Cierra los ojos e imagina
Se cumple una semana de la inhumana invasión terrorista a Israel. Familias enteras fueron aniquiladas. Niños secuestrados, mujeres ultrajadas, bebés calcinados. Soldados decapitados. La siguiente recreación intenta sumergirse en unas de las horas más oscuras del siglo XXI
Imagina que junto a tu familia vives en un kibutz. Cualquiera. No importa. Es una comunidad donde todos los vecinos se conocen. Están cerca de la frontera con Gaza, bien al sur de Israel. Pero sus preocupaciones, hoy, son las cotidianas: trabajo, salud, estudios, amigos, seguridad de sus más cercanos. Son una familia estándar: matrimonio con tres hijos, todos de edades bien diferentes. Uno, el mayor, tiene 18. La segunda, 9. Y el menor es un regalo de la vida de apenas dos meses. Es viernes por la noche. Todos se acuestan poco antes de la medianoche tras la cena de Shabat. Todos salvo uno. Dos celulares permanecen encendidos, por cualquier cosa. La impaciencia es la usual cuando uno de los chicos no está en casa.
El más grande decidió ir con amigos a un recital. Un festival de música trance. No está muy convencido de ir, pero su grupo más íntimo lo persuade. Va a ser una verdadera fiesta de música al aire libre. Bailarán, conocerán gente, se divertirán. Cosas de adolescentes. Se llama Tribe of Nova, “la tribu nueva”. Se respira libertad. El mega show queda justo en la frontera con Gaza y no es la primera vez que se celebra ese recital, aunque sí la primera vez que concurre.
Ya es sábado. Después de transpirar demasiado, cuando el sol ya asoma y la música, el baile y las piernas languidecen, muchos de los jóvenes presentes allí comienzan a observar que desde el cielo caen -a unos pocos cientos de metros- hombres en parapentes motorizados y alas deltas. ¿Qué es todo aquello? También se distinguen, más lejos aún, las estelas de lo que parecen ser cohetes en medio del desierto. No. Definitivamente, no era parte del show.
El infierno está despertándose.
Camionetas todoterreno y motocicletas con terroristas fuertemente armados, con chalecos antibalas y el rostro en ocasiones encapuchados con distintivos verdes, fulminan a quien se cruza en su camino. A algunos los toman prisioneros fugazmente para luego exterminarlos. A otros los liquidan en los baños químicos que se habían colocado en hilera: un distópico paredón de fusilamiento. El hijo mayor de 18 años que se había ilusionado con vivir una fiesta electrónica, súbitamente transita segundos inverosímiles, apocalípticos. Toma su celular, tembloroso y llama a su padre, ¿o a su madre? Es lo mismo. “¡Nos están matando! ¡Te amo! ¡Tengo miedo!”. Las palabras y los sentimientos brotan desordenados.
¿Lo imaginas? ¿Puedes reconstruirlo en tu cabeza?
El hombre, del otro lado de la línea y aún en shock, trata de despabilarse y apartar sus sueños recientes de esta nueva pesadilla cuando a su lado, el amor de toda la vida le pregunta qué pasa. Y le repite: “¿Qué pasa? ¡¿Qué pasa?!”. No hay respuesta. No hay nada. Sólo pensamientos desarreglados. Intenta acomodar su mente mientras vuelve a llamar a su hijo, mudo. Pero nadie atiende del otro lado. Los corazones laten más deprisa y el estrangulamiento de las cuerdas vocales comienza a desordenar el resto del pecho. “¡Los están matando! ¡Lo están matando!”, dice con la respiración arrítmica.
En ese momento se oyen alarmas. La niña de 9 se despierta. Rutinariamente, como cada vez que escucha esas sirenas, se acerca a sus padres y pregunta si deben ir al refugio. Ambos se mueven raudos, pero no responden. Actúan. Alzan al bebé que desde hacía pocos minutos había comenzado a retorcerse en su cuna al lado de la cama matrimonial. Se calzan, se colocan algún abrigo improvisado y deciden ir al bunker de protección, mientras intentan comunicarse sin éxito con su hijo mayor.
¿Lo imaginas? ¿Puedes hacerlo?
De pronto, una explosión hace vibrar la casa. Se estremecen los cuatro. Habrá sido un cohete, piensan, todavía con el eco del grito desgarrado del hijo mayor retumbando en sus cabezas: “¡Tengo miedo!”. Seguía sin responder los llamados ni el WhatsApp.
Los celulares comienzan a sonar. Casi al unísono. Mensajes, notificaciones y llamados. Pero no responden al ver que no era su hijo. Lo único que les importaba.
Con el bebé en brazos y la niña tomada de la mano, se acercan a la puerta. Pero algo los frena: escuchan gritos. Alaridos. Se hacen cada vez más claros a medida que se aproximan a la salida. Eran en árabe. ¿En árabe? ¿Qué está pasando? De pronto: ¡boom! La entrada de su hogar colapsa de un golpazo antes de que pudieran salir. La madre, instintivamente, aprieta más sobre su pecho al bebé cubierto con una manta. La pequeña de 9 finalmente larga el llanto que tenía contenido, mientras el padre se interpone entre los terroristas y el resto de la familia. Siente que podrá ser un escudo.
Lo barren de un golpazo en la cabeza. Queda aturdido, ensangrentado, hasta que recobra, más o menos, la razón. Lo que quedaba de ella. No entiende el significado de los chillidos que brotan de la boca de los invasores. Pero sabe, en un brevísimo rapto de lucidez, que sobre esto quiso advertirlos su hijo mayor cuando llamó por última vez a su nido. Estaba seguro, también, de una cosa: toda la familia comulgaba con el mismo miedo.
¿Lo imaginas?
Finalmente, los terroristas barren a balazos a la madre, quien en un reflejo póstumo deja caer a su bebé envuelto en mantas sobre un sillón. El padre salta sobre su hija, pero ambos son masacrados, ahí, en la sala principal de la casa, donde el humo de las armas automáticas de los yihadistas espesa el aire e impide ver las fotografías de una familia que sonrió casi siempre, hasta ese momento. Toman al bebé, un trofeo, incendian la vivienda y se marchan. Sonríen. Festejan. Están borrachos de sangre.
Se llevan al recién nacido. Dos meses. Llora. Se burlan. Lo sacuden para ver si de esta forma cesa en su llanto. Pero tiene hambre, no se detendrá, hasta cruzar a Gaza. Y nada más se sabe del único sobreviviente de esa familia israelí.
¿Lo imaginas?
Todos estos hechos fueron recreados en este artículo, sí, pero ocurrieron, de una forma u otra en diferentes hogares y familias. Sucedieron separados entre sí, a pocas casas uno de otros, aunque unidos por la barbarie yihadista. Millones de israelíes sufrieron hace apenas una semana -de forma directa o indirecta- la cacería de una hija o amiga en la fiesta trance Tribe of Nova, un cementerio de 320 seres humanos; o el fusilamiento de una madre, un padre o una abuela en un kibutz. El secuestro de una hija, nieto o sobrino. O la decapitación de un pariente enrolado en el ejército. O la incineración del recién nacido de un amigo.
Son hechos e imágenes que no se borrarán nunca de la memoria. Quedarán tatuadas para siempre durante generaciones. Como esas marcas numéricas que en los campos de concentración les colocaban a los judíos durante el Holocausto.
Ahora, cierra los ojos. E imagina que eso, en tu casa, te ocurre en las primeras horas del sábado, dondequiera que estés.