Cuando mi familia se salvó del “Titanic” italiano
El barco no tenía salvación, se hundía. Algunos pasajeros se tiraron al mar y se ahogaron, a otros se los comieron los tiburones. En su autobiografía “Esperanza”, el Papa Francisco cuenta qué pasó con los suyos

Esperanza. La autobiografía
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Contaron que alguien intentó reparar la avería con paneles de metal. Inútilmente. Contaron que los músicos de la orquesta recibieron la orden de seguir tocando. Sin interrupción. El buque se ladeaba cada vez más, anochecía, el mar se encrespaba.
Cuando fue evidente que los pasajeros no iban a seguir atendiendo más llamadas a la calma, el comandante ordenó parar las máquinas, hizo sonar la sirena de alarma y los operadores de radio lanzaron el primer SOS.
La señal de socorro fue recibida por varias embarcaciones, dos buques y hasta un par de trasatlánticos que se hallaban en las proximidades. Acudieron enseguida, pero todos tuvieron que detenerse a cierta distancia, pues una llamativa columna de humo blanco hacía temer una desastrosa explosión de las calderas.
Desde el puente, con su megáfono, el comandante trataba de pedir, con creciente desesperación, calma, y coordinaba las operaciones de rescate, dando prioridad a mujeres y niños. Sin embargo, cuando se hizo de noche, una noche muy oscura de luna nueva, y además el suministro de energía eléctrica a bordo se interrumpió, la situación empeoró aún más.

Bajaron los botes salvavidas, pero la inclinación del barco ya era enorme. Muchos cayeron de golpe, chocando contra el casco, otros estaban ruinosos y eran inservibles: les entraba agua y los pasajeros tenían que achicar con sus sombreros. Y otros, tomados al asalto, se volcaron o se hundieron por el sobrepeso. Muchos hombres, artesanos o campesinos de los valles o de las llanuras, nunca habían visto el mar antes y no sabían nadar. Rezos y gritos se mezclaban.
Cundió el pánico. Un buen número de pasajeros cayó o se lanzó al mar, y se ahogó. Algunos, eso contaron, fueron vencidos por la desesperación. Y otros, como informó la prensa local, fueron devorados vivos por los tiburones.
En ese alboroto las trifulcas eran innumerables, pero también los gestos de valor y de abnegación. Tras haber socorrido a docenas de personas, un joven al que le habían dado un chaleco salvavidas estaba esperando su turno para lanzarse al agua. Entonces vio a un anciano que no sabía nadar y que no había encontrado sitio en ninguna embarcación: pedía ayuda. El muchacho le puso su chaleco salvavidas, se lanzó al mar con el anciano y trató de llegar al bote más próximo. Nadó con fuerza cuando desde las olas se elevaron gritos cada vez más desesperados: ¡tiburones! ¡Hay tiburones! Lo atacaron. Un compañero suyo logró subirlo a un bote, pero estaba gravemente herido. Poco después murió.

Cuando su historia fue contada por los supervivientes, Argentina se conmovió. En su país de nacimiento, en la provincia de Entre Ríos, a una escuela se le puso su nombre. Era hijo de un inmigrante piamontés y de una argentina, y acababa de cumplir veintiún años: se llamaba Anacleto Bernardi.
Mucho antes de la medianoche el buque, ya completamente inundado de agua, se levantó verticalmente por la proa y con un último gemido estruendoso, casi bestial, se hundió a pique, hasta más de mil cuatrocientos metros de profundidad. Varios testigos coincidieron en afirmar que el comandante permaneció a bordo hasta el final, e hizo que los componentes de la orquesta que todavía quedaban tocaran la Marcha real. Su cuerpo nunca se halló. Justo antes de que el buque se hundiese, se oyeron muchos disparos, hechos, se dijo, por los oficiales que, después de hacer cuanto pudieron por los pasajeros, decidieron no enfrentarse al tormento del ahogamiento.
Algunos botes lograron alcanzar los barcos que se encontraban cerca y, junto con los procedentes de las otras embarcaciones que habían acudido, salvaron a varios centenares de personas.
El rescate de los pocos supervivientes que trataban de mantenerse a flote como podían siguió hasta altas horas de la noche. Unos buques brasileños que llegaron antes del amanecer al lugar de la tragedia ya no encontraron ningún superviviente.

Aquel barco, de ciento cincuenta metros de eslora, había sido a principios de siglo el orgullo de la marina mercante, el más prestigioso trasatlántico de la flota italiana, en el que habían viajado personajes como Arturo Toscanini, Luigi Pirandello o Carlos Gardel, una leyenda del tango argentino. Pero aquellos tiempos ya habían quedado atrás. Entretanto había habido una guerra mundial, y la usura, el abandono y el escaso mantenimiento habían hecho el resto. Para entonces el barco era conocido como «el inestable», por las dudosas condiciones generales. Cuando partió rumbo a su último viaje, su propio comandante vio perplejo que transportaba a más de mil doscientos pasajeros, en su mayoría emigrantes piamonteses, ligures y vénetos. Pero también de Las Marcas, de Basilicata o de Calabria.
Según los datos de las autoridades italianas de la época, en la tragedia murieron algo más de trescientas personas, sobre todo miembros de la tripulación, dijeron; sin embargo, los periódicos sudamericanos dieron una cifra mucho mayor, de más del doble de fallecidos, incluyendo los polizones, bastantes docenas de emigrantes sirios y los peones agrícolas que desde los campos italianos iban a Sudamérica para la temporada invernal.
Minimizado o encubierto por los órganos del régimen, aquel naufragio fue el Titanic italiano.

Ignoro cuántas veces he oído contar la historia del buque que llevaba el nombre de la hija del rey Víctor Manuel III, destinada también a una muerte trágica en el campo de concentración de Buchenwald, varios años más tarde, hacia el final de otra espantosa guerra. El Principessa Mafalda. Esa historia se contaba en mi familia.
Se contaba en el barrio.
Se cantaba en las canciones populares de los emigrantes, de un lado a otro del océano: «De Italia Mafalda zarpaba con más de mil pasajeros… Padres y madres decían adiós a sus hijos que desaparecían entre las olas».
Mis abuelos y su único hijo, Mario, el muchacho que iba a ser mi padre, compraron el pasaje para esa larga travesía en aquel buque que zarpó del puerto de Génova el 11 de octubre de 1927, rumbo a Buenos Aires.
Pero no embarcaron.
Por mucho que lo intentaron, no consiguieron vender a tiempo cuanto tenían. Al cabo, muy a su pesar, los Bergoglio tuvieron que devolver el pasaje y aplazar la partida para Argentina.
Por eso estoy ahora aquí.
No se imaginan la de veces que se lo he agradecido a la Divina Providencia.