El joven de 19 años que fue el primero en fugarse de Auschwitz y alertó al mundo de la matanza
Rudi Vrba logró escapar del campo de concentración más sangriento después de estar más de 80 horas quieto para no ser descubierto. Caminó 130 kilómetros hasta su Eslovaquia natal. Allí escribió un informe en el narró el horror vivido. Salvó, con ese documento detallado, más de 200.000 vidas de los judíos húngaros
Nadie había podido escapar con vida. A veces se trataba de una falsa alarma. Y al que faltaba lo encontraban desvanecido o muerto, de inanición, por debilidad o por la violencia de uno de sus carceleros, en algún rincón del campo de concentración. Nadie podía escapar de Auschwitz.
Tener las probabilidades en contra no acobardó a Rubi Vrba y a Franz Wetzler. Tenían que salir de allí. O al menos intentarlo. Llevaban dos años encerrados y veían que los muertos eran cada vez más. Los trenes llegaban sin cesar, rebalsados.
Vrba descubrió que el sistema tenía un punto débil. El sector exterior del campo, el perímetro no tenía vigilancia permanente, más allá de los soldados que estaban en las garitas de control elevadas. Los nazis confiaban en el mal estado de los internos (hambre, debilidad, enfermedades), en sus más de 2.000 soldados, en los 200 perros entrenados para rastrear y en la doble hilera de alambrados electrificados, para encontrar al que faltaba en el recuento de cada tarde.
Vrba y su compañero pensaron que debían crear un buen escondite, permanecer ocultos esos tres días, y en la primera noche que la vigilancia se levantaba, escapar hacia Eslovaquia, su tierra natal.
Alguien les encontró la guarida perfecta. Un pequeño refugio debajo de montones de leña. Lo acondicionaron de a poco. Construyeron una especie de recámara, en los que sólo entraban dos personas acostadas y pegadas, por si los nazis se aproximaban. Los que trabajaban en los depósitos les consiguieron zapatos, camisas, trajes y hasta sombreros. Eran imprescindibles. Fuera de Auschwitz no durarían demasiado con los ajados uniformes a rayas del campo de concentración, la delgadez extrema y las cabezas rasuradas: llamarían demasiado la atención. Y para llegar al destino final debían poder pasar desapercibidos durante un buen tiempo. También tenían cigarrillos, encendedores que ellos mismos habían fabricado, pan, margarina y agua para varios días.
El 7 de abril de 1944 hicieron la parte fácil. Se escabulleron de los grupos en los que se movían, removieron una pila de leña, levantaron una tapa del suelo y se metieron en su escondite. A las pocas horas escucharon la sirena estridente. A partir de ese momento supieron que no debían moverse, ni hablar. Para asegurarse de no ser escuchados, cada uno se puso una mordaza de tela, por si respiraban fuerte, por si la tos sobrevenía con los perseguidores cerca. Tomaron un recaudo más: siguiendo el consejo de un soldado soviético que conocieron en el Lager, durante los días previos embebieron tabaco en gasolina y lo dejaron secar al sol. Con esa masa taparon las rendijas de las tablas que oficiaban de escotilla de su guarida y también la esparcieron el pasto que estaba alrededor. El tabaco con el combustible debía desorientar el olfato de los perros.
En esas horas escucharon gritos, los ladridos de los perros, las pisadas sobre su cabeza y hasta a algún soldado nazi removiendo la leña que los protegía. En esas ocasiones, ellos se amontonaban en la recámara (esto no significa que el otro espacio fuera amplio: apenas entraban sentados con las piernas recogidas). Cuando algunos de los soldados estaba muy cerca, ellos dos sacaban sus cuchillos; estaban dispuestos a sucidarse, a no dejarse atrapar con vida: sabían que si no los torturarían, los expondría frente al resto de los detenidos y que dejarían sus cuerpos, con carteles colgando del cuello, durante días en el patio central.
En el anochecer del tercer día, escucharon las órdenes de detener la búsqueda. Esperaron un tiempo más antes de moverse.
