Jordan: “Pensaban que acabaría en la gasolinera de mi pueblo”

En 1989, Michael Jordan relataba cómo vivía su ascenso al estrellato: “No confío en ninguna mujer, solo en mi madre. Es la Defensora del Año”.

Juanma Rubio
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El próximo 17 de febrero, ya en 2024, Michael Jordan cumplirá 61 años. Después, el 16 de abril, se cumplirán 21 años desde que jugó por última vez en una pista de la NBA. Fue el cierre de esa extraña etapa en los Wizards, un periplo que los años no han hecho más que volver más confuso, más desconcertante para los ojos. Sucede a veces. Air Jordan, el mito, llevará siempre la camiseta de Chicago Bulls. Y ahí, en su inabarcable leyenda, su último partido lo jugó el 14 de junio de 1998. En Salt Lake City. Ya se sabe, robo a Karl Malone, yo-yo hasta el otro lado de la pista, finta furiosa a Bryon Russell y suspensión de seda (86-87).


Seguramente la canasta más icónica de la historia de la NBA. Y su sexto anillo en ocho años. El segundo threepeat. Tenía 35 años y 117 días, había anotado 45 de los 87 puntos de su equipo para evitar (2-4, finalmente) un séptimo partido que olía a funeral para unos Bulls física y psicológicamente agotados. Tostados: The Last Dance, ya se sabe. La NBA en su cima, la autopista supersónica en la que Jordan había convertido la casa que levantaron, desde básicamente ruinas, Larry Bird y Magic Johnson. 35,8 millones de personas vieron ese sexto partido de las Finales de 1998. Un rating de 22,3. La NBA devorada por las masas. En su cima. Michael Jordan, en el Olimpo.

Pero ¿cómo se veía el mito antes de serlo? Es siempre un placer recurrir a la hemeroteca y ver las cosas como se escribían entonces, sin la pátina que ahora inevitablemente tiene todo lo que se diga de Michael Jordan gracias a todo lo que sabemos de Michael Jordan. Es una ecuación sencilla. Una hemeroteca en la que está, por ejemplo, un extenso reportaje de la revista GQ para su portada de marzo de 1989. Más de dos años antes del primer anillo. Con traje y corbata, botando un balón y compartiendo espacio con reportajes que explicaban por qué a las mujeres les gustan los hombres peludos o cuáles eran los lugares ideales para irse de vacaciones. Michael Jordan, repasando su camino hacia el trono de la NBA, todavía incompleto, en un texto de David Breskin, periodista de Nueva York. Titulado “Michael Jordan en su propia órbita” y con un fuerte acento puesto en la génesis de la súper estrella, en el chico nacido en Brooklyn pero forjado en las calles de Wilmington, en Carolina del Norte. Donde, mientras él se debatía entre las canastas y el bate de beisbol, pocos veían a una futura estrella de la NBA en él. No digamos, al que seguramente sea el mejor jugador de todos los tiempos: “Todo el mundo pensaba que iría a North Carolina, chuparía banquillo durante cuatro años y volvería a Wilmington para trabajar en la gasolinera”.

Cuando se escribió el reportaje, Jordan tenía 26 años. Jugaba con un contrato de 26 millones por ocho años con los Bulls, pero por entonces ya generaba unos cinco millones al año fuera de las pistas. El imperio crecía, la significación del deportista (no digamos, del deportista afroamericano) se transformaba a medida que él se convertía en una mina de oro. Todo el día grabando anuncios. Todo el día trabajando y manteniendo un estricto cuidado de su cuerpo, lo que le había enfrentado a sus primeros compañeros de los decrépitos Bulls a los que él llegó, en 1984. El artículo recuerda cómo Jordan se había espantado al encontrar a sus compañeros, durante la pretemporada y en un hotel de Illinois, de fiesta en una habitación: alcohol, marihuana, cocaína… Nervioso, les dijo que se lo pasaran bien y se marchó. Nervioso, se planteó si finalmente solo eso tendría la NBA para él. Pero no dudó, no demasiado: “Si se iban a enfadar conmigo por intentar tener unos hábitos positivos, sería que estaba pisando algunos pies de lo más blandos”.

