad que implica la yuxtaposición de un juicio crítico sobre las acciones gubernamentales pasadas con la elección (entre varias ofertas) de una perspectiva de futuro.

En cambio, y más allá de los juegos de lenguaje que suscita su definición, la democracia participativa pretende garantizar que los ciudadanos ordinarios (los “profanos” o no-especialistas de la política) participen de diversas maneras en la discusión pero también en la definición de los asuntos colectivos de un país. Por lo tanto, los dispositivos empleados para ello aspiran a ampliar y profundizar la representación, transgrediendo así los límites clásicos de la democracia representativa, basados en la radical distinción entre el pueblo y sus representantes. En este caso, el mandato del gobernante debe ser periódicamente renovado a través de acciones ejercidas por los propios ciudadanos sobre la gestión pública. Indudablemente este hecho relativiza y debilita la distinción absoluta entre el representante y el representado y multiplica las fuentes indirectas de poder en la sociedad civil.

Lo sustantivo es que estos dispositivos reformulan el tema de la legitimidad pero es importante destacar que estas instancias de control o de participación no anulan la legitimidad previa o legitimidad del mandato; esta sigue actuando e incluso puede decirse que se conserva como la forma principal de legitimación; sin embargo, esta es complementada y enriquecida con otros dispositivos a través de los cuales se producen las interacciones entre el estado y la sociedad civil y por ello el dispositivo de control social constituye un magnífico hilo conductor para poder indagar sobre el tipo de relaciones que se entretejen entre los ciudadanos y los poderes públicos.

No obstante, para que el dispositivo de control social sea efectivo se requiere de manera imprescindible que los actores sociales que lo ejercen tengan autonomía y distancia crítica respecto a los poderes constituidos, es decir cuando se ejercen desde un ámbito externo al poder.

gkomadina@ceadesc.org

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