La autoflagelación del Partido Demócrata
Desafiar internamente a un presidente en ejercicio que persigue su segundo período, asegura la derrota del partido
En 1976 el presidente Gerald Ford fue desafiado por Ronald Reagan, Gobernador de California. Corriendo siempre de atrás, Reagan luchó por la nominación hasta la convención del partido. Si bien no la obtuvo, la disputa tuvo el efecto de dañar las chances del presidente de ser reelecto. El vencedor en aquel noviembre fue el Demócrata Jimmy Carter.
Es que la unidad no podría haber estado más lejana. La división Demócrata le entregó la victoria al Partido Republicano por los siguientes 12 años: Reagan en 1980 y 1984, y George H. W. Bush en 1988. Fue la última que vez que un mismo partido venció en tres elecciones consecutivas, que habrían sido cuatro si no fuera por Ross Perot, un empresario conservador tejano que postuló como independiente en 1992 y logró quitarle suficientes votos a Bush para permitir la victoria de Clinton y el Partido Demócrata; obtuvo un 18.9%. También aquella fue una suerte de primaria Republicana que desafió al presidente en ejercicio, solo que abierta.
Tiene toda lógica. Los rencores internos no se disipan en pocos días; las heridas narcisistas no suturan de la noche a la mañana. Todo ello afecta la cohesión de la campaña. La máquina electoral se traba en sentido vertical, la coherencia y la cadena de responsabilidades de la organización, y horizontal, su despliegue en la geografía electoral. Y si, no obstante, un partido llegara al poder en esas condiciones, el precio a pagar sería su capacidad de gobernar.
Es por ello incomprensible que no se entienda y asimile dicha “ley de hierro”. Si Biden está incapacitado para ejercer el cargo, sus síntomas han sido evidentes desde mucho antes del 27 de junio de 2024, fecha del debate. Quienes hoy le piden que renuncie, son los mismos que juraban que su salud era óptima. Y si es cierto que está clínicamente incapacitado, pues esta no es la manera de resolverlo. Ello para proteger la dignidad del presidente, la integridad de la institución presidencial y la estabilidad del sistema político.
No queda claro de dónde surgió tanta consternación repentina, transformada en estrategia política—según se vio en la reacción de tantos medios, hasta entonces aliados de Biden—la misma noche del debate. Decir que los donantes de la campaña iniciaron el éxodo político no agrega nada. Al igual que la prensa, ellos también se comportan con lógica de manada. Una tendencia no comienza con ellos, más bien termina en ellos.
Si todo lo anterior es parte de algún tipo de conspiración, Biden les subió el precio respondiendo como todo político de raza: aferrándose al poder, liderando con éxito la Cumbre de OTAN y la rueda de prensa posterior.
En política es sensato desconfiar de lo que se observa en la superficie, pues pocas cosas ocurren por generación espontánea. George Clooney no es más que un portavoz de fama, el firmante de una columna de opinión para masacrar al presidente. Los que verdaderamente saben de qué se trata, guardan silencio.
También saben que, con o sin Biden, esto hace a su partido virtualmente inelegible el próximo noviembre, según manda la ley de hierro. Como ocurrió con McCarthy y Ted Kennedy, la derrota es un precio que parecen muy dispuestos a pagar.