El estremecedor fusilamiento del dictador rumano Ceaucescu y su esposa entre gritos y furia
En la Navidad de 1989, y luego de un juicio que fue una farsa, el sangriento dictador Nicolae Ceaucescu y su esposa Elena, temida y repudiada por haber manejado el poder codo a codo con su marido, fueron derrocados por una revuelta popular. No hubo justicia para ellos, sino venganza: fueron condenados a muerte y ejecutados mientras las cámaras de la tevé filmaban minuto a minuto
Así murieron Nicolae Ceaucescu y su mujer, Elena, en la tarde de Navidad de 1989. Atadas sus manos a la espalda, venda negras que deberían haber tapado sus ojos mal fijadas en las nucas, con unos abrigos de pieles que parecían protegerlos del invierno helado del Este europeo, y ametrallados por tres fusileros del cuerpo de paracaidistas, antes leal al dictador y ahora en rebeldía junto al resto del ejército rumano. Todo fue tan apresurado, tan confuso y disparatado, que ni siquiera se sabe con exactitud quién disparó y quién no.
Todo está filmado y a disposición de los ojos morbosos que quieran certificar el espanto. Filmado incluso está el juicio sumarísimo al que fueron sometidos Ceaucescu y su mujer, otro disparate jurídico que duró apenas dos horas, no tuvo causa previa, se llevó adelante a gritos entre fiscal, juez y acusados, y terminó con una condena a muerte que ya estaba dictada y que era inamovible.
El parte oficial de la muerte de las dos personas más poderosas de Rumania, parecía una broma: “La condena es definitiva y fue ejecutada”, un oxímoron en sí mismo: si la condena fue ejecutada da igual si era definitiva, provisoria o revocable. Pero así era todo en la Rumania de Ceaucescu: el mundo había dado una vuelta carnero a su alrededor, y el viejo dictador no se había dado cuenta. El bloque comunista de Europa había caído en parte o tambaleaba sin rumbo; el Muro de Berlín se había hecho añicos un mes y medio antes y Alemania estaba a punto de volver a ser una y unida, bajo las notas de la Novena Sinfonía de Beethoven; los estados comunistas de Polonia, Checoslovaquia y Hungría, además de la Alemania del Este, eran historia después de revoluciones pacíficas, no del todo incruentas, pero sin el aura trágico de las revueltas de décadas anteriores. Era el turno de Rumania. Y Ceaucescu no lo vio. O no lo quiso ver.
Había nacido el 26 de enero de 1918, sobre los restos del imperio austro-húngaro atomizado por la Primera Guerra Mundial. Era hijo de un pastor que adhería al Partido Campesino y fue un comunista desde adolescente, desde que llegó del campo a Bucarest, cuando tenía once años, para ganarse la vida en lo que fuese. A los catorce años estaba afiliado al Partido Comunista Rumano, que era ilegal, y al año siguiente fue arrestado por participar de peleas callejeras durante una huelga y por recoger firmas en favor de los trabajadores ferroviarios en dificultades. Su prontuario de rebelde de dieciséis años decía: “Peligroso agitador comunista; distribuidor activo de propaganda comunista y antifascista”.
A los dieciocho años era un clandestino endeble: fue capturado y condenado a dos años de cárcel. En 1940, en plena guerra y con Rumania aliada de los nazis, el comando de ocupación alemán funcionó en una residencia de Bucarest que en los años 90 fue sede de la embajada Argentina, Ceaucescu conoció a Elena Petrescu, la mujer que iba a cambiar su vida y sería decisiva en su carrera política. Volvieron a arrestarlo en pleno romance y en 1943 lo trasladaron al campo de concentración de Tárgu Jiu. Allí conoció a quien iba a ser su mentor y su protector: Gheorghe Gheorghiu-Dej. Cuando pasó la guerra y Rumania quedó del lado soviético, según el reparto de Europa que acordaron en Yalta Franklin Roosevelt, Winston Churchill y José Stalin, líderes de las potencias vencedoras, Ceaucescu se convirtió en secretario de la Unión de la Juventud Comunista. Tenía 27 años.
