A 110 años de la Primera Guerra Mundial: 23 millones de muertos, gases venenosos y cuatro imperios desaparecidos
El 28 de julio de 1914, con la declaración de guerra del imperio austro-húngaro contra Serbia, estalló la “Gran Guerra”, que durante más de cuatro años ensangrentó a Europa y terminó involucrando a casi 70 países. Armas sofisticadas y batallas de trincheras. El ingreso de los Estados Unidos, clave para la derrota de la alianza entre Alemania y el Imperio Austro-Húngaro
En los cuatro años y poco más de tres meses que duró el conflicto globalizado, fueron movilizados 70 millones de soldados y el saldo en vidas fue aterrador: murieron casi diez millones de militares y otros 21 millones fueron heridos en combate. También alrededor de 13 millones de no combatientes perdieron la vida como consecuencia directa o indirecta de las hostilidades.
Esa tragedia – sin antecedentes en la historia de la humanidad – se debió en gran parte a la introducción de nuevas armas, como las ametralladoras. También se implementaron armas químicas. Según las estimaciones más generalizadas durante el enfrentamiento se liberaron 124.000 toneladas de sustancias tóxicas, incluidos el cloro y el llamado “gas mostaza”. En consecuencia, unos 90.000 soldados murieron envenenados por gases. Mientras que casi un millón perdió la vista o sufrió heridas graves.
Los bandos en pugna
Para principios del Siglo XX, Europa estaba dividida en dos bandos: conocidos como las Potencias Centrales y la Entente. El primero se había originado en la Triple Alianza, formada en 1882 por Alemania, Austria-Hungría e Italia. Sin embargo, Italia no entró en la guerra hasta 1915, y lo hizo del lado de la Entente, por lo que abandonó la Triple Alianza. Su lugar fue ocupado por el Imperio otomano y el Reino de Bulgaria. Del otro lado estaban el Reino Unido, Francia y Rusia, a los que ya en pleno conflicto se sumaron, entre otros países, Japón, Serbia, Montenegro, Bélgica, Italia, Rumania, Portugal, Grecia, Estados Unidos y Brasil. Rusia abandonaría la Entente y la guerra en 1917, luego de la revolución bolchevique de octubre de ese año.
En ese contexto, la principal causa del estallido se debió a la necesidad de hegemonía política y económica de las principales potencias industriales, Francia e Inglaterra por un lado y Alemania por otro, como en la exaltación nacionalista en los diferentes conflictos territoriales. La unificación de Alemania, concretada en 1871, la había convertido en una gran potencia que amenazaba de manera directa los intereses económicos tanto de Francia como del Reino Unido. Alemania se hallaba en plena búsqueda de nuevos mercados y pretendía ampliar su imperio colonial, todo lo cual ya había provocado tensiones, sobre todo porque el reparto que habían diseñado Francia y Gran Bretaña distaba mucho de las pretensiones que tenía Alemania en aquellos momentos.
Tanto Francia como el Reino Unido eran dueños de amplias posesiones por todo el mundo, e incluso algunas naciones más pequeñas y no tan ricas como Bélgica y Portugal dominaban zonas mucho más extensas que sus propios estados nacionales. Por su parte, el Imperio austrohúngaro no tenía colonias mientras que Alemania solo había podido conseguir conseguir Togo, Camerún, el desierto de Namibia y la actual Tanzania, cuatro territorios africanos con apenas riquezas y escasas oportunidades económicas.
Un atentado como excusa
Las pretensiones territoriales y las disputas hegemónicas de los gobiernos no suelen, por sí solas, lograr el consenso social necesario para justificar – y sostener en el tiempo – una guerra. Hacen falta hechos puntuales que golpeen los sentimientos populares. Por eso, así como un cuarto de siglo después la Alemania nazi justificó la invasión a Polonia y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial mediante un supuesto ataque polaco – en realidad, una operación de “falsa bandera” a una emisora de radio alemana, en 1914, el imperio austro-húngaro utilizó el atentado que les costó la vida al Francisco Fernando de Austria y su esposa Sofía, como excusa para desatar la Gran Guerra.
