Una catástrofe para la eternidad
Nadie había perdido nunca tantos partidos seguidos en una misma temporada como Detroit Pistons. Para llegar a eso, hay que hacer absolutamente todo mal.
Por lo que sea: los equipos ganan partidos. Los muy malos, pocos. Charlotte Bobcats amasó en la temporada 2011-12 el peor porcentaje de victorias de la historia: 10,6% en año acortado por el conflicto laboral que llevó al lockout (cierre patronal): 7-59 en 66 partidos. Los Sixers 1972-73 se quedaron en un 11% en temporada completa de 82 (9-73). Y otra versión de los de Philadelphia, ya durante el cacareado (y en tantas cosas, nefasto) Proceso, se quedó en el 12,2% en la 2015-16 (10-72). En la 1992-93, Dallas Mavericks añadió a once pírricas victorias (11-71, un 13,4%) la deshonra de amasar la peor diferencia de puntos de siempre: -1.246 en toda la temporada, un -15,1 por partido. Los Pistons 2023-24 no llegan a tanto por ahora (-11,5, mejor por cierto que el -12,3 de San Antonio Spurs) pero se mueven en un 6,7% de victorias que les haría acabar la temporada con un 5-77 que, obviamente, sería el peor dato de siempre. En los últimos 55 partidos, por ir más allá para ir definiendo la magnitud del desastre, solo han sumado cuatro victorias (4-51). Un 7,2% en esa proyección de menos de seis victorias.
Hoy, 28 de diciembre, se cumplen dos meses desde su última victoria, cuando se pusieron 2-1. Desde entonces, han perdido 27 partidos seguidos (2-28). El tope en una temporada era, hasta ahora, 26: los Cavaliers 2010-11 y los citados Sixers 2013-14. Si se enlazan dos temporadas, la peor marca son los 28 de, sí, los Sixers del Proceso (10 para acabar la temporada 2014-15, 18 para empezar la 2015-16). A los Pistons les queda, en este negro 2023, jugar en Boston, el partido más difícil del mundo ahora mismo, y recibir en su pista a los Raptors. Si pierden los dos, serán también los únicos con 29 derrotas seguidas en cualquier versión. En el año natural llevan siete triunfos. Desde San Valentín, cuatro. Terminaron la temporada pasada con un 2-23 y ahora están con ese 2-28 difícil de explicar: los equipos, hasta los peores, ganan algún partido a lo largo de un par de meses. Este es ya también el tercer peor inicio de siempre: 1-30 de, cómo no, los Sixers en 2016 y 2-29 de los Nets en 2010 (tras empezar 0-18). No hay otros datos peores que el de estos infames Pistons 2023-24.
Un equipo que no debería estar así
Para colmo, y partiendo de la obvia base de que nadie debería verse en una situación así, los Pistons realmente no deberían verse en una situación así: esta temporada se vendió en el media day como la del crecimiento, el verdadero paso 1 en la nueva era. El general manager Troy Weaver habló, literalmente, de “jugar partidos transcendentes, que importen, hasta el final”. No más derrotas en cadena, no más primera base de la reconstrucción. Los Cavs que perdieron 26 partidos seguidos acababan de ver cómo LeBron James se mudaba a Miami y estaban en plena crisis de identidad; Los Sixers del Proceso, y de esos planteamientos de Sam Hinkie que acabaron siendo más mesiánicos que empresariales, estaban en medio de años de tanking industrializado en el que las derrotas eran bienvenidas mientras por el equipo pasaban montones de jugadores, muchos sin nivel NBA. Pero estos Pistons son otra cosa: no querían perder ni hacer cuentas para el próximo draft.
No, estos Pistons han pescado en los últimos tres draft un número 1 con perfil de jugador franquicia (Cade Cunningham) y dos números 5 (Jaden Ivey y Ausar Thompson). Y más (iremos con ello más adelante), así que la cuestión no era seguir jugando a la lotería, desde luego no después de quedarse sin Victor Wembanyama a pesar de una temporada de solo 17 victorias, la peor de toda la historia de la franquicia. Este año había que construir, de verdad. Pero…
Las reconstrucciones son un proceso básicamente inevitable (en uno u otro formato) por la propia estructura del deporte profesional estadounidense. Muchas veces un asunto sucio, han acabado elevadas a los altares por un nuevo perfil de aficionados de los que no sorprendería que tuvieran en su habitación posters de general managers y no de jugadores. Picks de primera y segunda ronda, mock drafts, Liga de Desarrollo… siempre un futuro que vender aunque haya que pasar por encima del anterior sin darle tiempo a ser presente. El Proceso de los Sixers, el ejemplo más recurrente, todavía no ha producido (y ya estamos bien metidos en el post Proceso) una final del Este pese a esos años en los que se arrastró por el barro el nombre de una franquicia histórica y Hinkie se convirtió en una especie de engolado héroe folk para esos aficionados que se han olvidado de que los partidos no se simulan como en el PC Fútbol: se juegan. Que hay gente, personas de verdad, que invierten tiempo y dinero en ir a los pabellones y que muchas veces solo quieren que su equipo gane ese partido, el de esa noche.
