La rebelión de los Wagner dejó a Putin debilitado para continuar su guerra en Ucrania
El motín de Prigozhin y su ejército de mercenarios terminó, pero sus consecuencias todavía están por revelarse. Pareciera ser éste el comienzo del fin de la aventura militar. Ya se lo compara con el intento de golpe del ala dura comunista, en 1991, pocos meses antes de la caída de la Unión Soviética
Después de encabezar un convoy militar de 50.000 efectivos desde el este ucraniano hacia la ciudad rusa de Rostov-on-Don (1,1 millones de habitantes), tomar el cuartel central del Comando Sur del ejército ruso en esa ciudad y ordenar a miles de sus hombres que continuaran el avance por la autopista M4 hacia Moscú, Prigozhin anunció que había llegado a un acuerdo y que regresaba a las bases del grupo en Ucrania y el este ruso. Luego se supo que él iría “al exilio” en Bielorrusia. En la mitad hubo enfrentamientos armados en Voronezh, una ciudad también de más de un millón de habitantes a mitad de camino entre Rostov y Moscú, donde aparentemente los Wagner derribaron un avión militar de transporte y tres helicópteros del ejército. Desde el Kremlin se anunció que no se iban a tomar represalias contra los amotinados. En el medio hubo una llamada del presidente de Bielorrusia, Alexander Lukashenko, aliado íntimo de Putin, que atendió Prigozhin y en la que se habrían acordado los detalles del armisticio.
No es creíble que todo haya sido tan simple. Hubo otras negociaciones. En un país donde la gente cae desde las ventanas o es envenenada por mucho menos, es poco creíble que semejante desafío de poder se hubiera tomado tan a la ligera y que el episodio termine de esta manera. En los próximos días van a ir apareciendo los detalles. En Ucrania, algunos están convencidos de que se trató de una gran maniobra para ocultar lo que verdaderamente sucede en el frente de guerra y en peleas palaciegas dentro de la elite que circunda a Putin en el Kremlin.
Putin mantuvo por años a su amigo Prigozhin como un perro guardián al que le soltaba la cuerda cada vez que se le acercaba algún supuesto enemigo. Lo usó, particularmente, para tener a raya a su ministro de Defensa y otros altos mandos militares. Para darle mayor poder, le permitió (o le ordenó) que construyera un pequeño ejército de mercenarios para hacer lo que los soldados regulares no podían en Siria, varios países africanos y en el último año en Ucrania. Pero el “gran estratega” del Kremlin no supo ver que la bestia que él había creado algún día podía mostrarle los dientes. Y es lo que sucedió, llegó un momento en que a Prigozhin ya no le alcanzaron los videos denunciando a Shoigu y otros generales de no proveerle las municiones necesarias para el asalto a la ciudad ucraniana de Bakhmut o que los helicópteros del ejército disparaban contra sus propias fuerzas. Se lanzó con toda la furia hacia el enemigo que antes le había señalado su amo.
Hasta apenas unas horas del motín, todos los que conocían a los personajes y los entramados del poder en Moscú aseguraban que Prigozhin jamás hablaba por él mismo, sino que siempre decía lo que su jefe quería que dijera. “No me cabe duda de que todas las actividades de Prigozhin están coordinadas con el hombre de arriba (por Putin). Las cosas que se permite decir -todas esas declaraciones dirigidas a la cúpula del Ministerio de Defensa y a las élites rusas en general- indican no que esté jugando con sus propias reglas sino que, por el contrario, todo está coordinado. En nuestro país, ese tipo de payasadas se resuelven muy rápidamente si no cuentan con la aprobación del número uno”, le dijo unas pocas horas antes de la rebelión a la publicación rusa independiente Meduza un ex oficial de inteligencia que conoce a Putin de cuando ambos se desempeñaban como agentes de la KGB en Berlín Oriental.
Evidentemente sucedió algo en el camino. La explicación más simple es que no pudo aguantar las provocaciones de la camarilla militar y como un bisonte se lanzó a contratacar. Hay elementos para apuntalar esta visión. Prigozhin no es ningún intelectual que pueda analizar fríamente sus acciones. Se trata de un hombre que pasó una buena parte de su vida en algunas de las cárceles más duras de la ex Unión Soviética y que formó parte de la mafia de San Petersburgo. En el 2000 conoció a Putin que entonces era el vicealcalde la de la ciudad. Prigozhin, que hasta unos meses antes vendía salchichas en un puesto callejero, había abierto varios restaurantes y dependía de que la oficina de Putin le diera las habilitaciones. Así se conocieron y se hicieron favores mutuos. Cuando Putin llegó al Kremlin, le entregó todas las concesiones de los restaurantes oficiales a su amigo. De allí su apodo de “el chef de Putin”.