El 28 de junio, cuando Francisco Fernando y Sofía visitaban la capital de Bosnia, un grupo de seis militantes de la organización revolucionaria Joven Bosnia, un grupo juvenil de la organización secreta Mano Negra, llamados Cvjetko Popović, Muhamed Mehmedbašić, Nedeljko Čabrinović, Trifko Grabež, Vaso Čubrilović y Gavrilo Princip, se habían reunido en la calle por donde estaba previsto que pasara la comitiva del archiduque con la intención de asesinarlo. En el preciso momento en que la comitiva se cruzó con Čabrinović, este lanzó una granada contra el coche en el que viajaban el archiduque y su esposa, pero falló y algunos espectadores resultaron heridos. Una hora más tarde, cuando la pareja real se dirigía a un hospital para visitar a los heridos por el atentado, la comitiva se equivocó de ruta y giró por una calle donde, casualmente, se hallaba apostado otro de los integrantes de la Mano Negra, Gavrilo Princip. Al ver el coche del archiduque, Princip disparó contra Francisco Fernando y Sofía y los mató.
El gobierno austro-húngaro acusó a Serbia de estar detrás del atentado y el 23 de julio de julio le presentó diez demandas imposibles de aceptar. Si los serbios no se avenían a esas exigencias, les declararían la guerra, lo que efectivamente hizo cinco días después. La decisión de Austria-Hungría de utilizar el crimen como excusa para atacar a Serbia y activó todos los mecanismos de alianzas fraguados en décadas anteriores que terminaron con las grandes potencias europeas cruzándose declaraciones de guerra mutuas en los días siguientes.
Como una reacción en cadena, La Primera Guerra Mundial se expandió por casi todo el territorio europeo y parte de Asia.
Verdún, la madre de las batallas
Aunque la Gran Guerra se desarrolló también en escenarios marítimos y dio lugar a las primeras batallas aéreas de la historia, fue fundamentalmente una sangrienta guerra de trincheras, donde se disputaban metros de territorios a costa de decenas de miles de vidas.
La batalla de Verdún, que enfrentó a franceses y alemanes en el frente occidental, pasó a la historia como el ejemplo más sangriento de las consecuencias de este tipo de guerra. Allí, durante 303 días – entre el 21 de febrero y el 18 de diciembre de 1916 -, los ejércitos alemán y francés se disputaron, con avances y retrocesos, unas colinas consideradas militarmente estratégicas.
Según los cálculos más ajustados, en esos 303 días murieron en combate 377.231 soldados franceses y 337.000 alemanes, lo que hace un total de 714.231 bajas, a un promedio de aproximadamente 70.000 muertos por mes.
Fue la mayor batalla de todos los tiempos con esas características, famosa por la consigna de los franceses, ‘Ils ne passeront pas!’ (“¡No pasarán”!), que quedó como símbolo de la resistencia nacional de Francia.
Enfrentamiento de posiciones y trincheras en las que el terreno se disputaba metro a metro a punta de bayoneta, sus tremendos combates fueron relatados con horror por los corresponsales de guerras.
“En una fosa yacen un montón de cadáveres. ¡Su visión es horrible! Los cuerpos están mutilados, vestidos con el uniforme militar hecho trizas, manchado de sangre, asqueroso. Los rostros aparecen contraídos por espasmos macabros de rabia y de dolor supremos. Algunos cuerpos están despedazados. En el montón hay miembros sueltos, descuajados del tronco. Los circunstantes permanecen en un rudo mirar de infinita ternura ante los despojos horribles de sus hermanos, absortos, resignados, con los ojos encendidos por la santa esperanza de vengar su muerte”, escribió a mediados de 1916 Agustí Calvet Gaziel, corresponsal del diario español de La Vanguardia, en una de sus crónicas desde el campo de batalla.
