Un partido de eliminatorias, aviones enclenques y 4.000 muertos: así estalló la Guerra del Fútbol

Hace 55 años comenzaba un conflicto armado entre El Salvador y Honduras que duró 5 días. Tres partidos de eliminatorias al Mundial 70 que enervaron a las dos naciones y a sus habitantes

Al testigo no avisado, lo primeros incidentes le pudieron parecer algo bastante frecuente. El nacionalismo exacerbado por el fútbol. Lo que ocurría cada vez que se enfrentaban equipos sudamericanos en partidos definitorios de Copa Libertadores o cuando dos selecciones de Latinoamérica tenían que dirimir un duelo por algún torneo regional. Pero esa serie, que se terminó extendiendo a tres partidos, se convirtió en algo más. En una guerra. Y esto no está dicho en sentido metafórico.

El 14 de julio de 1969, 55 años atrás, empezó una guerra que se extendió por cinco días, una guerra de 100 horas: la Guerra del Fútbol.

El primer partido fue el 8 de junio en Tegucigalpa. Fue duro y parejo. Honduras atacó y los salvadoreños se defendieron como pudieron. Parecía que conseguían el objetivo de llevarse un punto. Cuando faltaba un minuto para el final, Honduras hizo el gol que le dio la victoria. De nada valieron las protestas de los visitantes ante el árbitro localista. Alguno, ya cansado de quejarse por un supuesto foul no cobrado, debe haber pensado que la semana siguiente todo sería diferente: ellos serían los favorecidos (los árbitros no solían oponerse a los deseos de las decenas de miles de personas que llenaban un estadio.

Ryszard Kapuscinski cuenta que apenas terminado ese partido, con el gol agónico demasiado fresco, todavía abriendo la herida, Amelia Bolaños, una chica salvadoreña de 18 años fue hasta el cajón en el que su padre guardaba la pistola y se pegó un tiro. No pudo aceptar la humillación de la derrota. El título de El Nacional, el principal diario de San Salvador, tituló: “Una joven que no pudo soportar la humillación a la que fue sometida la patria”.

Al entierro de Amelia fue una multitud. Miles de personas. La banda del Ejército salvadoreño encabezaba el cortejo. Detrás del cajón caminaban sus familiares más cercanos y el presidente del país. Detrás de ellos, los principales ministros y el plantel de la selección de fútbol (habían adelantado el vuelo para llegar a las exequias de la hincha malograda).

La derrota enervó a los salvadoreños. Los diarios contaron con detalle cómo había sido la noche previa al partido: cientos de hondureños habían rodeado el hotel y se habían encargado de que los jugadores visitantes no durmieran. Bombos, golpes sobre tachos de lata, cantos, música fuerte, petardos. Otra vieja táctica que la Copa Libertadores había derramado sobre el continente. Después, las quejas se centraron sobre el arbitraje localista (nadie sabe si se trató de venalidad o de mero instinto de supervivencia), sobre el comportamiento de los hinchas en la cancha y también sobre el hostigamiento que los jugadores sufrieron hasta el momento de subir al avión de regreso (insultos, escupitajos, algún golpe ante la mirada permisiva de los policías hondureños).

Pero la historia no había terminado. Todavía a esos enfrentamientos no se los llamaba partidos de 180 minutos, haciendo referencia a que contaba el resultado global. Que no tuvieran esa denominación se debía a que todavía no se había inventado (la tendencia a etiquetar y buscar nombres falsamente ingeniosos todavía no había dominado al periodismo deportivo) y porque la diferencia de gol no contaba. En caso de que cada equipo ganara un partido, sin importar por la diferencia de goles que lo hiciera, ante igualdad de puntos se jugaría un tercer y definitorio partido. Si persistía el empate luego de los 30 minutos suplementarios, recién allí se tenía en cuenta la diferencia de gol.

Ryszard Kapuscinski cuenta que apenas terminado ese partido, con el gol agónico demasiado fresco, todavía abriendo la herida, Amelia Bolaños, una chica salvadoreña de 18 años fue hasta el cajón en el que su padre guardaba la pistola y se pegó un tiro
Ryszard Kapuscinski cuenta que apenas terminado ese partido, con el gol agónico demasiado fresco, todavía abriendo la herida, Amelia Bolaños, una chica salvadoreña de 18 años fue hasta el cajón en el que su padre guardaba la pistola y se pegó un tiro

La revancha fue una semana después en San Salvador. El clima era tenso, peligroso. Pasaron peores cosas que en Honduras: la revancha siempre multiplica lo recibido. En este caso el que sufrió las presiones, hostigamiento y agresiones fue el otro equipo. Al llegar al aeropuerto, los hondureños entendieron que sería imposible entrenar o moverse con tranquilidad por la ciudad. Una horda rodeó el micro y no los dejaron avanzar por horas. Cuando lograron llegar al hotel, cientos de personas los esperaban para amenazarlos. Se encerraron en sus habitaciones y espiaban por la ventana. En la vereda hubo dos muertos. La policía de El Salvador les informó que no podían garantizar la seguridad de los jugadores. Por el subsuelo, los dirigentes lograron sacar a los jugadores y llevarlos a dormir a casa de ciudadanos hondureños.

El domingo de partido fue un infierno. Gente en el pasillo del vestuario, vidrios rotos, piedrazos. Al costado de la cancha, a pocos centímetros de la línea de cal, muchos soldados con sus armas cargadas. Los hondureños comprendieron que su mayor triunfo esa tarde sería sobrevivir.