Hizo una carrera veloz y brillante. Los comunistas llegaron al poder en 1947 y Gheorghiu-Dej al gobierno rumano. Ceaucescu fue ministro de Agricultura, vice ministro de las fuerzas armadas, viceministro de Defensa y jefe de la Dirección Superior de Política del Ejército con el grado de mayor general. En 1952 Gheorghiu-Dej lo llevó al Comité Central del Partido, un cargo clave en la antigua estructura de poder del mundo comunista, y, en 1954 fue miembro pleno del Politburó.
A la muerte de Gheorghiu-Dej en marzo de 1965 Ceaucescu se convirtió en el líder del PC rumano y, en 1967 llegó a la presidencia del Consejo de Estado, un cargo equivalente al de primer mandatario. Su figura se hizo popular enseguida: enarboló una supuesta política “independiente” de la influencia soviética, que le ganó incluso el reconocimiento de Occidente. Sacó a Rumania del Pacto de Varsovia (la OTAN de la URSS) y, en 1968, se opuso a la invasión soviética de Checoslovaquia que ahogó un intento reformista en ese país. La supuesta oposición a los dictados del Kremlin duró incluso hasta 1984: Rumania fue uno de los pocos estados socialistas que participaron de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles de 1984, boicoteados por la URSS.
Aquel plantarle cara a los soviéticos era una ilusión, una estrategia: Ceaucescu, junto a su mujer, Elena, no dejó nunca de lado la obediencia debida a la URSS, nunca rompió con Moscú, incluso ni cuando coqueteó con el comunismo chino de Mao Tse Tung al que elogió para que rabiaran los rusos. Era un juego peligroso en una jaula de tigres que no eran de papel. La estrategia le sirvió para tejer buenas relaciones con Occidente: Rumania fue el primer estado socialista en establecer relaciones con la comunidad europea. Ceaucescu viajó fuera de Rumania, estuvo de gira por América Latina y en 1974, en Argentina recibió de manos de Juan Perón la Orden del Libertador General San Martín. Perón había recibido el apoyo de Ceaucescu durante su exilio español y viajaba a menudo a Rumania, bajo el influjo de la doctora Ana Aslán, pionera en geriatría y gerontología, que ofrecía los secretos de la eterna juventud.
Los primeros años de gobierno de Ceaucescu pusieron en marcha la economía de un país pobre y necesitado. Impulsó un programa de industrialización intensiva que aspiraba a la autosuficiencia económica de Rumania y que, en realidad, estaba en marcha desde 1959 sin poder quebrar del todo el alma campesina de la economía; creó nuevas universidades para formar a ingenieros, economistas, técnicos y juristas que, se suponía, administrarían el desarrollo inminente del país; los logros en sanidad se unieron a ciertas mejoras en las condiciones de vida de los rumanos, sobre todo en comparación con los números de la posguerra.
Pero no todo eran rosas. La policía política de Ceaucescu, la temida Securitate, mantuvo un rígido control sobre las voces opositoras, persecución, cárcel y asesinatos, y ejerció una fuerte presión sobre los medios de comunicación: Ceaucescu, que había sido opositor, no toleraba ahora a sus opositores. En 1978, uno de los miembros de la Securitate, Mihai Pacepa, desertó a Estados Unidos y reveló en un libro, “Horizontes rojos – Crónicas de un espía comunista”, que el régimen de Ceaucescu había colaborado con extremistas árabes y espiado a varias industrias del mundo occidental. El libro es de 1986, tres años antes de la muerte de Ceaucescu.
En la década del 70, Ceaucescu se empeñó en implantar un culto a su personalidad. Ese es el instante en el que, al decir de Mario Vargas Llosa, se joden los países: cuando sus líderes se proclaman padres de la patria, madre de sus habitantes, abuelos de sus chicos. Ceaucescu se dio el título de “Conductor” (Conducator ) y exigió ser adorado como lo que no era ni representaba. Un viaje a la China de Mao y a la Corea del Norte en manos de Kim Il-sung, le sirvió a Ceaucescu, y a su mujer, para delinear el perfil del hombre nuevo rumano: autosuficiente, nacionalista y guiado por el conducator.
