Robespierre, el tirano que sembraba el terror, eliminaba opositores con la guillotina y fue ejecutado con ella
A la hora de contar la historia de Francia, Maximiliano Robespierre -que nació el 6 de mayo de 1758- despierta controversias, adhesiones y condenas por su accionar. Héroe o villano, o las dos cosas al mismo tiempo, fue un producto de una época en que los hombres consideraban que la revolución requería de medidas drásticas. Finalmente, su modo brutal de impartir justicia sumaria se le volvió en contra
Para ello el colegio lo vistió “decentemente”, ya que el chico era pobre y no tenía las ropas adecuadas para semejante ocasión. La etiqueta disponía que diera el discurso de rodillas. La mala suerte quiso que se largase a llover copiosamente, y los reyes decidieron hacer una visita exprés y no bajar del carruaje. María Antonieta apuraba a su marido para ir a la iglesia de Santa Genoveva.
El alumno declamó sus versos, aprendidos de memoria, mientras era mirado con algo de compasión por los reyes que no bajaron para no empaparse. Pero nadie le prestaba atención. Las autoridades del colegio estaban decepcionadas por una recepción que la lluvia había estropeado.
Con sus ropas mojadas se encerró en su cuarto y lloró amargamente. El rey no se había dignado dirigirle la palabra. Entonces Maximiliano Robespierre, herido en su orgullo, ignoraba que sus caminos volverían a cruzarse.
Abogado por herencia
El joven abogado Francisco de Robespierre, vivía en Arrás, un poblado del norte francés, cercano al Paso de Calais. Tenía 25 años cuando embarazó a su novia Jacoba Margarita Carraut, de 22, delicada de los pulmones. Se casaron el 2 de febrero de 1758 con una panza de cinco meses y el 6 de mayo nació su hijo Maximiliano María Isidoro. Llevó el nombre de su abuelo paterno, el primero que se había radicado en esa ciudad.
Francisco, como en la pubertad había manifestado actitudes que fueron interpretadas muy cercanas a la locura, fue internado a los 17 años en un noviciado pero escapó justo antes de tomar definitivamente los hábitos y estudió derecho. Cuando murió su papá, heredó su clientela y se convirtió en el abogado más importante de la ciudad.
Fue letrado en el consejo provincial de Artois. Era un hombre triste y extravagante que cuando su primogénito Maximiliano lo veía venir de lejos del trabajo, corría a su encuentro; el papá lo tomaba de la mano, y juntos entraban a una amplia casa con cinco ventanas al frente y techo con buhardilla.
Maximiliano era rubio, de tez pálida con ojos de acero pálido que le sostenía la mirada a todos, menos a su padre. “Este muchacho tiene unos ojos que perforan”, decía su madre, que no lo quería mucho. El era el mayor; lo seguían Carlota, Enriqueta y Agustín-Bon, algo obeso, a quien le quedó el apodo de Bonbon durante toda su vida.
La mamá era hija de un cervecero y murió al dar a luz al quinto hijo, en 1764. Su padre cayó en una profunda crisis depresiva, se encerró en su casa y terminó trastornado. Abandonó el trabajo y deambulaba por la casa. Un día se escapó a Inglaterra, dejando a Maximiliano, de 10 años y al pequeño Bonbon al cuidado de su abuelo materno, mientras que sus dos hermanas quedaron con sus tías. Volvió al tiempo, quiso recuperar su trabajo sin suerte y volvió a desaparecer. No se sabe cuándo ni dónde murió.
El joven cambió su carácter y se convirtió en una persona seria, cerrada y hostil, que no revelaba sus sentimientos. El abuelo, que tenía varias bocas que alimentar, aceptó al vuelo el ofrecimiento de una beca para su nieto en el colegio Louis-le-Grand, para el quinto curso. Cuando lo despidió, le dio una bolsa con dos pistolas y tres escudos de seis libras.
En el colegio, uno de sus profesores, con el que hablaba durante horas, lo había apodado “el romano” y así fue conocido en el colegio. Fue el primero de su clase. “El estudio era su Dios”, dijo el abate Proyart, prefecto del colegio.
Estudió para abogado. Mientras sus compañeros aprovechaban los tiempos libres para ir detrás de las chicas, él iba al palacio de justicia a escuchar las defensas de los abogados más conocidos. El 8 de noviembre de 1781 fue admitido en el foro provincial de Artois. Su primer caso lo perdió, en una defensa de un testamento contrario a un contrato de matrimonio. De todas maneras, impresionó su forma de expresarse y aprendió a dulcificar su voz chillona.
