El final trágico de un magnate tecnológico que se drogaba para no dormir y aprovechar cada minuto de su genialidad
Tony Hsieh fundó varias compañías digitales que resultaron revolucionarias. Sus empresas eran consideradas las mejores para trabajar. Quiso crear una ciudad utópica. Tenía centenares de millones de dólares y se había obsesionado con conseguir la Felicidad Absoluta. Sus últimos años de excesos y locura. Vivía en una mansión de 15 millones de dólares como un pordiosero. Las circunstancias de su dramática muerte
El 27 de noviembre de 2020 murió Tony Hsieh, innovador tecnológico, magnate, el hombre que creó el Amazon de los zapatos, que impulsó una nueva cultura del trabajo sin jerarquías, que revolucionó Sillicon Valley, el que regeneró el Downtown de Las Vegas, el que refundó una ciudad en Utah y la convirtió en la sede de un proyecto utópico en medio del Siglo XXI.
Tony Hsieh, el hombre que iba (infructuosamente) detrás del ideal de la felicidad.
Lo tenía todo. Prestigio, dinero, fama, proyectos. Su casa en Park City, Utah, valía más de 15 millones de dólares. Por fuera era la mansión de un millonario. Por dentro, el abandono, la suciedad, el descontrol de la alienación. Había materia fecal en el piso, comida podrida debajo de sillones y camas, plantas muertas y flores marchitas, centenares de velas usadas, otros tantos encendedores inútiles, platos rotos, botellas destrozadas, pilas de ropa hedionda, paredes garabateadas como si a un nene de tres años le hubieran dado vía libre con una caja inmensa de lápices y fibras a su disposición y decenas y decenas de pequeños tanques de óxido nitroso (gas hilarante) vacíos en los rincones. Alguien afirmó que su habitación lucía como el refugio precario de un pordiosero.
La noticia de la muerte de Hsieh fue una sorpresa para la opinión pero no para su familia, ni para sus allegados. Tampoco para los bomberos que habían acudido a esa casa –cuya propietaria era una antigua novia- demasiadas veces durante las últimas semanas. Cada tanto Hsieh provocaba un siniestro con un tanque de gas que explotaba, con velas que quedaban encendidas en diversos rincones o simplemente porque un día quiso ver cuánto tardaba en arder un sillón de tres plazas.
Pocas semanas atrás apareció en Estados Unidos un estremecedor libro de no ficción que narra la vida y la caída de Tony Hsieh y que brinda detalles e historias desconocidas hasta el momento. Se llama Wonder Boy: Tony Hsieh, Zappos and The Myth of Happiness on Silicon Valley. Sus autores Angel Au Yeung y David Jeans investigaron durante dos años, entrevistaron a decenas de allegados, familiares y amigos, y lograron recrear cómo fue el ascenso y también los oscuros últimos meses de vida de Hsieh. Hollywood ya está trabajando en la adaptación de esta historia.
Tony Hsieh nació en 1973. Sus padres eran inmigrantes taiwaneses. En su casa siempre se incentivó el esfuerzo y el estudio. Tony tuvo un excelente paso por el colegio y obtuvo una beca para Harvard. A los 22 años se había recibido de ingeniero informático. Su primer emprendimiento fue un éxito colosal. Un año después de la graduación, creó LinkExchange, una empresa de avisos publicitarios en Internet. La idea era innovadora y muchos creyeron que algo alocada. Fue un éxito fabuloso. En poco tiempo, manejaban más de 10 millones de avisos diarios.
En noviembre de 1998, dos años después de su fundación, Hsieh y sus socios vendieron su empresa a Microsoft. Cobraron 265 millones de dólares. “No vendí LinkExchange por el dinero. Lo vendí porque ya no era feliz. Trabajábamos todo el día, dormíamos debajo de nuestros escritorios, nos olvidábamos de comer. No nos servía para nada todo lo que facturábamos y los elogios de la industria”, dijo. Tony invirtió su parte, alrededor de 40 millones de dólares, en otras empresas tecnológicas. Puso una especie de consultora que analizaba proyectos y los impulsaba con inversiones y decisiones estratégicas: Venture Frogs. Alguien le acercó la idea para poner una zapatería virtual. Tony casi no miró la propuesta. No era el tipo de negocio en el que pretendía ingresar. No veía la innovación, ni el desafío. Pero a los pocos días leyó que el mercado del calzado movía alrededor de 40.000 millones de dólares al año. Y que de esa cifra el 5% era por venta digital. Ese día decidió fundar Zappos (el nombre proviene de una deformación de la palabra Zapatos). Otra vez su creación se convirtió en un éxito inmediato. La clave estuvo en un concepto: la completa satisfacción del cliente. Los clientes felices volvían. Gran variedad, entrega veloz, compra simultánea de varios productos, atención cuidada, personalizada, y respuesta a cada consulta. Y una idea revolucionaria para el comercio digital: la devolución de los productos que no dejaran satisfecho (cualquiera fuera el motivo) al comprador. Hsieh pensó que si lo hacían los comercios presencialmente, él también debía hacerlo.