Planificaron entonces una “revolución cultural” como la que China había desencadenado en los años 60: culto a la personalidad, hombre nuevo, nacionalismo acendrado, revolución cultural, aquello era populismo en estado puro. El resultado fue un autoritarismo estalinista, sostenido por las atrocidades de la policía secreta y avalado por un sector de los intelectuales rumanos, imprescindibles para los planes del dictador. El día del cumpleaños de Ceaucescu se convirtió en fiesta nacional; un poeta le cantó: “Eres la conciencia vigilante que da luz / El Partido, Ceaucescu, Rumania / es todo lo que tenemos / cerca de nuestros corazones”. Con el tiempo, como siempre pasa, estas tonterías perdieron su intención sacra y pasaron a ser circenses: Ceaucescu se hizo llamar “El Danubio Azul del socialismo”.
La sacralidad incluía también a Elena Ceaucescu. El ascenso a presidente del marido le había valido un sospechoso doctorado en química, cuando Elena era una mujer de rudimentaria cultura, que había trabajado en un laboratorio después de dejar el colegio, a los catorce años y, luego, la habían convertido en directora del Instituto Químico de Bucarest. Las universidades de Moscú, Teherán y Buenos Aires le dieron doctorados honoris causa, distinciones que se negaron a otorgar Oxford y Cambridge, pese a la presión de la diplomacia de su país. En 1974 fue nombrada miembro de la Academia Rumana, el título más alto al que puede aspirar un científico. Y en 1980 ya era viceministra y gobernaba codo a codo con su marido: era una mujer temida y aborrecida, una mano de hierro que ni siquiera usaba un guante de seda.
La revolución cultural rumana, y Ceaucescu y su mujer, echaron al barranco todo el andamiaje de la Rumania socialista. Al presidente le atacó la megalomanía, hizo demoler un antiguo y simpático barrio de Bucarest para construir el edificio más grande del mundo, que debía alojar a todas las instituciones del Estado. Quien lo vio, no lo olvida. Es un monstruo de piedra, una especie de monumento a la burocracia y a la desidia estatal que hoy alberga al Parlamento. Es el segundo edificio más grande del mundo, debajo del Pentágono.
La economía empezó a dar tropiezos cada vez más grandes. En 1977 los mineros iniciaron una feroz huelga, llegaron a secuestrar al ministro de minería, hasta ser aplastados por la policía. En 1987 una revuelta popular, en Brasov, fue sitiada por el ejército y terminó en una matanza de rebeldes. La oposición clandestina a Ceaucescu rara vez veía la luz y hasta el final, fue avalado por los mandatarios occidentales: en 1983 George W Bush lo calificó como “El buen comunista”.
La búsqueda de la independencia económica ahogó el proyecto de industrialización y producción de Rumania. Un préstamo otorgado por el FMI, que Ceaucescu intentó pagar de inmediato, derivó en serias restricciones a la energía eléctrica y al gas, y al racionamiento de productos de primera necesidad. Las calles de Bucarest estaban a oscuras y los restaurantes vacíos de público y de productos para elaborar sus menús. El gobierno impuso un duro racionamiento de productos básicos y Rumania volvió a un hambre que su pueblo había vivido durante la Segunda Guerra.
El principio del fin estalló en Timisoara, una bella ciudad industrial del oeste del país. Allí predicaba un pastor húngaro, Lazlo Tokes, un fuerte crítico del gobierno. El 16 de diciembre de 1989, frente a la Iglesia Reformada Calvinista, la policía política del régimen intentó apresar a Tokes para, en el mejor de los casos, expulsarlo del país. Los sermones del pastor eran parte, mínima, de los cambios profundos que sufría en esos días el mundo comunista del este de Europa y que, en solo dos años más, iban a llevar a la disolución de la URSS.
Cien mil personas, en su mayoría estudiantes, salieron a la calle en defensa del pastor, pero en contra del gobierno de Ceaucescu. Cantaban “Libertad” y “¡Despierta, rumano!”. Dos días después, el dictador dio orden de disparar contra los manifestantes: murieron cerca de sesenta personas y hubo dos mil heridos.
Los enfrentamientos duraron seis días, viajaron a toda velocidad hacia Bucarest y ganaron la capital. La represión fue feroz. En Timisoara, los opositores al régimen dieron una cifra de muertos mucho mayor a la real y hasta manipularon los cadáveres que mostraron a la prensa. Las cifras oficiales, que nunca lo son, fijaron en 1.104 los muertos y en 3.552 los heridos durante los enfrentamientos que precedieron a la caída de Ceaucescu que, el 21 de diciembre, al regresar de un viaje a Irán, llamó a una asamblea del PC rumano en la que pretendía ganar el apoyo popular. Pero Timisoara estaba muy fresco y la multitud le gritó: “¡El pueblo somos nosotros! ¡Abajo el dictador! ¡Muerte a los criminales!”. El ejército baleó a los manifestantes.
