El partido más importante de la historia
Hace 25 años, en Tokio, Boca sometía al Real Madrid de Figo, Raúl y Roberto Carlos. Los goles de Palermo, la magia de Riquelme y la mano firme del maestro Bianchi. Cómo se vivió allá.
Antonio Serpa, TyCNunca pasé tanto frío en una cancha como esa noche del 28 de noviembre del 2000 en el Estadio Nacional de Tokio. Nos habían regalado, a los que cubríamos la final, unos camperones de Toyota -auspiciante de la Intercontinental- que llegaban hasta los tobillos, hermosos como recuerdo pero horribles desde todos los demás puntos de vista. Ni con eso, ni con las camperas y los pulóveres debajo, se soportaba el frío allá arriba de todo, donde nos habían armado unos banquitos de madera ante la incapacidad de satisfacer los pedidos que se habían generado sobre todo desde la Argentina. Corría un viento helado, con el termómetro clavado en 5 grados, y seguramente la mitad de los temblores que tuve fueron provocados por ese frío intenso. La otra mitad, claro, por los nervios.
Si uno es un amante del fútbol, se supone, espera toda la vida un partido así. No digo los neutrales, sino los hinchas. Seamos sinceros, es posible que los del Madrid no se murieran por enfrentar al Chino Pereda. Pero para los de Boca, ver enfrente al equipo más poderoso del mundo representaba una motivación extra. Si encima a los 6 minutos vas ganando 2-0, el mismo estado de euforia debería llevarte a un disfrute incalculable. Bueno, nada que ver. Yo quería que el partido terminara en el minuto 7 para poder festejar. Sobre todo porque a los 11, después de fallar por poco la primera vez -reventó eltravesaño-, Roberto Carlos la clavó en un ángulo y puso el 2-1. Si algún hincha de Boca les dice que disfrutó ese partido es insensible, boludo o mentiroso. No se disfruta nada hasta el final. O hay diez segundos de disfrute para algún hecho puntual y se vuelve a la angustia. El show de Riquelme contra Makelele y Geremi, contra Hierro y Guti, contra todos los que intentaron sacarle la pelota mientras él bailaba sobre ella pegado a la raya, fue un espectáculo que disfruté en vivo pero mucho más al final del partido. Y en los días posteriores.
Durante los muchos sofocones que pasamos por el asedio al área -donde vivimos buena parte del segundo tiempo-, se me cayeron algunos mitos. Vi a un colega menottista a ultranza gritar desaforado que tiraran la pelota “a la mierda”, algo que muy probablemente César no habría aprobado (o sí, quién sabe). Y con el mismo colega y otros tantos más, perdimos la compostura y nos abrazamos casi tanto como se abrazaban dentro del campo. Levantamos los brazos. Gritamos. Lloramos. La objetividad periodística en su máxima expresión. Cuando me lo crucé, justo antes de que entrara a la sala, de conferencias, Carlos Bianchi estaba tan prolijo y sereno como siempre, con la corbata bien ajustada y la camisa almidonada. “Felicidades”, le dije simplemente, lo único que me salió o que me permití, la misma palabra con la que siempre se despedía de nosotros. Me dio una palmada en la espalda mientras caminábamos. Tenía una sonrisa de orgullo pero tranquila, a pesar de ser el rey del mundo.
Su muñeca, su firmeza, su personalidad, sus palabras justas, la sencillez y la lógica pura que guiaba sus actos fueron el factor clave, más allá de los goles de Palermo y de la master class de Riquelme. Primero, por la capacidad de someter a un rival como ese: ver in situ un entrenamiento de aquel Real Madrid de Figo, Raúl y Roberto daba miedo. No a la derrota, sino directamente al ridículo, al papelón. La velocidad a la que hacían el loco, con la que deslizaban la pelota de un lado a otro, hacía temer una catástrofe. Pero por sobre todas las cosas, el Virrey fue importante por el manejo de una situación complicada, que quemaba. Había un frente de tormenta interno por la clarísima división entre dos grupos y el plantel estaba a punto de aplastar el pacto al que los había comprometido el DT el primer día, apenas había llegado al club: "No nos saboteemos”.
Cuando la tensión escaló al punto de que casi no se saludaban, Bianchi juntó a todo el plantel en el vestuario chiquito de uno de los complejos donde el equipo practicaba y les dio un sermón de casi una hora. Les habló de los individualismos y del espíritu de grupo. Les recordó todo lo que habían luchado para llegar a esa instancia (dos años y medio de trabajo). Les inoculó la idea de que sólo como equipo iban a poder vencer al Real Madrid. Se preocupó por las actitudes que estaba viendo puertas adentro. Gritó. Lloró. Y terminó el discurso entre lágrimas, con una promesa, una advertencia, una amenaza: “Si llego a ver que no le pasan la pelota a un compañero, me voy a encargar en persona de que no vuelvan a jugar al fútbol en ningún lado”. Ese día, Bianchi torció la historia. O mejor dicho, enderezó una historia que llegaba torcida.
Lo otro está tan a la vista y lo hemos repetido tanto en estos 25 años que casi no hace falta recordarlo. Jugó de entrada Delgado (la rompió), entró un ratito Guillermo y fin del culebrón. Pero vale la pena meterse un toquecito en el título de esta nota, que probablemente algunos muchachos que en este momento la pasan mal lo cuestionen. Entiendo perfectamente a los hinchas de River que dicen que la final de Madrid fue la más importante. A veces se equivocan y dicen "de la historia" en lugar de hablar de "su" historia. No vamos ahora a ponernos pesados separando artículos de pronombres posesivos. Pero se entiende, créanme. La final más importante de la historia la jugaron el mejor equipo de Europa y el mejor de América. O sea, Real Madrid y Boca. Si es importante ganarle al Madrid, imagínense lo que significa vencer al equipo que sometió al Madrid. Suerte con Sapardo, muchachos. Y por favor, no se les ocurra nunca más compararlo con el técnico más grande de la historia argentina.