El plan marchaba bien, según lo planeado. Pero al iniciar la segunda etapa se encontraron con dos problemas que no habían previsto. Las ochenta horas de quietud habían hecho que sus músculos se entumecieran. Cuando quisieron ponerse en marcha, ni las piernas ni los brazos les respondían. Era como si se hubieran olvidado cómo se movían. Durante horas sintieron un hormigueo que creyeron no se iba a ir nunca. El otro inconveniente fue lo único que no habían practicado: cómo levantar la tapa que protegía su escondite. Durante algunos minutos creyeron que no iban a poder hacerlo, que ese refugio sería su tumba. Hasta que lograron moverla lentamente y salir. Sin los guardias, no les resultó complicado sortear el alambrado: les habían informado en qué lugar era más vulnerable.
Con un mapa precario caminaron hacia su tierra, hacia Eslovaquia. Debían atravesar 130 kilómetros, guiándose por ese papel borroso y por el río como referencia, sin llamar la atención, pasando desapercibidos. Tardaron 11 días en llegar a destino.
Rudi Vrba y Franz Wetzler habían logrado escapar de Auschwitz. Habían sido los primeros en hacerlo.
Jonathan Freedland tenía 19 años cuando fue con su padre a ver un documental de 9 horas al cine. Era Shoah de Claude Lanzmann. Los testimonios descarnados, la desnudez estética, las caras surcadas de los que hablaban a cámara lo conmovieron. Pero hubo un testimonio en particular que lo estremeció: el de Rudi Vrba. Un hombre de traje, que hablaba inglés, serio, que cuando emprendió esa fuga imposible tenía 19 años, la misma edad que Jonathan. Parecía más joven y mundano que el resto. A Freedland esa historia, esa vida, le quedó rondando la cabeza y se propuso hacer algo con ella. Este periodista, colaborador frecuente del diario inglés The Guardian y del New Yorker, cuarenta años después de esa jornada en el cine, escribió El Maestro de La Fuga, el libro que acaba de editar Planeta y en el que narra la vida de Rudi Vrba.
All llegar a Eslovaquia, los dos fugados no descansaron. Redactaron un informe de 40 páginas sobre lo que ocurría en Auschwitz. No podían valerse de papeles, ni de anotaciones; era muy riesgoso si alguien en medio de su escape encontraba esos apuntes entre sus ropas. Así que debían recurrir a su memoria, a su poder de observación. Rudi Vrba tenía una memoria prodigiosa. Logró reconstruir lugares, circunstancias y hasta calcular cifras de víctimas, muy cercanas a lo real.
Rudi Vrba no sólo se convertía en el primero (o uno de los primeros porque no queda claro si hubo algún escape previo: lo que sí se sabe es que a lo largo de la historia del lager fueron muy pocos, no más de seis judíos los que consiguieron escapar) en fugarse de Auschwitz, sino que elaboró junto a su compañero un informe muy detallado sobre las matanzas y el funcionamiento de la máquina asesina. Necesitaban alertar al mundo de lo que sucedía. Y detenerlo.
Después de escrito, tuvieron que traducir y hacer copias para distribuirlo por toda Europa y Estados Unidos. Ese informe construido sin descanso en ese sótano eslovaco llegó, en pocos días, al escritorio de Churchill, Roosevelt, De Gaulle, del Papa Pío XII y hasta de Himmler. También recorrió las redacciones de los diarios más importantes de Occidente. De a poco la información se empezó a conocer.