Todo tarde y mal. Bucarest fue la capital de la rebelión. Los rumanos parecían haber perdido el miedo, sostenidos como lo estaban por la crisis del comunismo en el este europeo. Ceaucescu recurrió a lo que creyó su carisma vigente y, de paso, a satisfacer su pasión por los grandes aglomeraciones: convocó a un gran acto popular para hablar desde los balcones del PC rumano. Era el jueves 21 de diciembre. Los aplaudidores oficiales, siempre los hay, fueron arreados en micros y camiones y en el inicio del acto, Ceaucescu fue aplaudido y vitoreado. Llegó a acercarse al micrófono y hacer un anuncio que, pensó, calmaría las aguas: “Esta mañana hemos decidido que, durante el próximo año, aumentaremos el salario mínimo”.
Hasta que alguien gritó “¡Timisoara”! Entonces empezaron los abucheos, por sobre los vítores se escucharon los primeros gritos de “¡Asesinos”! ¡Ratas!”. Todo transmitido en directo por la televisión. Esas imágenes también rondan internet, ya no para los ojos morbosos, sino para los interesados en la historia. Ceaucescu y su mujer hacen gestos desesperados para intentar contener los gritos. O para calmar la furia. O para pedir ser escuchados, una vez más. Fue inútil. En esos instantes sucedieron dos hechos extraños, probable parte de un complot de entrecasa, de esos que se sabe cómo empiezan, pero no cómo terminan: primero sonó un petardo; luego, la televisión dejó de transmitir. Eso fue todo. Miles de personas salieron a las calles para saber qué había pasado. El negro de la televisión duró tres minutos, el tiempo que tarda en disiparse el humo del estruendo.
Ante el tamaño de la movilización, y el tono de las protestas, Ceaucescu terminó su discurso y la pareja gobernante rumana, seguida por sus dirigentes comunistas, dejó el balcón, aturdida y perpleja, para perderse, junto al resto, en el interior del edificio. Por la noche, el ejército disparó a los manifestantes que todavía celebraban en las calles de Bucarest lo que intuían, e intuían bien, era el final de la dictadura. Fue una larga noche de guerra civil en Bucarest.
Al día siguiente, viernes 22, las protestas fueron aún más masivas. Ceaucescu, todavía al frente de Rumania, acusó de traidor a su ministro de Defensa, el general Vasile Milea, por haber actuado con tibieza en Timisoara, o por haber enviado a sus tropas sin municiones suficientes para hacer más amplia la matanza. Milea se suicidó ese mismo 22, aunque su familia dijo siempre que había sido asesinado por orden de Ceaucescu.
De inmediato, el ejército rumano entendió cómo y cuánto había cambiado todo y cómo y cuánto debía cambiar todavía. Dejó de enfrentar a los manifestantes y se pasó de bando. Sin el apoyo del ejército, Ceaucescu y Elena huyeron de Bucarest en un helicóptero hasta la residencia del presidente, en Snagov. Pero volvieron a partir con rumbo quién sabe adónde: debieron aterrizar cerca de Targoviste, a menos de cien kilómetros de la capital, porque las fuerzas armadas habían cerrado el espacio aéreo de todo el país.
Las dos figuras que habían gobernado a Rumania por más de veintidós años, hicieron dedo en la ruta, para poder huir. Shakespeare había pintado algo semejante en “Ricardo III”, Fueron recogidos por un médico, que los abandonó con una excusa cuando descubrió a quiénes había cargado, y por un segundo automovilista al que detuvo un control policial. Los Ceaucescu fueron detenidos y entregados a los militares rebeldes.
