Oppenheimer: física cuántica para explicar un universo de cine
La nueva película de Christopher Nolan se ubica en el centro de su filmografía, como un manual de instrucciones para entender su magia con el tiempo emocional y cronológico, con base científica
El debate entre el mundo de la ilusión y del de los hechos ha marcado toda la trayectoria del guionista y director británico. Memento tensiona el recuerdo y la amnesia; The Prestige es una película de magos; Inception es una película de sueños; Interstellar duplica la apuesta y convierte una biblioteca en una interfaz cuántica mientras crea dos temporalidades distintas, de modo que un padre acaba siendo físicamente más joven que su hija; y Tenet genera otros dos tiempos también diferentes, el de la flecha del tiempo y el que, gracias a un extraña tecnología, la invierte y permite actuar en reverso.
Para orientarse entre tanta incertidumbre, Nolan recurre a lo que en física se conoce como constante: el valor de una magnitud que permanece invariable en los procesos físicos que se van sucediendo. Así, el amnésico protagonista de Memento recurre a las polaroids y los tatuajes. O los personajes de Inception tienen un seguro de vida en forma de objeto simbólico, al que llaman tótem y les permite distinguir los sueños de la realidad. En Tenet, las etiquetas rojas y azules señalan quién viaja hacia delante y quién lo hace hacia atrás.
Oppenheimer se sitúa en epicentro del conjunto de su filmografía. Es la serie fotográfica o tatuada, el tótem, la etiqueta de color: la constante. Una suerte de manual de instrucciones o de juego de pistas para entender lo que Nolan lleva un cuarto de siglo haciendo. Su magia con el tiempo emocional y cronológico, con base científica.
Es su segunda incursión en el cine histórico, después de Dunkerque. Y no es casual que ambas películas aborden la segunda guerra mundial: fue el conflicto que partió en dos no sólo el siglo XX, sino la modernidad. Tras retratar su dimensión física –por tierra, mar y aire– ahora ha examinado su dimensión teórica. Y, de paso, ha dotado de teoría a su propio universo narrativo.
Porque la magistral adaptación de la biografía Prometeo americano. El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer (Debate) de Kai Bird y Martin J. Sherwin, la puesta en imágenes de sus 700 páginas de retrato, información y archivo, que se leen como una historia de cómo Estados Unidos asumió su condición de potencia mundial y se sumergió en la caza de brujas del macartismo, va mucho más allá del perfil del físico y director científico del Proyecto Manhattan. Tiene visos de autorretrato y de poética.
No hay más que fijarse en las elecciones que lleva a cabo el guionista en la selección que hay en toda traducción. En el libro sólo aparece una vez mencionado el lógico Kurt Gödel, cuyo único amigo en Princeton era Albert Einstein. Y de él se dice: “Pasó años tratando de resolver el problema del continuo, una cuestión matemática relacionada con los infinitos” y “en 1949 publicó un artículo que describía un «universo rotatorio» en el que era teóricamente posible «viajar a cualquier región del pasado, del presente y del futuro, y regresar»”. Su aparición en la película tiene todo el aspecto de un homenaje.
Pero Nolan añade en una línea de diálogo una palabra que no es mencionada por Bird y Sherwin. Ellos dicen que Gödel tenía pánico a ser envenenado; y el guionista añade “por los nazis”. Se trata de un ejemplo mínimo de un elemento que recorre todo el guion: el subrayado de la presión del contexto histórico en la psique y las decisiones morales de los personajes.
Por eso, de todos los libros que marcaron a Oppenheimer, Nolan no escoge mostrar –por ejemplo– En busca del tiempo perdido, sobre la memoria y la intimidad personales, sino La tierra baldía, de T.S. Eliot, que ordena en versos la devastación de la primera guerra mundial.
Potencia, al mismo tiempo, el espíritu del protagonista, por encima de los detalles o los datos. Oppenheimer fue un contundente defensor de la conversación entre las ciencias y las letras, frecuentó tanto a filósofos y poetas como a científicos y matemáticos. Pero en su biografía no se cita ni una sola vez a Pablo Picasso. Y Nolan lo menciona y muestra sus cuadros para dejar claro que la revolución de la física cuántica afectó a todos los aspectos de lo real. Desde la pintura y la literatura hasta la geopolítica y la bomba atómica, pasando por el cine del futuro.