Al principio, al conocerse las cifras y los grandes hechos: la matanza y las cámaras de gas, fueron muchos los que descreyeron, a los que tamaña tragedia les parecía inverosímil, desafiaba su credulidad. Pensaban que todo era producto de la imaginación afiebrada de dos jóvenes. Pero el informe era contundente. Describía instalaciones, desnudaba mecanismos, exponía cifras atroces. Rudi conocía muy bien el funcionamiento del sistema. Porque en un inicio fue destinado a la cuadrilla que debía vaciar y limpiar los trenes a su arribo. Su tarea era desalojar los vagones, sacar a los muertos (y a los moribundos), tirarlos en un camión, cuyo destino final sería el crematorio. Las tareas debían hacerse a toda velocidad: había que despejar la vía para que llegara el siguiente tren, el siguiente contingente, sino los que irían a parar al crematorio serían ellos. Mientras ´le realizaba esa tarea, veía, sobre el andén la tarea de selección. El 90 % era desechado y enviado de inmediato a la cámara de gas, con la excusa de que se darían una ducha. Después estuvo en la parte del depósito en la que clasificaban los bienes que los prisioneros llevaban a Auschwitz. Al ver la ropa y los utensilios que cargaban se dio cuenta que la gran mayoría creía que serían enviados a otro lado para poder seguir con sus vidas. También fue parte del sector de registración, en un trabajo de oficina que le proveyó información muy valiosa.
Con los años Rudi Vrba sostuvo que si en Hungría se hubiera dado a conocer antes su informe, se hubieran evitado más de 400.000 muertes. Las deportaciones empezaron en esas fechas y los judíos húngaros aceptaban subirse a los trenes –bajo la amenaza nazi, bajo la coacción de las armas y la prepotencia- porque creían que sólo se trataría de un reasignamiento. Vrba creía que si hubieran conocido que serían asesinados apenas llegaban en las cámaras de gas, que la única salida era por las chimeneas de los crematorios, se hubieran rebelado, se hubieran producido revueltas. Muchos historiadores sostienen que es una hipótesis difícil de comprobar. Lo que si sucedió es que cuando el informe Vrba- Wetzler se difundió, el gobierno húngaro debió detener las deportaciones y eso salvó la vida de al menos 200.000 judíos húngaros.
Kasztner, el principal dirigente judío de Budapest, no dio a conocer el informe. Se dijo que su motivación fue no frenar las tratativas que mantenía con Adolf Eichmann para lograr salvar a los judíos húngaros. Lo que sucedió fue que con su silencio Kasztner logró que 1684 judíos húngaros fueran salvados (entre ellos su familia, sus mejores amigos, hombres poderosos y él mismo) y que 437.000 fueran deportados y asesinados. Vrba sostuvo que el dirigente sólo se benefició él mismo y a los suyos. A mediados de la década del cincuenta, cuando era un importante dirigente israelí, Kasztner fue asesinado, el grupo que lo ejecutó dijo que se trató de un ajuste de cuentas por su actuación en la deportación de los húngaros.
Antes de la guerra, Rudi se llamaba Walter Rosenberg. Cuando se fugó de Auschwitz, sus nuevos papeles, los documentos apócrifos que le proveyó la resistencia estaban bajo el nombre de Rudi Vrba. A partir de ese momento, como un gesto hacia una nueva vida, utilizó ese nombre por el resto de sus días. No quería llevar ninguna marca germana.
Se recibió de bioquímico, trabajó en la Checoslovaquia comunista, pero el clima autoritario lo hizo huir una vez más, él ya había visto eso. Fue a Inglaterra y unos años después se radicó en Canadá.
Freedland afirma que Rudi “se escapó cuatro veces: primero, de Topolcany, su ciudad natal, cuando llegó la orden de deportación; luego, del campo de detención de Nováky; de Auschwitz; y por último, de la Checoslovaquia comunista”.
No fue un sobreviviente dócil, que repetía su historia y oficiaba de tranquilizador y de testimonio tranquilizador del resto. Siempre se mostró combativo, desafiante y exigió respuestas. Aun equivocándose enarboló su propio pensamiento y defendió sus convicciones con firmeza.
Freedland, sostiene que Rudi Vrba debería ser más conocido, que su solo nombre debería evocar toda la tragedia de la Shoah y, por supuesto, una actuación digna, casi heroica. Para el biógrafo, Rudi debería integrar la galería que componen Ana Frank, Primo Levi y Oskar Schindler, entre otros.
Rudi Vrba fue el primero que escapó de Auschwitz y fue el primero en dar a conocer al mundo detalladamente el horror de la maquinaria de la muerte creada por los nazis.