Antes del partido, los himnos. El de Honduras fue silbado y abucheado. Lo peor fue cuando se izó la bandera. La original, la que habían preparado los organizadores, había sido quemada por el público de El Salvador. Y reemplazada por un trapo sucio. Algunos de los soldados salvadoreños que rodeaban el campo de juego celebraron el momento lanzando tiros al aire.

Los locales arrasaron a los hondureños. 3 a 0.

Los visitantes no sintieron tristeza por su derrota. La sensación que predominó fue la de alivio. Esa noche, Honduras, como represalia, expulsó a 12.000 salvadoreños. Y hubo varios muertos en las calles de los dos países. La definición se extendía una semana más. Había que disputar un tercer partido en cancha neutral. La elección fue obvia. El Estadio Azteca en la Ciudad de México.

A esa altura, había mucho más en juego que una plaza mundialista. En realidad, siempre había sido mucho más que una contienda deportiva.

La hostilidad entre hondureños y salvadoreños venía desde hacía años. Y el fútbol no tenía nada que ver. Problemas limítrofes, migratorios, económicos. Todo era combustible que alimentaba la tensión.

Entre Honduras y El Salvador no sólo había una larga frontera que los dividía. Mientras El Salvador era un país mucho más pequeño que el otro, su población era mucho mayor, un millón más de habitantes. En Honduras había grandes extensiones de tierra no ocupadas. Eran cientos de miles los salvadoreños que habían cruzado hacia el país vecino buscando instalarse y conseguir trabajando en el campo.

Ambos países tenían grandes extensiones de tierra en manos de terratenientes y compañías norteamericanas. En 1968 una crisis económica azotó la región. El gobierno hondureño había decretado una reforma agraria. Aunque muchos creen que de eso sólo tuvo el nombre. No tocó los intereses de las multinacionales ni de los terratenientes. Los más perjudicados fueron los salvadoreños que habían conseguido alguna comodidad en el país vecino.

A partir de ese momento, los incidentes se multiplicaron. Hubo declaraciones cruzadas de ambos gobiernos, presentaciones en foros internacionales, incidentes con ciudadanos de los países, deportaciones masivas y alguna que otra muerte. En paralelo ambos gobiernos compraban armamento. Después de algunas quejas, Estados Unidos les vetó la compra de material bélico. Pero se las ingeniaron para seguir pertrechándose por vías alternativas, ilegales. Torrijos abrió el Canal de Panamá para El Salvador.

Entre Honduras y El Salvador no sólo había una larga frontera que los dividía
Entre Honduras y El Salvador no sólo había una larga frontera que los dividía

Lo cierto es que todo el armamento era vetusto, de fines de la Segunda Guerra Mundial. Los aviones que consiguieron no entraban en combate desde hacía más de un cuarto de siglo. Tal vez eso hizo creer a los países que no intervenían que la guerra no iba a tener lugar.

Volvamos un rato al fútbol. En la semana que separó ambos partidos el morbo fue en aumento. Los diarios de los dos países lanzaban invectivas chauvinistas y repetían que el orgullo nacional estaba en juego. Parecía no importar el Mundial 70 (la posibilidad de llegar a él si luego se vencía a Haiti).

La soberanía en 90 minutos.

El tercer partido se jugó el 27 de junio en el Azteca. El gobierno mexicano destinó 1.800 policías para intentar garantizar la seguridad. Hubo empujones, planchazos, patadas. Y varios goles. Faltando poco para el final, Honduras ganaba 2-1. El Salvador logró empatar y hubo que jugar tiempo suplementario. A los 10 minutos del primer tiempo del alargue, Mauricio Pipo Rodríguez obtuvo el gol definitivo. 3-2 para El Salvador. Y Pipo se convirtió de manera instantánea en un héroe nacional.

En el estadio hubo enfrentamientos entre los hinchas de los dos países que siguieron por horas en sus alrededores. Aunque lo peor ocurrió en Honduras. Muchos salvadoreños fueron atacados y miles obligados a dejar sus casas y volver a su país. La violencia se instaló en la frontera.

Ese mismo día Honduras rompió relaciones diplomáticas con El Salvador. En los diarios se empezó a hablar de una guerra inminente. El augurio (o tal vez el simple e inevitable pronóstico después de años de una relación ríspida que sólo empeoraba) se cumplió dos semanas después.

El 14 de julio de 1969, El Salvador lanzó un ataque aéreo con sus aviones enclenques y vetustos pero con poder de fuego e inició una invasión aérea. Honduras encerró a muchos de los 300.000 salvadoreños que vivían en su territorio en improvisados campos de concentración.

La guerra había comenzado. Mientras los políticos intentaban negociaciones diplomáticas, los generales lanzaban ataques. Fueron 5 días, 100 horas en las que se produjeron más de 4.000 muertos. Y decenas de miles de desplazados.

El polaco Ryszard Kapuscinski escribió una extensa crónica de esos días. Para titularlo utilizó algo que había leído en un diario salvadoreño: La Guerra del Fútbol. Y así fue recordado el conflicto por la historia.

De todas maneras, los especialistas afirman que el fútbol, esos tres partidos por las eliminatorias a México 70, sólo fueron el detonante de un largo conflicto que a esa altura se había vuelto inevitable. La guerra había empezado mucho antes y esos goles agónicos fueron la excusa para que los postergados ataques se consideraran impostergables.

Las relaciones entre los dos países estuvieron rotas por más de una década. Había demasiados muertos y dolor en el medio como para retomarlas. Cuando por fin los diplomáticos se pusieron de acuerdo, decidieron celebrar.

A alguien le pareció que la mejor forma de hacerlo era organizando un partido entre las dos selecciones nacionales.


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