ANÁLISIS / Miseria contra opulencia

José Vladimir Nogales, JNN Digital

Tampoco en la temida altitud de La Paz. Bolivia concretó otro siniestro inicio de una eliminatoria con una de esas derrotas (0-3) que perdurarán en la memoria, que cierran ciclos, vuelan entrenadores, limpian plantillas, sacuden palcos y arrancan abucheos en la grada. Una de esas derrotas que invitan a rasgarse las vestiduras. Fue ante una Argentina sobresaliente. Pero no ante una Argentina cualquiera, de esas que se acurrucaban en su campo, en plan victimista, magnificando los efectos de la altura. Fue ante el vigente campeón mundial y su constelación de astros, ante una Argentina desinhibida, agresiva y prolija que impuso su enorme categoría individual –aún sin Messi- y colectiva.

No se le escapó a la Bolivia de Gustavo Costas ni un pecado ni una desdicha: un gol adverso a la media hora, una expulsión, una inaudita secuencia de errores infantiles, diseño pobre, un esperpento en las dos áreas y un abandono absoluto de sus futbolistas principales, más allá de la vergüenza de Viscarra y el propósito de enmienda de Martins, abandonado en la nada.

Las megacrisis del fútbol tienden a coger carrera. Empiezan con un mal resultado (explicable el de Belén, no en la forma ni en la magnitud), luego llegan más, que ya no lo son tanto, y poco a poco la cosa deriva en pandemia: las porterías (ajenas) empequeñecen, los postes (ajenos) son de roble, los rivales se agigantan, la primera oportunidad enemiga acaba en gol y el público, el equipo, el palco y hasta el Siles, y la temida altitud donde se sitúa, son un flan. Bolivia siguió el manual del siniestro total al pie de la letra. Antes de la media hora, Jusino –cuya titularidad es menos cuestionada que su convocatoria- cumplió con su rutina de extravíos, perdiendo dos balones en salida; Viscarra encajó un gol tras nueva claudicación de Fernández en su banda (salió lejos, fue quebrado, volvió al trote, dejando un agujero a su espalda), y otro en una pelota parada, resuelta insólitamente por Tagliafico, que escapó de la mansa custodia de Martins. El atacante se marchó apesadumbrado. A la grada le entraron ganas de acompañarle en el duelo. Fue el mayor apocalipsis en mucho tiempo, sino el mayor de todos.

En medio de esa crónica de sucesos quedó el baile de Argentina a un equipo histérico, desbordado a espaldas de sus volantes y por la genialidad de Di María. Fue vencido extraordinariamente en los flancos, especialmente el de Roberto Fernández, superado por el oleaje de De Paul, Enzo Fernández y McAllister (que se ubicó como medio centro, liberando al ex River como interior) en el centro y consumido por los nervios, la falta de soluciones y la presión de la localía, esta vez inútil ante la inexistencia del factor humano que activase su temida incidencia. Los goles de Fernández y Tagliafico no fueron sólo consecuencia de una primera mitad de pesadilla, sino la punta del iceberg: los argentinos inquietaron repetidamente a un Viscarra desamparado, expuesto a la conspiración de sus zagueros y al inquietante anonimato de sus centrocampistas. Antes de la torpe autoexclusión de Roberto Fernández (un mal control le llevó a una barrida imprudente), Bolivia intentó abandonar la retirada y cayó en la cuenta de que aún tenía vida, porque, insólitamente, Costas detectó la desorientación de Villamil y procedió a un imperativo relevo (que, con ignominia, debía aplicarse a otros elementos tan baldíos como el abruptamente extirpado), vilmente neutralizado por la grosera elección del sustituto. La inserción de Moisés Villarroel nada recompuso del caótico desbarajuste funcional que Bolivia padecía, sometido por un rival tremendamente superior, pero también clamorosamente disminuido por su abyecta e insoluble pobreza técnica. Así se fue al descanso Bolivia, maniatado, tiroteado y sin recambio, no sólo en el banco de suplentes o la plantilla. Sin recambio en la baraja global de la competencia doméstica. Una condena y una autocondena.

El equipo de Costas sufrió la misma patología que le ha descompuesto con Farías. Son síntomas repetidos. Sus desconexiones defensivas, retratadas en el Siles por la transparencia en salida, la falta de opciones para jugar, el balón parado y el repliegue paupérrimo, autorizaron la victoria de Argentina, pero todavía quedó más señalado por su incapacidad futbolística con el balón en los pies. El juego de Bolivia fue pobrísimo. Se le atravesaron las tres líneas de presión tan características y bien trabajadas en los equipos de Scaloni, sin que diera alguna sensación de peligro durante todo el partido. Las razones fueron variadas.

