Los “miserables” se amotinan en una Francia acosada por la desigualdad y el ascenso de la extrema derecha
Como hace 18 años, los jóvenes de los suburbios, hijos de inmigrantes, salen a las calles para protestar por el asesinato de un adolescente por parte de la policía. Por debajo están la falta de oportunidades, la acumulación de riqueza y la rabia
“On va vous debarrasser de la recaille” (vamos a quitar del medio a esta gentuza), dijo en el 2005 el entonces presidente Nicolas Sarkozy, mirando desde una de las ventanas del Eliseo. La gentuza, la basura, la escoria no se la perdonó. Fueron 19 noches en las que se incendiaron al menos 8.700 vehículos y fueron arrestados 2.700 menores de edad. Tambaleó el hombre que gobernaba sobre unos tacones por su complejo de petiso. Emmanuel Macron, ahora, no la hizo mucho mejor. Mientras el país ardía por el asesinato de Nahel M. y su madre marchaba junto a miles de personas en su barrio de Nanterre, el presidente bailaba junto a su mujer Brigitte en un concierto de Elton John. Kylian Mbappé, el jugador de fútbol, que se crió en uno de estos suburbios, Bondy, entiende más que estos hombres que ejercen el poder. “Me siento mal por mi Francia”, lanzó en Twitter y de inmediato se solidarizó con la mamá del asesinado y con sus amigos del barrio.
Y es que “los nuevos miserables”, similares en muchos aspectos a los que describió Victor Hugo en su novela, son una mezcla transformada por el arribo durante décadas de los inmigrantes de 30 nacionalidades, desde el Magreb hasta el corazón de África y las colonias del Caribe. Y ya no son sólo los inmigrantes que piden más derechos. El islamismo que trajeron muchos de ellos terminó modificando todo como lo cuenta otro gran escritor, Michel Houellebecq, en su novela “Sumisión”, que describe el ascenso a la presidencia del islamista Mohammed Ben Abbes. En el medio, ahora está otro ascenso que parece imparable, el de la extrema derecha encarnada en Marie Le Pen. En la “banlieue” comienzan a tener votos los que quieren aplastarlos, hacerlos desaparecer. Los hijos de los inmigrantes terminan votando a los que se oponen a la inmigración. Reaccionan a lo mismo de manera diferente.
La raíz la describe Michel Kokoreff, sociólogo, profesor de la universidad Paris VIII-Vincennes-Saint-Denis y especialista en el tema de la “banlieue”: “Se ha construido una especie de barrera racial. A pesar de ser el país de los derechos humanos, con la declaración de los derechos del hombre, el Estado de derecho, la democracia, etc. Es aún mucho más complicado encontrar un trabajo cuando te llamas Boubakar y eres de origen maliense, que cuando te llamas Bernard y tus padres nacieron en Bretaña. Es un país de igualdad sobre el papel. Pero de desigualdad e injusticia en la realidad”.
Y no hay que olvidar el ambiente político circundante. El presidente Macron viene de sobrevivir a una andanada de piedras y manifestaciones por parte de la izquierda insumisa por la reforma al sistema de pensiones. Los sindicatos, particularmente, se oponen a aumentar la edad de la jubilación de un privilegiado 60 o 62 años a los 65, como en el resto del mundo. Ese malestar sigue por debajo, más allá de que los jóvenes que ahora salen a protestar están todavía muy lejos de una jubilación. Ni siquiera tienen trabajo.
Desde 2005, el gobierno francés invirtió 50.000 millones de euros en tratar de mejorar estos barrios de la periferia. Tuvo muy poco efecto. Sus habitantes creen que nada cambió y lo expresaron claramente esta semana. El restaurante Wok’n roll de dos pisos en Aulnay-sous-Bois, a 15 kilómetros de la Torre Eiffel, era un emblema del barrio al que no todos podían acceder. A pesar de ser un lugar popular, sus precios no lo eran tanto. Ofrecía buféts asiáticos a 13,9 euros el almuerzo y 19,9 euros la cena. Tal vez un precio normal para el centro de París, pero no tan accesible para esta zona de Seine-Saint-Denis. En la madrugada del jueves quedó reducido a escombros tras ser prendido fuego. Había sido anteriormente sede de un concesionario de Renault, cuyo espectacular incendio durante la violencia del otoño de 2005 dejó una huella profunda en la imagen de este suburbio de 80.000 habitantes.
A la noche siguiente se concentraron en el lugar unos 3.000 manifestantes. Los chicos que conocen cada rincón del barrio cortaron la luz e incrustaron un autobús de la empresa Transdev en lo que había quedado del pequeño centro comercial. Terminaron bajo las llamas otros dos restaurantes de comida rápida, un KFC y un Quick, muy frecuentados por los mismos que ahora los incendiaban. Y no fueron solo restaurantes, también fueron consumidos por el fuego escuelas y hasta una gran biblioteca de Marsella. Los de la “banlieue” no consideran suya la tan afamada cultura francesa y hasta gritan algunas consignas contra la cultura misma. “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!”, como vociferó el general falangista español Millán Astray en la Universidad de Salamanca, en medio de un discurso del filósofo Miguel de Unamuno. Esto lo comprende bien la extrema derecha que quiere gobernar Francia y que se prepara para hacerlo.
“El que se crió en la violencia termina incorporándola a su vida. Para nosotros, esto es parte de nuestra vida. No sabemos ir con un cartelito a una manifestación en la Plaza de la Bastilla. Nosotros sabemos hacer lo mismo que hicieron allí en la Revolución Francesa. No fuimos `civilizados´ como el resto de los franceses en estos 500 años. Nos expresamos así porque lo sentimos así”, explicó hace no mucho tiempo atrás Ben Ahmed, un activista de la cités “93″ un complejo de monobloques de Bobigny, uno de los municipios más duros de París. “La exclusión comienza cuando no tienes trabajo, cuando no puedes acceder al transporte, cuando no puedes disfrutar completamente de todos tus derechos. No poder enviar tu currículum a una empresa sin tener en cuenta el hecho de que lo estás enviando desde el 93″, explicó Ahmed en una entrevista con Euronews.
Y está el detalle de las redes sociales. La acumulación obscena de riqueza en unas muy pocas manos se exhibe en todo su esplendor por las redes sociales. Los chicos de la “banlieue” ya no necesitan ir a enterarse de las enormes diferencias sociales en la escuela o en alguna agrupación política. Lo tienen ahí, en las narices, en vivo y en directo y a una velocidad a la que sólo Usain Bolt puede pensar. No piensan, se juntan mandándose mensajitos a través de un chat y una cosa lleva a la otra. Tienen rabia acumulada y la descargan. Cuando los medios franceses le preguntaban en estas noches de violencia a los manifestantes por qué estaban rompiendo e incendiando, había primero algunas justificaciones por la muerte prematura del francés-argelino Nahel, pero enseguida aparecía la bronca que salía sin explicación. No saben que están contra el “republicanismo protector” de Macron o el Estado de Bienestar de la Unión Europea. Saben que están hartos y que van a seguir saliendo cada tanto a romper todo para ser ellos, por una vez, los protagonistas, como los miserables que flameaban las banderas azul, blanca y roja en las barricadas de 1832 aunque no sepan ni siquiera quién fue Victor Hugo, consideren a Houellebecq un “puto loco” que aparece en los carteles del metro y a Marine Le Pen “una rubia con pelotas”.