Su desempeño hizo que el obispo de Arrás lo nombrase juez eclesiástico. No comió durante dos días luego de sentenciar a un hombre a la pena de muerte. “Se bien que es culpable, pero hacer morir a un hombre…” se lamentaba con su hermana.
Se sabía de memoria los textos de Juan Jacobo Rousseau, que aún no era un autor conocido, a quien había descubierto entre los 18 y los 20 años. Solía ir a la esquina de su casa, en la calle de la Platière y veía entrar y salir a escritores famosos. Tiempo después juntó coraje y fue a presentarse.
No se le conocieron romances aunque sí mantuvo una intensa y larga relación con la esposa de su amigo Antonio Buissart, a quien llamaban “la bella Arsenia”. Habría estado comprometido con una hermosa chica llamada Eleonora Duplay.
Poseía condiciones para la escritura. Es más: él estaba convencido de ello, a tal punto que reclamó el asiento vacante en la Academia de Bellas Artes de Arrás.
Cuando en su ciudad natal se trató la convocatoria de los Estados Generales para 1789 vio la oportunidad de ingresar a la política. Se indignó cuando no fue invitado y se vengó publicando distintos escritos, que sus enemigos atribuían a sus “bajas ambiciones” y “celos rastreros”.
“Tengo el corazón bien puesto, un espíritu firme; nunca me he plegado al yugo de la bajeza y de la corrupción. Si algo se me puede reprochar, es el no haber sabido disfrazar mis pensamientos, el no haber dicho nunca “si” cuando mi conciencia me gritaba “no” y el no haber adulado jamás a los poderosos de mi país”, sostenía.
A sus 31 años fue electo quinto diputado del Tercer Estado y viajó a París. Su primer alojamiento fue en la pensión miserable del Zorro, en la calle Santa Isabel. Luego encontraría lugares mejores.
Dos días después del 14 de julio de 1789 fue uno de los 100 diputados designados para acompañar al rey a París. “Este joven hombre cree en lo que dice: va a llegar lejos”, dijo de él el escritor y político conde de Mirabeau.
Cuando en 1791 pintaron su retrato y fue colgado junto al resto de los diputados de la constituyente, su autora Adélaïde Labille-Guyard lo tituló “El incorruptible”. Así se lo llamaba en el Club de los Jacobinos.
Se destacó por su oratoria. En sus intervenciones en la constituyente se manifestó a favor del casamiento de los curas y la abolición de la pena de muerte, iniciativas que no tuvieron éxito, pero sí su proyecto que prohibía la reelección de los diputados, iniciativa que fue bien recibida.
Adhirió al club de «Los amigos de la Constitución», que al trasladar su recinto al edificio de los monjes jacobinos serían bautizados popularmente como los «jacobinos». Para el verano de 1792 Maximiliano era su líder. Cuando se disolvió la Asamblea Constituyente, ya era un personaje popular, identificado con los reclamos de las clases bajas.
Formó parte de la Convención Nacional. El apoyo de los revolucionarios de París fue clave en su ascenso, primero como miembro de la Comuna revolucionaria que ostentaba el poder local y luego como representante de la ciudad en la Convención Nacional que asumió todos los poderes, y en la que Robespierre apareció como portavoz del partido radical de la Montaña. “Nosotros somos los descamisados y la canalla. Nos acusan de encaminarnos a la dictadura; a nosotros, que no tenemos ejército, ni dinero, ni cargos, ni partido; a nosotros, que somos severos como la verdad, inflexibles, invariables, casi me atrevería a decir insoportables como los principios”, escribió en 1792.
Sus principales enemigos eran los girondinos, diputados moderados procedentes de la región de Burdeos, que luchaban por un Estado descentralizado y se inclinaba por mantener la monarquía constitucional o, en todo caso, llevar a cabo una revolución moderada.
Los girondinos se habían hecho fuertes en la Asamblea Nacional, y al ponerse en la vereda de enfrente de los jacobinos y tras su rechazo a la ejecución de Luis XVI, Robespierre los hizo blancos de todas las críticas. En 1793, con apoyo popular, dio un golpe de Estado y desmanteló el grupo girondino, arrestando a muchos de sus dirigentes.
Francia vivía un caos extremo. Los jacobinos luchaban para monopolizar el poder dentro de la Asamblea Nacional y que Robespierre fuera el principal ejecutor de las políticas.
El país estaba sumido en una espiral inflacionaria, con alta tasa de desempleo y con mucha gente pasando hambre. Además estaba en guerra con Austria y peligraban las fronteras.