En todos los sitios, desde luego en una ciudad con tanta historia NBA como Detroit, hay aficionados que no saben el calendario en la próxima quincena, no miran a cuántos partidos están del play in y no tienen ni idea de qué demonios son las simulaciones de draft del Tankathon. Sencillamente quieren a su equipo, cada uno a su manera y en su medida, y esperan sentarse en su butaca o ponerse delante de la tele y pasar un buen rato. Y ganar. Quieren ir al barbero y hablar de rivalidades, canastas inolvidables, fallos de los que parten el alma, estrellas que se fueron o que vinieron, noches de baloncesto real. Habrá en Detroit muchos a los que no les importa nada si su equipo tiene o no sus rondas de los próximos drafts, que no ponen cara a Troy Weaver. Pero que se pueden pasar horas hablando de Isiah Thomas y Bill Laimbeer, de Chauncey Billups y los Wallace, de Bob Lanier y Davie Bing, hasta de lo que pudo ser y no fue Grant Hill. El corazón de las aficiones, donde residen adultos que se reservan el derecho a no serlo durante un puñado de horas, acaba pisoteado por las reconstrucciones cuando estas son el único plan, una religión para ejecutivos (la cofradía del santo despacho). O cuando se hacen profundamente mal y se acaban sucediendo: de reconstrucción a reconstrucción sin pasar por la construcción. Ahí está Detroit Pistons.
Tres lustros apilando equivocaciones
Los Pistons han caído al infierno después de demasiados años en el purgatorio. Es, que nadie lo olvide, una franquicia histórica y orgullosa, con tres anillos (solo hay cinco con más) y cinco títulos de la Conferencia Este (solo por detrás de Celtis, Bulls y Heat). Si hay que preguntarse dónde se rompió todo, la respuesta más obvia es 2008, cuando acabó la racha de seis finales del Este seguidas saldadas con un título (2004) y otro (2005) perdido en el séptimo partido. Un tramo de excelencia que los Pistons decidieron desmontar y en eso siguen, quince años después. Desde entonces, solo tres visitas a los playoffs saldadas sin victorias (triple 4-0). Ahora enlazan cuatro temporadas sin superar el 30% de triunfos con una mezcla de malas decisiones, errores catastróficos y mala suerte que ha llevado a esto, a las (aparentemente imposibles) 27 derrotas seguidas.
El propietario de los Pistons, el tercero en la larguísima historia de una franquicia que ha existido -de diversas formas- desde 1937, es Tom Gores. El sucesor del histórico Bill Davidson, que compró el equipo en 1974 por seis millones y siguió al frente hasta su muerte en 2009, cuando su viuda negoció una venta que miraba de frente a otra gran familia del deporte de la ciudad: los Ilitch, que controlan los Tigers (MLB) y los Red Wings (NHL). La falta de acuerdo durante 2010 permitió la irrupción de Gores, que oficializó la compra en 2011 por 325 millones, cantidad que la prensa de Detroit consideró “un regalo”. Gores (59 años) se había hecho de oro en el negocio del capital de inversión. Su fortuna está estimada en más de 9.000 millones de dólares y los Pistons valen hoy unos 1.900, en la parte de atrás de una NBA en plena burbuja de crecimiento (el valor medio de las franquicias ronda los 3.000 millones), y en todo caso un 854% más de lo que el propietario, al principio con la ayuda de su conglomerado de empresas, pagó hace doce años.