Aquel Jordan de GQ era un jugador que estaba encontrando su marcha definitiva, el motor último de su juego. Al que el público había pasado a respetar de forma unánime después de unos primeros años en los que algunos pensaban que había más show que sustancia, más vuelos hacia la canasta y tormentas de puntos que chicha para hacer crecer a su equipo: “Cuando me concentro en mi juego, no creo que nadie pueda pararme. Es un sentimiento muy fuerte, y las connotaciones son muy fuertes también: cuando cojo la pelota, estás a mi merced. No hay nada que puedas hacer o decir. Mi defensor está bajo mi mando, puedo jugar con él como con una marioneta. Es algo que no hago en la calle, en la sociedad. Pero en los partidos… sí”.

El muy breve primer empleo en un hotel

Jordan repasa su infancia. El accidente con un hacha que casi le cuesta un dedo y, por lo tanto, lo que iba a ser una carrera esplendorosa. Tenía solo cinco años. Casi pierde un pulgar, y ese es su primer recuerdo de la niñez. El dolor del corte, el miedo y la quemazón cuando una vecina confunde alcohol con queroseno, lo que finalmente rocía sobre la herida. Nunca fue a cultivar tabaco junto a sus hermanos, y cuando su madre le obligó a buscarse un trabajo de verano, lo intentó como chico de mantenimiento en un hotel: “Lo dejé en seguida. No era para mí. No podía seguir los horarios con disciplina. Después, no volví a tener otro trabajo”. Por suerte, el baloncesto llegó de forma natural, aunque tardía. Su cuerpo tardó en dar un estirón con el que pocos contaban: “En mi familia no había nadie de más de 1,80. Así que le preguntaba a mi madre cuánto medía el lechero, cuánto medía el cartero…”. Después, en 1989, todavía no hablaba de relaciones formales y se sentía incómodo cuando tenía que maridar el éxito con su vida personal: “No hay mujeres en mi vida. No confío en ninguna, solo en mi madre. Así que puedes decir que ella es la Defensora del Año”.

En el artículo, Jordan también habla con candidez de un asunto que fue después recurrente a la hora de valorar su legado: la raza. Jordan estaba rompiendo tabúes, adentrándose donde muchos afroamericanos no habían puesto el pie todavía: “Creo que empiezan a verme como una persona, a secas. No como una persona negra. Creo que eso es terreno desconocido para la sociedad. Me alegra ser pionero. Cuando pido que no se piense en mí como blanco o negro, lo que quiero decir es que se me mire como persona. Sé cuál es mi raza. Pero veo a esos niños blancos, cómo me miran cuando todavía no tienen edad para entender nada sobre eso. Si me ven y disfrutan viéndome jugar, ven la persona que soy y les gusta, creo que estoy logrando algo. Pero si fracaso, llegarán sus padres y a saber qué les dirán. Ellos pueden ser los que les hagan dejar de pensar en Michael Jordan la persona y pensar en Michael Jordan el tipo negro”. ¿El precio de la fama? Es otro aspecto que empezaba apenas a comprender: “Estar en un pedestal es un cumplido. Pero es doloroso que se vea a una persona por encima de otras. Si voy a un restaurante, es probable que no tenga que pagar. Pero la gente pobre tendrá que fregar platos para pagar. Y yo, que podría permitírmelo, no tengo que pagar”.

Por entonces, Jordan ya dormía apenas “cinco o seis horas al día”: “Me despierto con pesadillas. Siempre es algo que he hecho mal. He robado un banco, he tomado cocaína, he sucumbido a la presión de las drogas, de la bebida… esas son mis pesadillas, que he hecho cosas que destruirán lo que mucha gente piensa de mí. Ese es el peor pensamiento para mí, qué pasa si cometo un error, cómo será visto. Todo el mundo cree que es fácil ser Michael Jordan por todas las cosas buenas que me están pasando, pero lo que más me asusta son las cosas malas, las que podrían destruir la imagen que se tiene de Michael Jordan. Ese es mi gran miedo”.


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