Los revolucionarios consideraron que se necesitaba una institución fuerte y ejecutiva de gobierno. Así nació el Comité de Salvación Pública, creado por Robespierre y por George-Jacques Danton para defender a la República de sus enemigos. Tenía poderes especiales, que debía rendir cuentas ante la Asamblea mensualmente de sus decisiones y actividad.
Impuso la economía de guerra, luchó contra el acaparamiento, controló los precios y la exportación de oro, implementó la leva en masa y cerró iglesias ya que iban en contra del “culto a la razón”.
El 27 de julio de 1793 Robespierre -que seguía insistiendo en que los principales males radicaban en la corrupción y la tiranía- entró a formar parte de este comité y gracias a su prestigio se convirtió en el principal dirigente de la nueva república, más parecida a una dictadura. Argumentaban que por el estado de emergencia se debía aplicar medidas extraordinarias que decían eran indispensables para salvar a la República.
Sin embargo, muchos estaban convencidos de que el peligro para el país había pasado y que residía en el mismo comité. Pero Robespierre se negaba a dejar el poder, advirtiendo que aún estaba al acecho los enemigos de la República. Hubo intentos por asesinarlo.
Consideraba que la República debía defenderse de forma expeditiva: nacía “el terror”: la aplicación inmediata de la justicia republicana con el objetivo de neutralizar a los enemigos, medida apoyada por el Comité de Salud Pública.
“Si en la paz , la fuerza del gobierno popular reside en la virtud, la fuerza del gobierno popular en la revolución es, a la vez, virtud y terror. La virtud, porque sin ella el terror es funesto. El terror, porque sin él la virtud es impotente. El terror no es otra cosa que la justicia actuando con rapidez e inflexibilidad; es, en definitiva, una emanación de la virtud”, escribió.
Muchos fueron ejecutados sin cargos ni acusaciones serias. Se calcula que más de 16 mil personas perdieron la cabeza en la guillotina y que miles murieron en la cárcel, a la espera de ser procesados.
Si bien Robespierre siempre se había manifestado contrario a la pena de muerte, la consideró el camino más práctico para combatir a los enemigos del país.
Tenía sus internas con los ultras dentro de su partido, y la forma que encontró para dirimirla fue a través del filo de la guillotina. Así terminaron Danton, Desmoulins y Hébert, entre otros.
El espiral de ejecuciones hizo crecer el temor no solo en los opositores sino en los propios partidarios, ya que entonces se consideraba que la aplicación de la pena de muerte no tenía sentido. Esto hizo crecer una silenciosa oposición a Robespierre. Cualquiera podía ser el próximo en la lista.
El 26 de julio de 1794 advirtió que denunciaría a los traidores a la revolución. Muchos diputados le quitaron apoyo, y terminaron detenidos junto a sus colaboradores.
Sin embargo, fueron liberados de la cárcel por la comuna de París, que les prestó apoyo, respaldados por un sector del ejército. Esa misma noche, las tropas leales a la Convención asaltaron el ayuntamiento. Robespierre y los suyos se refugiaron en el Hotel de Ville de Paris.
Un grupo de soldados ingresó al hotel, adivinando la contraseña y burlando a los centinelas. El caos estalló en el grupo que acompañaba a Robespierre. Su hermano se tiró por la ventana, otro se pegó un tiro, uno en silla de ruedas rodó por la escalera y el propio Maximiliano terminó herido en la boca, no se sabe si por el disparo de un soldado o porque intentó suicidarse. Nunca había manejado un arma.
Fue detenido y dejado sobre un tablón; se quejaba del dolor, perdía mucha sangre y cada tanto se desmayaba. Con un pañuelo le ataron la mandíbula.
Al día siguiente, 28 de julio, fueron conducidos al tribunal revolucionario que, en forma expeditiva, los condenó a muerte. De ahí los subieron a un carro -Robespierre iba sentado- y llevados a la plaza de la Revolución, hoy plaza de la Concordia, en el mismo lugar donde Luis XVI y María Antonieta habían sido ejecutados.
Subió por las escaleras del cadalso sin ayuda y él mismo se quitó la chaqueta, manchada con su sangre. Gritó de dolor cuando el verdugo le quitó la venda.
Cuando la guillotina realizó su cometido, la multitud aplaudió durante varios minutos. Los cuerpos fueron enterrados en una fosa común en el cementerio de Errancis, uno de los cuatro usados para enterrar a las víctimas de la guillotina durante la Revolución Francesa. Sobre su cuerpo se vertió cal viva a fin de borrar todo rastro de aquellos que habían intentado imponer sus ideas en base al terror y la violencia.