Gores nació en Israel pero a los cinco años ya estaba viviendo en Michigan. Alumno de Michigan State, su vínculo con la ciudad de Detroit es profundo. En la comparecencia a la que le obligaron los cánticos de “sell the team” (vende el equipo) que son cada vez más multitudinarios y frecuentes, dejó claro que el equipo estaba en una situación demencial y que habrá que cambiar cosas, pero también que se sentía orgulloso de todo lo que, desde los Pistons, se estaba haciendo por la comunidad. Él devolvió a la franquicia al downtown de Detroit por primera vez desde 1978 cuando llegó a un acuerdo con los omnipresentes Ilitch para dejar el Palace de Auburn Hills y empezar a jugar, a partir de 2017, en el Little Caesar Arena. Gores no va a vender los Pistons, es obvio aunque no lo hubiera recalcado ante los medios. Pero a estas alturas tendrá claro que está siendo un propietario nefasto en lo deportivo, por mucho que lo haya intentado casi todo... o precisamente por eso: la aproximación agresiva al mercado, el intento de competir por la vía rápida, ahora también una paciente esperanza en una teoría de la evolución deportiva que, está claro, tampoco está funcionando.
Con Gores salió de los despachos Joe Dumars, un mito de los Bad Boys (y uno de los escoltas más infravalorados de la historia, por cierto). Y han pasado por ellos Jeff Bower, Ed Stefanski, Stan Van Gundy como ejecutivo y entrenador (una moda pasajera de la que ahora reniegan las franquicias) y Troy Weaver, que llegó en 2021 desde Oklahoma City Thunder: madera de reconstructor. En el banquillo, a Van Gundy le dio el relevo un vigente Entrenador del Año, Dwane Casey; Y a este, que llegó en 2018 y se fue en 2023, un Entrenador del Año anterior (2022), Monty Williams. Como tenía garantizados 21 millones de Phoenix Suns si no entrenaba durante tres años, costó convencerle. Para hacerlo, Gores redifinió el concepto de oferta irrechazable: seis años y 78,5 millones de dólares con la posibilidad de llegar a ocho y 100, según incentivos y variables. Una media de unos 13 que suponen el sueldo más alto de un entrenador NBA. Gregg Popovich cobra 11,5, Steve Kerr 9,5 y Erik Spoelstra, unos 8,5. Más que cualquiera de la MLB y la NHL y solo por detrás de los grandes gurús de la NFL: Bill Belichick (20), Sean Payton (18), Pete Carroll (15) y Sean McVay (14).
Además, ejerce de gran consejero por encima del trabajo diario en las oficinas Arn Tellem, en su día el agente deportivo más influyente de Estados Unidos y, por ejemplo, el que guio la llegada de Kobe Bryant a la NBA y su redirección de Charlotte Hornets a Los Angeles Lakers. Así que Gores lo ha intentado. Ha invertido, ha cambiado, últimamente incluso ha esperado… pero nada ha funcionado. Ante la prensa habló de cambios de una forma lo suficientemente vaga. Pero se pudo interpretar que Tellem seguirá, que el sillón de Weaver está más caliente que el banquillo de Williams (aunque solo sea por el contrato de este); que se moverán en el mercado en busca de veteranos que ayuden a reconducir la situación y a pastorear un vestuario demasiado joven para absorber tanto bofetón y que, precisamente por esto mismo, el objetivo no será acumular más rondas de draft ni promesas por formar. Y sí, insistió en que no vende.
Todo lo que ha sucedido desde ese 2008 en el que los Pistons decidieron que ya no podían exprimir más al campeón de 2004 ha sido una sucesión de reconstrucciones sin éxito. Algunas sin sentido, otras sin suerte. Ni Dumars, ni Van Gundy ni ahora Weaver. Los pecados son habituales, alertas rojas para los devotos de estos procesos que muy rara vez son milagrosamente rápidos: picks de draft fallidos, contratos demasiado gruesos a destiempo, esperanzas infundadas a partir de brotes verdes que en realidad no esconden mucho más… En aquel 2008 que sirve como eje entre un pasado glorioso y un presente penoso, los Pistons traspasaron a Chauncey Billups. En 2006 se había ido Ben Wallace y en 2009 se marcharon Allen Iverson, el extraño retorno por Billups, y Rasheed Wallace. El primer intento de cambio puso la franquicia en manos de Rodney Stuckey, Ben Gordon y Charlie Villanueva: entre 2009 y 2015, cuando ya había llegado Van Gundy, los Pistons no pasaron nunca de 32 victorias y tuvieron cinco entrenadores distintos.