El concepto de La Felicidad lo obsesionaba. Lo llevó a cada estrato de su empresa. Zappos se convirtió en un lugar ideal para trabajar. Había libertad de movimiento, trato cordial, horarios laxos, buenos sueldos. Alguien dijo que en esas oficinas parecían estar siempre de fiesta, un parque de diversiones que funcionaba 24 horas al día. Sin embargo, eso no afectaba el trabajo, la productividad era altísima.
A Zappos entraba menos del 1% de los postulantes. La selección era peculiar. Más allá de los antecedentes académicos y profesionales, a los interesados se les preguntaba, entre otras cosas, cuán raros se consideraban de 1 a 10, que canción les gustaría escuchar cuando entraran a una habitación o que hicieran un ranking de sus insultos preferidos. Hsieh se entrevistaba con cada uno. Para probar su involucramiento, a los que eran finalmente elegidos, les ofrecía varios miles de dólares para que no tomaran el puesto.
También buscaba talentos en otras empresas. Generalmente se quedaba con ellos. No sólo porque Zappos era un éxito, él un jefe muy bien reputado y la empresa cada día crecía más. Era una ley que no violaba nunca: a los que iba a buscar les ofrecía el doble de lo que estaban cobrando.
En pleno éxito escribió sus memorias, Delivering Happiness: A Path to Profit, Passion and Purpose. Allí decía que su manera revolucionaria de manejar estas grandes corporaciones se debía “focalizar en los empleados, en asegurarles su felicidad. De esa manera también se tendrá clientes felices y las ganancias no dejarán de crecer”.
En medio de la obsesión por la felicidad, hacía listas con los momentos realmente plenos y luminosos de su vida. Descubría que ninguno tenía que ver con sus logros profesionales ni con los millones de dólares. En el papel sólo aparecían escenas de su infancia o de su adolescencia, miniaturas familiares o encuentros con amigos genuinos.
Zappos se convirtió en un gigante. Amazon la compró en 1.200 millones de dólares. Hsieh quedó, de todas maneras, al mando. Nadie podía manejarla como él. Pero hubo un cambio de esquema de laboral. Hsieh quiso imponer una nueva forma de trabajar: la holocracia. Era un sistema que eliminaba las jerarquías. No había jefes ni súbditos. Un solo estrato, absolutamente horizontal. Se trabajaba por células, por círculos pequeños y nadie reportaba al otro. La holocracia más que democracia directa y perfecta, se convirtió en una gran monarquía. Porque nadie tenía poder excepto Tony. Y la productividad bajó de manera sensible. Los empleados buscaban una guía, un orden y no lo encontraban.
Mientras tanto, Tony Hsieh invirtió más de 300 millones de dólares en reformar y modernizar el downtown de Las Vegas. Su primera intención fue crear un lugar para él y sus empleados. Luego lo reconvirtió en un polo tecnológico.
Tiempo después redobló la apuesta e intentó crear una vasta ciudad utópica en Park City, Utah.
Estaba obsesionado con la felicidad, con conseguir un estado de felicidad perpetuo. La idea original la había obtenido en una clase de Harvard y quedó dando vueltas en su cabeza. Al llegar a la cima de su profesión creyó, se convenció, de que era el momento de ponerlo en marcha, que no había nada que podía detenerlo o que pudiera llevarlo al fracaso. El fundaría la Ciencia de la Felicidad. Y Park City sería su sede, el terreno en el que ocurriría.
De a poco más que los gestos disruptivos, los atajos geniales y las propuestas novedosas, se fueron imponiendo las excentricidades y los excesos.
La adicción al alcohol, el juego y las drogas fue desmoronando a Hsieh. Consumía marihuana, ketamina y óxido nitroso en cantidades preocupantes.
Estaba convencido de que el consumo de óxido nitroso modificaba (de manera positiva) los niveles de oxígeno en sangre y que eso le permitía casi no dormir. El mundo no podía permitirse perderse ni un minuto de su lucidez, por eso desechaba el descanso, las horas muertas. Y pretendía vivir en una espiral de plena productividad aunque las ideas que salían de su mente, atiborrada de drogas y ya frágil, eran cada vez más disparatadas y alejadas del mundo real.
Sus biógrafos se hacen una pregunta interesante. Las ideas innovadoras, disruptivas, de Hsieh ¿eran sólo fruto de su genialidad o síntomas de su psicosis? Por un buen tiempo algunas de sus dificultades mentales y sociales lo ayudaron a crear empresas revolucionarias.