El 18 de diciembre de 1916, los cañones enmudecieron. Los franceses habían salvado Verdún, pero a un precio descomunal: casi 715.000 bajas. El consumo de munición en los primeros siete meses ascendió a 24 millones de proyectiles, nueve pueblos habían sido borrados del mapa y el paisaje quedó calcinado.
Al rendirse los alemanes, lo franceses tomaron 11.387 prisioneros, muchos más de los que el ejército francés había calculado capturar. Algunos oficiales prusianos se quejaron al general Mangin por las malas condiciones que empezaban a soportar en el cautiverio. Su respuesta fue: “Lo lamentamos, caballeros, pero no esperábamos a tantos de ustedes”.
El Lusitania y los Estados Unidos
Poco después, los Estados Unidos se sumaron a la guerra en apoyo a las fuerzas de la Entente. Washington había establecido una política de falsa neutralidad, porque desde el principio suministró armas y apoyo logístico a Francia y Gran Bretaña, pero recién declaró la guerra en abril de 1917.
El primer antecedente para su ingreso fue el ataque submarino al transatlántico británico Lusitania el 7 de mayo de 1915 durante una travesía de Nueva York a Inglaterra en la cual viajaban algunos estadounidenses. El barco había transportado municiones, por lo que Alemania se sintió justificado para tratarlo como un objetivo legítimo en una zona de guerra. Después de esto, el presidente estadounidense Woodrow Wilson exigió una disculpa de Alemania y le solicitó limitar la guerra submarina, promesa que el país europeo cumplió hasta 1917, cuando reanudó los ataques submarinos.
Este último hecho, sumado al descubrimiento de un telegrama en el cual el canciller alemán Arthur Zimmermann proponía una alianza entre México y Alemania en caso de que Estados Unidos se sumara al conflicto, lo que llevó a Washington a declararle finalmente la guerra a los alemanes.
La guerra y la paz
El ingreso de los Estados Unidos a la guerra fue determinante para su desenlace a favor de las potencias de la Entente. Con la ayuda de Washington, los aliados se abrieron paso con la Ofensiva de los 100 Días, que provocó la derrota militar de Alemania. Oficialmente, la guerra llegó a su fin a las 11:11 de la mañana del 11 de noviembre de 1918.
Ese día, a las 5.15 de la mañana, los representantes plenipotenciarios de alemania y los aliados firmaron el Armisticio de Compiegne, “poniendo fin oficialmente a los combates en todos los frentes”. El tratado, que impuso duras condiciones a Alemania, en particular el desarme de su ejército, entró en vigor recién seis horas después de la firma, lo que sumó miles de muertes más a los millones que ya acumulaba el conflicto.
Los términos más importantes fueron: la finalización de las hostilidades militares; la posterior desmilitarización alemana; la retirada de sus tropas y la entrega de material de guerra.
La Gran Guerra había terminado, pero sus consecuencias marcarían a fuego la historia del mundo durante las décadas siguientes. Sus secuelas geopolíticas más visibles fueron la desaparición de cuatro imperios: el alemán, el austrohúngaro, el ruso y el otomano. Rusia, que había entrado al conflicto como una monarquía imperial, salió de él con los bolcheviques en el poder.
Los acuerdos de paz se firmaron progresivamente durante los dos años siguientes. El 18 de enero de 1919, comenzó la Conferencia de Paz de París, un día no escogido al azar por los Aliados, porque precisamente otro 18 de enero, el de 1871, se había fundado el Imperio alemán. Alemania y sus aliados tuvieron que “reconocer su responsabilidad por haber causado todos los daños y perjuicios a la que los aliados y los gobiernos asociados y sus ciudadanos han sido sometidos como consecuencia de la guerra impuesta sobre ellos”.
La finalización de la Gran Guerra, con sus tremendas secuelas políticas y humanas, pareció dar lugar también a la esperanza de un mundo capaz de lograr una paz duradera. Esa ilusión, sin embargo, se esfumó definitivamente apenas veinte años después, cuando el 1° de septiembre de 1939, la Alemania nazi invadió Polonia y desató la Segunda Guerra Mundial, aún más mortal y devastadora que la primera.