El equipo que intentó liderar Blake Griffin
El siguiente proyecto, el que supuso la ruina de la que los Pistons no se han recuperado todavía, fue el que apostó por Reggie Jackson (incluida una extensión de 80 millones por cinco años), Andre Drummond (130x5) y la llegada de Blake Griffin cuando los Clippers quisieron quitárselo de encima solo meses después de darle una extensión de 173x5. Por el camino, habían apostado por secundarios como Marcus Morris y Tobias Harris. Por Griffin dieron a Harris, Avery Bradley, Boban Marjanovic y una primera ronda que acabó llevando (con Miles Bridges como moneda de cambio) a Shai Gilgeous-Alexander a L.A. Ninguna herida se queda sin su puñadito de sal.
Los Pistons sobrevaloraron a Jackson, o tal vez las lesiones hicieron que el prime del base como aspirante a estrella se quedara en centelleo fugaz. Creyeron que Drummond era un pilar sobre el que construir el futuro cuando el pívot no encajaba en ese (carísimo) perfil, y apostaron por un Griffin de 28 años y con una salud ya delicada. Se ataron de pies y manos en lo económico, se quedaron sin bazas con las que operar… y solo lograron, en esos años, sus dos últimas barridas (4-0 en contra) en playoffs. La segunda requirió una temporada monstruosa de Griffin, que puso sus rodillas al límite y jugó al mejor nivel de su vida... para que su equipo acabara con un modesto 41-41 y eliminado en una serie contra los Bucks en la que él ya estaba muy mermado. Se perdió dos partidos, de hecho. Y nunca volvió a ser el mismo: en la siguiente temporada (2019-20) solo jugó 18 partidos antes de pasar por el quirófano. Y los Pistons cayeron ya al abismo: 20-46 en la temporada de la pandemia.
Esa mala identificación a la hora de invertir, de manejar los grandes contratos sobre los que tiene que orbitar todo lo demás, fue un lastre decisivo al que se sumó en 2016 aquel demente frenesí gastador de los equipos, cuando los nuevos contratos televisivos hicieron que muchos ejecutivos perdieran la cabeza. Con el salary cap disparado de 70 a 94 millones en un año, los Pistons pusieron su loco grano de arena con los contratos de Jon Leuer (42 millones por cuatro años), Langston Galloway (21x3) y Marjanovic (21x3). Cuando hubo que dar marcha atrás no tuvieron reflejos, o habilidad, o simplemente ya estaban en un pozo desde el que apenas podían manejarse. Y ese es otro de los pecados que echan para atrás los relojes y paralizan a las franquicias. Reggie Jackson salió vía buyout, igual que un Blake Griffin que perdonó 13 millones de los 53 que le quedaban por cobrar. Andre Drummond fue traspasado, cuando su contrato era una losa y su valor en el mercado mínimo, a los Cavaliers por John Henson, Brandon Knight y una segunda ronda. Y nada más.
Tobias Harris había salido en el traspaso por Blake Griffin. Para colmo, durante esos años y los siguientes, los Pistons tampoco tuvieron visión o paciencia con jugadores que han sido campeones, algunos como estrellas (Khris Middleton, lo eligieron con un pick 39) y otros como secundarios de lujo: Kentavious Caldwell-Pope (pick 8) y Bruce Brown (42). Hasta Spencer Dinwiddie (38) arrancó su carrera en Detroit pero fue traspasado... a cambio de Cameron Bairstow. Jerami Grant, fichado en 2020 a golpe de talonario (60x3) se marchó a Portland Trail Blazers por muy poca cosa, simple arquitectura financiera.
Demasiadas oportunidades perdidas en el draft
Todos fueron elecciones de draft que, con una perspectiva que a veces es ventajista, han acabado pareciendo acertadas. Todos se fueron por la puerta de atrás, incluido un Caldwell-Pope que forma parte de la larga lista de elecciones en lottery picks (top 14 del draft) con las que la franquicia ha patinado en los últimos años. El resultado es muy poco premio para tanta miseria, muy poco beneficio extraído de tantas derrotas: Austin Daye (justo fuera de la lotería, pick 15), Greg Monroe (7), Brandon Knight (8), Drummond (9), KCP (8), Stanley Johnson (7)... Cuando llegó Troy Weaver, operó con agresividad para tener tres picks de primera ronda y dejar su sello en el draft 2020: Killian Hayes (7), Isaiah Stewart (16) y Sadiq Bey (19).