En los cuarteles de Targoviste empezó entonces un juicio sumarísimo, ilegal, absurdo, con apariencia legítima de tribunal militar, en el que se acusó a los Ceaucescu de genocidio por la muerte de “sesenta mil personas” en Timisoara, algo que no era verdad, la cifra real era de sesenta muertos; también fueron acusados de dañar a la economía rumana, de enriquecimiento ilícito, con cuentas en el exterior por más de mil millones de dólares, y por el uso de las fuerzas armadas contra civiles. El juicio fue un culebrón. También las imágenes del proceso rondan la internet. Ceaucescu acusó a sus captores de golpistas: “¡Están destruyendo la independencia rumana” Y el fiscal: “¡Hay más de sesenta y cuatro mil muertos en todas las ciudades!” ¡Ustedes llevaron a la miseria al pueblo! ¡Ustedes aplastaron a los niños con sus tanques…!” Y Ceaucescu, con un gesto de burla, “Me niego a contestar”. Y Elena, también en tono burlón: “Sí, sí… Asesinamos a niños. Esto es una provocación”. Y fiscal se burla de ella: “Aquí está la científica analfabeta que no sabe leer ni escribir”.
Así llegó la sentencia de muerte, a ser cumplida de inmediato. La farsa del juicio había durado dos horas. Las imágenes, todo fue filmado, muestran primero la incredulidad en la pareja. Después, los esfuerzos de los militares a cargo del juicio por atarles las manos a la espalda, todos incomodados por las gruesas ropas que vestían los Ceaucescu. Elena grita: “Mátennos juntos. Tenemos derecho a morir juntos”. Luego, ambos son empujados a un patio exterior, puestos de espaldas a una pared y a un oficial que coloca, o intenta colocarles una venda negra.
En 2009 uno de sus ejecutores dio detalles de aquel fusilamiento. Dorin Marian Carlan tenía entonces veintisiete años. Era entonces suboficial del regimiento de paracaidistas de Boteni. Dijo que el general Víctor Stanculescu convocó a ocho paracaidistas y les reveló que los Ceaucescu estaban arrestados y que iban a ser enjuiciados: “¿Puedo contar con ustedes hasta el final?” De los ocho, Stanculescu eligió a Carlan y a otros dos suboficiales, que son quienes atan las manos de los Ceaucescu en la sala de documentación del cuartel, donde se celebró el juicio.
“Camino del paredón -contó entonces Carlan- él, Nicolae Ceaucescu, se volvió hacia mí, que iba detrás con el arma en la mano, y me miró durante unos segundos. Vi lágrimas en sus ojos”. Condenados y verdugos caminaron quince metros hasta la pared. Ceaucescu gritó entonces: “¡Viva la Rumania socialista, libre e independiente! ¡Muerte a los traidores! ¡La Historia me vengará!”, mientras Elena insultaba a los militares. Después, Ceaucescu empezó a cantar los versos de “La Internacional”: “Arriba, parias de la Tierra / En pie, famélica legión Atruena la razón en marcha / es el fin de la opresión”.
Entonces sonaron los disparos. Ceaucescu y su mujer cayeron lentamente. “Él se levantó un metro del suelo al recibir los disparos. Murió enseguida, por mis balas y por las de Ionel Boeru, otro de los paracaidistas -contó Carlan- Elena no murió de inmediato, pese a que tenía varios tiros en la cabeza. Hacía unos movimientos raros, macabros. La rematé de un disparo.”
Años antes, para la BBC, Boeru había dado otra versión del fusilamiento en la que se hacía cargo de todos los disparos que acabaron con la vida de los Ceaucescu. Dijo que uno de sus camaradas se había paralizado, y que al otro se le había trabado el arma. Las imágenes no dan la sensación de que se haya disparado uno solo de los tres fusiles Kalashnikov. Es más, se contaron más de ciento vainas servidas de otros tantos proyectiles que dieron en los condenados, en especial en Elena.
El matrimonio fue enterrado en el cementerio civil de Ghencea, en Bucarest. En julio de 2010 se exhumaron los cuerpos para certificar las identidades. El 4 de noviembre el Instituto de Medicina Legal de Rumania confirmó que las pruebas de ADN certificaban que el muerto era Nicolae Ceaucescu. En los restos de Elena, y por el ensañamiento que había sufrido a manos del pelotón de fusilamiento, no había material suficiente para una prueba confiable.
Los dos, sepultados en 1989 por separado, fueron enterrados ahora juntos en diciembre de 2010, en una nueva tumba recubierta de granito rojo. No hay símbolos religiosos. La lápida dice: “Nicolae Ceaucescu, presidente de la República Socialista de Rumania – 1918-1989 . Elena Ceaucescu – 1919-1989″.
La tumba, en la que nunca faltan flores, es objeto hoy de cierta veneración popular.