Bolivia buscó preferentemente el juego por las orillas porque no encontró conexiones por dentro, donde Villamil (luego Villarroel) y Ursino no ofrecían líneas de pase a la desprolija salida del fondo, ni ellos hallaba una ruta nítida –y próxima- para activar a los distantes atacantes, prisioneros de la rígida custodia de curtidos centuriones. Faltaba un volante que se ofreciese a los medios y que los enlazara con atacantes baldíos. Los laterales, salvo un arranque de Fernández que derivó en un centro para Abrego, nunca dispusieron de espacio para progresar. El esquema 5-3-2 imponía una escenografía desfavorable para los laterales, porque debían trepar solos, sin apoyos, sin el esbozo de sociedades productivas y expuestos al uno-dos del rival cuando sufrían la proyección de Molina y Tagliafico. Por el centro, la circulación boliviana fue tan lenta que nunca agitó al conjunto visitante. Apenas hubo cambios de orientación ni movimientos entre líneas. La secuencia ofensiva de Bolivia se redujo a un sinfín de pases sin mordiente ni profundidad. Costas colocó a Fernández y Bejarano en las bandas, a pie natural, para buscar situaciones de uno contra uno (que terminó en dos contra uno en contra) ante las inexistentes posibilidades de desdoblamientos de otros (¿a quién correspondía la marca de los laterales rivales? ¿A Fernández y Berjarano? ¿De ser así, quién debía ir con Di María y Gonzáles? Todo fue un desconcierto). Sin embargo, nunca recibieron con espacios y cuando encararon tampoco se fueron de nadie. La pretendida amplitud se quedó en nada, con centros fallidos al área. No parece lo más adecuado que un equipo con el tipo de jugadores que alineó Bolivia en su once recurra a envíos desde las bandas. Tampoco parecía factible esperar juego elaborado con Arrascaita y Villamil como volantes, además de la flagrante prescindencia de un pasador (especie extinta en la agónica fauna del fútbol boliviano). De igual modo, la ausencia de un medio centro posicional agigantó el desorden táctico de un equipo sin corte y sin balance, propenso a estirarse y a espaciar las líneas, donde se fraguaron sus desgracias (un cierre sobre los costados, invariablemente quebraba la línea de volantes). Argentina sujetó el ataque verde con una suficiencia indiscutible. Costa también tendrá que repensar el modelo ofensivo y la elección de intérpretes.

La depresión del equipo ha alcanzado a la grada, dividida entre los que esperan más de Costas y de sus futbolistas, y los que claman por ver aunque sea unas migajas de fútbol decente. Y de eso tuvo muy poco Bolivia. Fracasó la línea media compuesta por Ursino y Villamil como ejes. Al primero no le da para gobernar al equipo. Su presencia con la pelota fue nula porque lo suyo es la conducción y el quite. El segundo vive en la irregularidad permanente y parte de la grada empieza a tenerle ojeriza. A su izquierda, Arrascaita es un futbolista ofuscado, perdido en las batallas individuales y fallón en las entregas. No da con la tecla Costas para armar un centro del campo que se imponga con autoridad, que tenga sustancia. Falló también la entrada de Villarroel, un elemento sobrevaluado, metido sin justificativo después de un año sin relieve en Bolívar. No sabía ni cuándo subir ni cómo. Tampoco se explica que Jusino, con su nutrido prontuario de desatinos, volviese a la nómina (su relevo en el descanso confirma el pecado congénito en la mesa de diseño), como la inclusión de Quinteros, que apenas tuvo minutos en Bolívar tras su retorno del Zaragoza, donde apenas vio actividad. Igual de incomprensible es la caprichosa alineación de Diego Bejarano, de crónica insolvencia en cuanta convocatoria disfrutó. Su permeabilidad en la marca, pereza en el retroceso y nulidad con la pelota constituyen tóxicos factores de inelegibilidad, obviadas por la evaluación del seleccionador o minimizadas por el imperio de la opresiva escasez, de la ominosa hambruna de talento que nuestro fútbol padece. La suma de factores, que incluyen el desacertado diseño del seleccionador (el 5-3-2 careció de equilibrio y se partió línea por línea) y el reclutamiento inherente, arrojó la calamitosa caída ante Argentina.

Tras la expulsión de Roberto Fernández, con Bolivia en la parrilla, Nicolás Gonzales hizo el tercero, con mayúsculo zurdazo. Con la soga apretándole el cuello, Bolivia buscó enmendarse desde un mejor orden, con Cuéllar y Saucedo en el centro y Haquin en defensa. Una tardía selección de correctivos que el Siles esperaba de salida pero, ahora, ya en una situación de calamidad lejos quedó de enmendar el gravoso desarreglo táctico y la paupérrima respuesta de individualidades condenadas.

Con la ilusión clasificatoria fundada en la ampliación de boletos, Bolivia llegó turbado a una tarde que le resultó tan terrorífica que aún se fue más azorado. Se despeñó de mala manera en su escenario y en la competición que tanto le hace soñar. Las arengas nacionalistas, el ensueño global al emprender una nueva aventura camufló, antes del inicio de la competencia, los problemas estructurales que con tanta frecuencia le apearon de forma prematura de otros supuestos objetivos. Esta vez, la altitud de La Paz no le sirvió de agarradera. Argentina, con toda su categoría, le hizo pagar su mala planificación. Los meses precedentes, Bolivia deambuló más deslumbrado por el intangible sueño clasificatorio que por el cráter que se le avecinaba ante la cruda pobreza técnica de un campeonato ordinario (donde se juega poco por la tóxica especulación imperante), la carencia de figuras y con un plantel que llevaba años encima, cargando repetidos fracasos. En el Siles, Argentina, con su aura de campeón mundial, le mandó a la lona y le dejó una extraordinaria sensación de impotencia.


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