Con la intervención de Rusia en Siria, Putin necesitaba una fuerza militar paralela para hacer el “trabajo sucio” que no podían hacer los soldados de su ejército. Y ahí estaba, otra vez, Prigozhin para armar el Grupo Wagner, comandos de mercenarios dispuestos a todo. Los paramilitares se fueron consolidando y de Siria pasaron a dar servicios en Libia, Chad, la República Centroafricana y donde algún interés ruso necesitara protección. Los Wagner se hicieron muy ricos custodiando las minas de diamante que explotan en varios países africanos las compañías de los oligarcas rusos. Hasta que vino la invasión a Ucrania y Putin necesitó nuevamente de una fuerza paralela que pudiera realizar las acciones que el ejército regular no podía. Terminó armando un verdadero ejército de más de 50.000 combatientes que cometieron todas las atrocidades posibles.
Los Wagner mantuvieron el frente en la región alrededor de la tan disputada ciudad ucraniana de Bakhmut cuando las fuerzas regulares rusas habían sido doblegadas. Lo hicieron reclutando convictos de las cárceles rusas a los que les conmutaban las penas a cambio de combatir en Ucrania. La disciplina en las filas de los mercenarios también era carcelaria. Al combate salían dos unidades paralelas, la primera iba al frente, la segunda disparaba a cualquiera que quisiera retroceder. Hay innumerables pruebas de la barbarie de esta gente que Prigozhin tenía al mando, desde cámaras de tortura hasta “clubes” donde tenían decenas de mujeres ucranianas cautivas.
Con este “éxito”, Prigozhin “se agrandó”. Y comenzó a hablar. Tomó el aval que le había dado Putin para que azuzara a los comandos militares de Moscú y comenzó a explayarse sobre otros temas en forma explosiva. Parecía ser el único ruso que podía decir lo que todos los otros debían callar. Se refería con frecuencia a la invasión de Ucrania por parte de Rusia como una guerra, en lugar del término legalmente obligatorio de “operación militar especial”. Insultaba regularmente a los generales del Ejército y los acusaba de ineptos. Dijo que la guerra era un fracaso. Incluso, habló positivamente del líder de la oposición encarcelado, Alexey Navalny, y de su capacidad para sacar a la luz la corrupción en el gobierno ruso. Y hasta planteó la posibilidad de que el pueblo ruso se levante contra las élites del país y ejecute en la horca a sus jerarcas.
Hasta el viernes, en que por alguna razón decidió irse a trompear con los comandantes que están en los cuarteles y el ministerio de Defensa de Moscú. Dijo que era porque ellos habían ordenado un ataque contra uno de los cuarteles de la Wagner en Ucrania, matando a decenas de sus mercenarios. Incluso mostró un lugar boscoso con varios cuerpos de uniformados en un video que envió por las redes sociales. Ordenó a sus combatientes que empacaran y se dirigió con un enorme convoy rumbo al territorio ruso.
Ahora habrá que esperar las reacciones a lo sucedido. Anoche decía en la CNN, Nina Krushchova, la nieta del ex líder soviético Nikita Krushchev, que la gente en Moscú comparaba la situación con lo sucedido en 1991 cuando los agentes de la KGB de línea dura intentaron un golpe de Estado. En ese momento, la intentona fue desbaratada en pocas horas y sin mayores consecuencias, pero unos meses más tarde se disolvía la Unión Soviética. Es posible que detrás de la bravuconada de Prigozhin hayan estado elementos poderosos de la FSB, los servicios secretos, y que todo esto pudo ser un ensayo, una prueba para lo que vendrá.
Desde ya, Putin también moverá sus piezas. Esta vez, la bestia que él creó se le escapó furiosa y le provocó un daño grave. Lo tendrá muy a raya bajo la tutela de su amigo Lukashenko en Bielorrusia. Intentará recuperarse del duro golpe lo antes posible con sus métodos habituales: una purga que incluya mayores restricciones a las libertades individuales, cárcel y muerte. Pero las imágenes de anoche provenientes de Rostov-on-Don con la gente en las calles vivando a los Wagner, no parecen ser muy halagüeñas para sus sueños imperiales. Tampoco las noticias que vienen del frente y que hablan de que están cayendo las defensas rusas en Zaporizhzhia.