Es un gran acierto de la película situar a Einstein en un lugar simbólico central en la trama. Werner Heisenberg, Niels Bohr, Enrico Ferni, el propio Oppenheimer y tantos otros consiguieron demostrar que la mecánica cuántica era tan sólida como la nueva física de Planck y Einstein. Que ambas teorías eran compatibles. Pero existió un conflicto generacional que late poderoso en el largometraje.
Como cuenta el físico italiano Carlo Rovelli en Siete breves lecciones de física (Anagrama), el diálogo entre Einstein y Bohr duró décadas. El creador de la teoría de la relatividad general acabó aceptando que “no había contradicción en las nuevas ideas”, pero “no quiso ceder sobre el aspecto que para él era clave: que existía una realidad objetiva e independiente de quién interaccione con quién”. Un siglo después seguimos conviviendo con ambos sistemas.
Lo mismo ocurre en el cine y en el resto de artes de la representación. En la mayoría de las narraciones se parte de la creencia en que esa realidad, documental o fantástica, existe. Una importante minoría de relatos, en cambio, cuestionan el punto de vista, expanden lo que entendemos por mundo o universo, a riesgo de confundirnos o sublevarnos. Memento, Interstellar y Tenet pertenecen a esta segunda categoría de ficciones. Y Oppenheimer nos da las herramientas intelectuales para calibrar el alcance de su ambición.
Detectives, magia, superhéroes, ciencia ficción, espionaje, guerra. Como Jorge Luis Borges, Alan Moore, Margaret Atwood o Quentin Tarantino, Nolan es un explorador de géneros. Pero, a diferencia de ellos, siempre los somete al ritmo y la lógica del thriller. En el presente narrativo de Oppenheimer, asistimos a dos comparecencias paralelas. La del protagonista, por un lado, que debe confesar sus conexiones con personas e ideas supuestamente comunistas ante la comisión que debe renovar, o no, sus credenciales de seguridad. Y la del antagonista, Lewis Strauss, que aspira a entrar en el gabinete del Gobierno. Los secretos y las revelaciones que tienen lugar en esas entrevistas, contrapunteadas por flash-backs de la vida de Oppenheimer, constituyen los giros y las tensiones obvias del thriller. Los puntos álgidos del electrocardiograma que nos mantiene en vilo durante las casi tres horas de proyección.
Pero por debajo circula otra tensión mucho más emocionante y poderosa. Una tensión intelectual que trasciende la segunda guerra mundial, el FBI, el macartismo, el comunismo, la bomba atómica, la bomba de hidrógeno. Un gran campo electromagnético que nos eriza tanto la piel como las neuronas. La película habla de cómo la teoría física y matemática es capaz de imaginar y de proyectar verdades que sólo décadas o siglos después se podrán observar con el microscopio o el telescopio, o demostrar en el laboratorio. De cómo los cerebros ven lo que todavía no pueden ver nuestros ojos.
Como dicen Stephen Hawking y Leonard Mlodinow en Brevísima historia del tiempo (Editorial Crítica) la visión que ahora tenemos de los agujeros negros, de los que somos capaces incluso de confeccionar imágenes fotográficas, proviene de la solución a un problema de Einstein que en 1939 encontró “un joven americano, Robert Oppenheimer”: “El campo gravitatorio de la estrella modifica las trayectorias de los rayos de luz en el espacio-tiempo respecto a las que hubiera habido en ausencia de la estrella”.
Lo mismo podemos decir del cine de Nolan. Desde el corazón del mainstream y con una compacta fe en la magia basada en evidencias científicas, ha modificado nuestras maneras de imaginar el espacio y el tiempo. Y en su nueva película ha encontrado la forma artística perfecta para evidenciar el debate contemporáneo entre lo objetivo y lo subjetivo, los cuerpos y las mentes, los experimentos y las ideas.
Esa discusión constituye la propia textura de su nueva película. El pasado de la libertad y la ambición es mostrado en color; el presente inquisidor, en blanco y negro; pero la potencia visual más bestia no se concentra en las imágenes que adaptan Prometeo americano, sino en los destellos que nos muestran la ebullición, las ideas, las intuiciones del cerebro del protagonista.
Big bangs, cielos saturados de constelaciones, pirotecnias astrofísicas, curvas del espacio y del tiempo, supernovas, estrellas enanas, cosmografías volcánicas o sanguíneas, fusiones y fisiones nucleares, colores extremos que contrastan brutalmente con los agujeros negros, nostalgia de la luz en tiempos de oscuridad moral.