Otra pifia en otro teórico reinicio. Hayes sigue sin romper y ya casi nadie le espera, y Bey acabó yéndose a los Hawks porque los Pistons no sabían que hacer con su renovación. No es un drama, pero sí una demostración de desgobierno porque al equipo le faltan aleros y tiro. Y le sobran pívots: en esa operación llegó James Wiseman, un número 2 del draft que salió rebotado de los Warriors y que su unió en Detroit a Marvin Bagley, un número 2 del draft que salió rebotado de Sacramento. Adquirir talento defectuoso y trabajar con él es otra práctica habitual de las reconstrucciones. Cuando funciona, da mucho lustre. Pero lo normal es que no lo haga.
En 2022 los Pistons subieron al pick 13 para llevarse a Jalen Duren. Así que han acabado con excedente de pívots (Steward, Duren, Wiseman, Bagley…) y con una falta dramática de jugadores para las alas porque sus principales elecciones han sido guards: Hayes, Cade Cunningham (número 1 en 2021), Jaden Ivey (5 en 2022), Ausar Thompson (5 en 2023). Este último puede jugar (y lo hace) de alero, pero su desastrosa puntería exterior genera unos problemas de espacios que a duras penas compensa (no todavía) con su excelente actividad en otras áreas (defensa, pase, juego en transición…).
Apenas hay veteranos porque se apostó en verano por cuidar la flexibilidad económica y dar espacio a los jóvenes. Bojan Bogdanovic ha estado lesionado, y seguramente su mayor servicio habría sido dar un buen retorno en un traspaso a un equipo de aspiraciones altas. Monte Morris también se ha parado en seco por los problemas físicos y Joe Harris y Alec Burks son una sombra de lo que fueron antes de (también) sus respectivas lesiones. Los Pistons no tienen ni manos expertas ni una rotación decente si se añade que jugadores como Bagley, Wiseman y Hayes dan una de cal por cada siete u ocho de arena.
Monty Williams, por su parte, ha hecho cualquier cosa menos estar a la altura del sueldo más alto de todos los entrenadores de la NBA. En lo emocional, a juzgar por la actitud del equipo demasiadas noches, y en lo táctico. Ha tardado mucho en reconocer qué quintetos pueden funcionar y cuáles son abismales, se ha empeñado en unidades que entorpecían los movimientos de Cunningham, ha jugado al gato y al ratón con la titularidad de Ivey… y solo en los últimos partidos, entre rachas horribles de pérdidas y tiros fallados, ha empezado a encontrar algo cuando ha juntado en pista a Cunningham, Ivey, Bogdanovic, Stewart y Duren.
El galimatías condujo a un precipicio (por ahora) sin fondo. Allí, en la nada, ningún jugador ha hecho por merecer una amnistía. O no ha sabido o no ha podido. Ninguna excusa se sostiene cuando se han apilado 27 derrotas seguidas. Ni siquiera en el caso de Cade Cunningham, obivamente el gran talento del equipo y un chico que, además y con 22 años, ha ejercido de portavoz en estos tiempos tan duros (”esto te va deshaciendo día a día”). Pero ni él puede salvarse de semejante desastre, un veredicto muy obvio para una plantilla con elecciones tan altas de draft, con tanto potencial teórico y al menos un par de aspirantes a estrella. Nada de eso se ve en la pista.
Esa pésima dinámica que ha ido devorando todo hace que sea imposible evaluar nada, saber quién es quién. Eso es lo peor que quedará, y ha sido así desde que Cunningham se lesionó tras jugar solo doce partidos en su segunda temporada, la pasada. Cualquier intento de construcción colectiva acabó ahí. Es tan obvio que los jugadores son más culpables que víctimas de la situación como que que ahora mismo es imposible ver nada que no sean defectos, problemas, limitaciones. A todos, incluido Cade, se les ha rebajado el techo. Y es muy probable que también todos (seguramente menos Cade) estén en el mercado si llega la oferta adecuada. Es el precio del desastre, las consecuencias de perder más de lo que nadie ha perdido nunca.
De esto, si todo sigue así, no quedará nada. Lo que venga, aunque seguramente con algunos supervivientes de este Titanic de AliExpress, será otra historia, otro proyecto, un nuevo amanecer. Los orgullosos Pistons son ahora un hazmerreir, un saco de golpes contra el que, para colmo, nadie quiere perder para no salir en una foto que ya será histórica. Su temporada negra no es un solo un colapso extraordinario. Es una cosecha infame, en formato funeral vikingo, en la que confluyen tres lustros de errores continuados. de hacer todo, absolutamente todo, rematadamente mal.