Arias, el campeón del arco cuestionado: ¿qué hará Costas?

El arquero convive permanentemente con el error y el 1de Racing no es la excepción. Salvador muchas veces, ahora sufre sus fallas. ¿Tiempo de Cambeses?

Lautaro Salucho
TyC
Hay arqueros a los que el tiempo los mide con una cinta distinta. No alcanza con el resultado, ni con la estadística limpia o manchada: el juicio les llega por una jugada que se agranda en la memoria como una lente. Gabriel Arias vive ese oficio solitario en Racing. El 2025 se escribió con la tinta contradictoria de las atajadas que sostienen y de las salidas que desacomodan. Y en esa contradicción —tan futbolera— se abre el reclamo de una parte de la tribuna: “Cambeses merece minutos”. La historia, sin embargo, pide que se la escuche completa.

Hubo tardes y noches en las que el arco pareció quedarle chico a la pelota. El mano a mano se volvió un territorio propio, y sus reflejos, un recurso que explica victorias. La Recopa 2025 se abrigó con esa seguridad de fondo; ante Central Córdoba, atajó un penal y cortó una racha de 29 sin detener, un momento bisagra en el 1–0; frente a Newell’s, la doble reacción en el instante más frágil sostuvo la ventaja; y en la vuelta con Peñarol, cuando el partido olía a sobresalto, apareció la doble atajada que cerró el paso. En esas escenas habita el Arias que respalda su currículum: un arquero de manos firmes, lectura rápida a corta distancia y elasticidad debajo de los tres palos.

Pero 2025 también le recordó el precio del error del arquero: es público, es único y es inmediato. En Huracán, aquella salida con dudas, porque no se entendió con Colombo y quedaron los dos a mitad de camino, inauguró las inseguridades. En el clásico con Independiente, Álvaro Angulo le ganó el anticipo y el empate se le colgó al cuello. En la ida con Peñarol, David Terans cabeceó después de una respuesta tardía en el aire. Y el agosto áspero terminó de cargar la balanza: ante Argentinos Juniors, un centro mal calculado prendió la mecha; contra Unión, primero faltó decisión para salir a cortar un centro y llegó el empate del Tatengue; después, la excursión lejana que dejó el arco vacío fue el fotograma que se hizo viral. Hubo autocrítica —de las que valen—, esa frase que suelta responsabilidades sin excusas: “Me hago cargo”.

Por eso el debate. Facundo Cambeses aparece como el espejo inmediato: joven, expectante, con crédito entre hinchas que reclaman competencia. La discusión no debería borrar el contexto: Arias no es un apellido suelto. Desde que llegó a Avellaneda, la vitrina le reconoce seis títulos: Superliga 2018/19, Trofeo de Campeones 2019, Trofeo de Campeones 2022, Supercopa Internacional 2022, Sudamericana 2024 y Recopa 2025. Esa lista no es un salvoconducto eterno, pero tampoco un adorno: explica jerarquía, temple en noches grandes y respaldo en el vestuario.

El inventario técnico del 2025 se escribe con renglones precisos. Puntos bajos: el juego aéreo cuando la pelota se pierde a pasos del área chica, los tiempos de salida en centros largos y algunos anticipos a destiempo. Puntos altos: mano a mano ganador, reflejos cortos a quemarropa, posicionamiento para achicar ángulos. En sencillo: cuando la jugada le pide reacción a dos metros, responde; cuando le propone pensar unos segundos, a veces duda.

Entre la historia y el presente, queda el lugar más difícil: el del matiz. Arias alternó buenas y malas, sí. También salvó puntos y perdió otros. A veces un arquero no es una frase del guión, sino una temporada entera. A Racing le conviene leerla entera: sostener lo que sirve, corregir lo que duele y abrir la competencia honesta que toda camiseta grande necesita. Si Cambeses crece, gana Racing. Si Arias ajusta las alturas y los tiempos, también.

El arco siempre fue un sitio de literatura: héroes y villanos cambian de apellido cada domingo. En este libro de 2025, Gabriel Arias no es sólo un título viejo ni un error reciente. Es un profesional con pasado ganador, presente exigente y un futuro que se definirá en centímetros: los que separan una mala salida de un puñetazo limpio, los que convierten un mano a mano en abrazo, y los que terminan escribiendo —para bien o para mal— la frase que sobrevive en la memoria.

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