Criminalidad y derechos: Petro, Bukele y Fernández
Todo gobierno democrático sabe que en un Estado constitucional aún los peores criminales poseen derechos, incluido el debido proceso. Pues ello ha perdido vigencia y explica una buena parte de la erosión y la ruptura democrática que vivimos hoy. No solo en El Salvador
Me sentí interpretado por las palabras de Petro. Claro que impresionan esas imágenes, además en un verdadero ritual exhibicionista. El gobierno de El Salvador incurrió en una suerte de espectacular producción cinematográfica para inaugurar y mostrar al mundo su megacárcel, una mezcla de película de horror y ciencia ficción. Distribuidas por la propia presidencia, las imágenes evocan la prisión de máxima seguridad Fiorina 161, diseñada para presos masculinos con una predisposición genética a conductas antisociales. Era en Alien 3.
Quedé pensando en los derechos y garantías de los reclusos salvadoreños; me preguntaba si sus abogados estarían detrás de cámaras. Porque todo gobierno democrático sabe que en un Estado constitucional aún los peores criminales poseen derechos, incluido el debido proceso. Pues ello ha perdido vigencia y explica una buena parte de la erosión y la ruptura democrática que vivimos hoy. No solo en El Salvador.
Es decir, se olvida que la democracia es un método para llegar al poder, el voto en elecciones libres y justas, y un método para ejercerlo una vez allí, con separación de poderes y vigencia de las libertades individuales. Es que si no existen límites y rutinas institucionales precisas acerca de cómo se debe usar el poder público—si no existe independencia entre los poderes del Estado, esto es—las personas habrán perdido sus derechos. Aunque voten; Bukele gana elecciones.
Alguna vez me referí a dicho régimen político como “post-democracia”. “Post” porque tiene la apariencia de una democracia. Y porque la noción de “democracia iliberal”, alternativa muy usada por los expertos, no se sostiene sobre este andamiaje institucional. Hay un límite muy inmediato acerca de cuánto iliberalismo puede resistir una democracia y seguir siendo tal cosa. La sumatoria de individuos despojados de derechos hace que el “demos” se quede sin “kratos”; o sea, una sociedad incapaz de ejercer el poder, aunque vote.
Bukele respondió presto. “Los resultados pesan más que la retórica. Deseo que Colombia en realidad logre bajar los índices de homicidios, como lo hemos logrado los salvadoreños. Dios los bendiga”. Todo esto por Twitter, que es como se gobierna en la post-democracia de hoy.
Petro replicó que en Colombia sí ha habido una reducción de los homicidios gracias a la educación, además de invitar al mandatario salvadoreño a un foro internacional para hablar sobre políticas de seguridad. “Pasamos de 90 homicidios por cada 100.000 habitantes en 1993 en Bogotá a 13 homicidios por cada 100.000 habitantes en 2022″, aseguró.
Curioso, en las fechas que cita Petro hubo gobiernos que él mismo había denunciado como violatorios de derechos humanos. Tal vez no lo fueron tanto; o tal vez comienza a entender las dificultades de gobernar un país con violencia de vieja data; o sea, estructural, y valore que, en efecto, el crimen ha descendido en Colombia en ese lapso; si bien ha comenzado a crecer en 2022.
Bukele había anunciado el traslado de las primeras dos mil personas “en la madrugada, en un solo operativo” al llamado Centro de Confinamiento del Terrorismo, “la cárcel más grande de América, donde vivirán durante décadas, todos juntos, sin poder hacer más daño a la población”, dijo el mandatario extralimitándose en sus funciones. La determinación de las sentencias judiciales, incluyendo el tiempo de la pena, son materia del poder judicial.
Es cierto que el crimen ha descendido notablemente en El Salvador, las tasas de asesinatos caen, barrios que han sufrido años de violencia y extorsión por parte de las maras disfrutan de una calma sin precedentes. Al mismo tiempo, sin embargo, ha aumentado la opacidad de los actos de gobierno.
El Estado de Emergencia otorgó amplios poderes a las fuerzas policiales, incluido la detención de sospechosos sin prueba ni debido proceso. Sus operaciones de “extracción” (término usado por captura) las asemeja a un ejército de ocupación, el cual por definición no discrimina culpables de inocentes. Así, desde el inicio del Estado de Excepción la población carcelaria del país se ha convertido en la más grande del mundo, al tiempo que se acumula evidencia que sugiere la existencia de malos tratos en los centros de reclusión.
El gobierno tampoco ha dado a conocer los costos de la construcción de la megacárcel, ni tampoco cómo ello se realizó en el tiempo récord de siete meses. Bukele justifica la ausencia de dicha información por razones de seguridad, pero la opacidad no es condición necesaria para combatir el crimen. En democracia es al revés: la transparencia legitima dichas operaciones, pero el gobierno de Bukele es cada vez menos democrático, aunque sea muy popular.
La pregunta central es cómo se lucha contra el crimen resguardando las instituciones democráticas y el Estado de Derecho. Petro, para quien el tema es cardinal en su agenda, promueve una paz total, pero ella no se materializará sin una activa presencia estatal. Los asesinatos frecuentes, tanto de policías como de excombatientes de las FARC, entre otros, son testimonio de ello. Normalizar los carteles del narcotráfico tampoco será la respuesta: la impunidad solo sirve para fortalecer la idea de Bukele de combatir el crimen con un ejército de ocupación.
Está muy bien la injerencia mutua entre Petro y Bukele, pues los derechos humanos no son asuntos internos. Además, el problema del crimen organizado es profundo en toda América Latina y no reconoce soberanías nacionales. Es tan profundo que ha penetrado la política y capturado porciones del Estado en muchos países; tanto que los salvajes crímenes del narcotráfico son casi eventos de rutina. Ese es otro rasgo de esta “post-democracia”, cuando la ley y el aparato del Estado se someten al crimen organizado, aunque votemos.
La capitulación de Aníbal Fernández, ministro de seguridad de Argentina es una patente confesión de parte. Ante la amenaza mafiosa a la familia de Lionel Messi en Rosario, nada menos, el ministro sentenció: “Los narcos han ganado”. Y no ha mentido, si en Argentina el Estado no protege a Messi, pues no protege a nadie.