Las universidades estadounidenses se enfrentan a un ajuste de cuentas sobre la libertad académica
Su tratamiento del antisemitismo pone de manifiesto incoherencias más amplias en materia de libertad de expresión.
Los presidentes describieron con precisión lo que está permitido según los códigos de expresión de sus facultades, que siguen de cerca la Primera Enmienda. Los discursos odiosos están permitidos siempre que no se conviertan en acoso discriminatorio o inciten a la violencia. No es lo mismo sostener una pancarta con un lema infame en una manifestación que enviar mensajes de texto amenazadores. El contexto sí importa.
Gran parte del rechazo se debe a la falta de credibilidad de las propias universidades cuando se trata de proteger la libertad de expresión. “Cuando han intentado defender la libertad de expresión, nadie les ha tomado en serio porque la han tratado con un doble rasero”, afirma Greg Lukianoff, de la Foundation for Individual Rights and Expression (FIRE), un grupo de defensa de los derechos individuales. De las casi 250 universidades evaluadas por fire, Harvard y Pensilvania figuran como las dos menos hospitalarias con la libertad de expresión y la investigación abierta, según las encuestas y los casos de cancelación de conferencias y sanciones a profesores.
El profesorado y los estudiantes de las universidades de élite se sitúan mayoritariamente en la izquierda política. Esto crea un clima de censura en el que se coartan las voces conservadoras, incluso cuando no hay ningún administrador implicado. Carole Hooven, una científica que afirma que el sexo es binario, dejó Harvard tras ser tachada de transfóbica por los estudiantes. “Me sentí como si tuviera la peste”, dice sobre su marcha. Alumnos y profesores se autocensuran por miedo al ostracismo, que “a menudo está respaldado por la incertidumbre sobre cómo responderá la universidad”, argumenta Keith Whittington, profesor de política en Princeton. “Puede que la universidad te cubra las espaldas, pero puede que te tire debajo del autobús”.
¿Qué lecciones aprenderán los dirigentes universitarios de esta última polémica? Su objetivo inmediato es la seguridad laboral. Sally Kornbluth, la presidenta del mit, parece segura: el órgano de gobierno de la escuela dice que la respalda. Claudine Gay, su homóloga en Harvard, aún no ha recibido una declaración similar, aunque más de 700 profesores firmaron una carta en su apoyo. Las consecuencias a largo plazo aún no están claras. Tal vez las universidades avancen hacia un enfoque coherente y neutro de la libertad académica. Pero eso no es lo que piden los donantes ni los políticos, señala Whittington. En realidad, exigen que se amplíen las restricciones a la libertad de expresión en nombre de la seguridad. Los incentivos y las presiones pueden significar más incoherencia.