Dejó el mando de Zappos cuando ya era evidente que no podía conducir la empresa. Su conducta se volvió errática e impredecible. La gente que estaba a su alrededor varió la actitud. Ante el destrato y los gestos arbitrarios y despóticos, los que habían sido sus amigos se alejaban. A su familia no la escuchaba. Quedaron a su alrededor los que querían aprovecharse de él. Y Tony, en su afán de que su último proyecto, Park City, se convirtiera en un éxito puso una regla que propició que todos quisieran sacar tajada: estableció que todo el que cerrara algún contrato o compra para su nueva ciudad, se llevaría como comisión el 10 % del total. Todos (su secretaria, su hermano, empleados, abogados y hasta desconocidos) se lanzaron con voracidad sobre las cuentas de Hsieh y sacaron tajada. Aprovecharon el estado de obnubilación permanente en el que vivía.
Varios miembros de su entorno se habían dado cuenta de que el dinero fluía libremente y que la prodigalidad de Tony estaba desbocada. Todos querían sacar partido. Hacerse millonarios en poco tiempo. Su secretaria personal consiguió en dos semanas un aumento de su salario. De 9.000 dólares pasó a ganar 30.000. Pero aprovechando la ley del 10 % por cada contratación que cerraba por orden de Tony, y se viabiliza a través de ella, exigía su parte. Tras la muerte de Hsieh, se presentó en el juicio sucesorio y reclamó 30 millones de dólares.
Había una ley irreductible para no ser expulsado del círculo áulico: nunca criticar las conductas de Tony, nunca pedirle moderación. Cualquiera que le hiciera ver el estado en que se encontraba, la manera evidente en que se despeñaba, era enviado al ostracismo.
Unos meses antes de su muerte, sus padres lo fueron a ver. Tony no escuchaba a nadie. Menos a su familia. Pidió a su entorno que no lo dejaran solo con ellos más de cinco minutos: el que lo permitiera sería despedido. Les dijo que si le hablaban como familiares, él no iba a prestarles atención.
Tony venia de una internación después de un episodio de sobredosis y de varias crisis maníacas. La madre le rogó que hiciera un tratamiento. Tony le respondió que él lo haría sólo si ella se metía en una bañadera repleta de hielo por cada minuto que él hiciera terapia.
En su espiral descendente de megalomanía y drogas se fue quedando sin afectos. Algo que no tiene ninguna relación con la felicidad. A su alrededor sólo quedaron empleados y gente que buscaba exprimir sus millones. La cantante Jewell, una de las pocas amigas que tuvo casi hasta el final, le escribió una carta que decía: “Cuando mirás alrededor y sólo te rodea gente que integra tu nómina de pagos mensual estás en serios problemas”.
El consumo de droga se había descontrolado. Inhalaba entre 3 y 5 gramos de ketamina diarios y aspiraba decenas de tubos de gas hilarante (de los que en Estados Unidos se usan para hacer crema batida de manera casera). Había perdido muchísimos kilos y rara vez se bañaba. Casi no dormía. Su ostentosa mansión, estaba en ruinas por dentro. Vivía en medio de la suciedad, los desechos, con restos de su propio excremento en paredes y pasillos. Las canillas de todos los baños y de la cocina estaban prendidas todo el tiempo: quería escuchar permanentemente el sonido del agua cayendo. Convencido de su genialidad y que cada una de sus ideas valía millones de dólares no quería que nada se perdiera; contrató varios taquígrafos que se desempeñaban en los tribunales para que, en turnos rotativos, lo siguieran todo el día para que cada una de sus palabras quedara registrada.
Cada diez minutos alguno de sus asistentes debía preguntar si se encontraba bien. Siempre debía haber alguien despierto. Eso fue lo que hizo que los bomberos pudieran llegar el día que se incendió el depósito de la pileta antes de que su cuerpo estuviera carbonizado.
El 18 de noviembre de 2020,Tony estaba en Connecticut en la casa de una amiga con la cual había mantenido una relación amorosa. Lo acompañaban decenas de asistentes y empleados. Viajaba con ese séquito permanente, cada vez más amplio y voraz. Una Armada Brancaleone de ambiciosos y aprovechadores que iban tras los millones del magnate atiborrado de drogas que cada vez perdía más contacto con la realidad, que parecía haber perdido la razón.
Antes de ingresar al tinglado de la pileta, y en un evidente estado de ebriedad, exigió que le llevaran encendedores, marihuana, varios tubos de óxido nitroso, un tanque de propano, velas, pizzas. Entró y cerró por dentro. A los pocos minutos, comenzó el fuego.