Que Lula celebre su victoria ahora porque el futuro se avizora bastante duro
El líder del PT deberá gobernar un Brasil muy distinto al que presidió
La sorprendente fortaleza de Bolsonaro fue escarmentadora, por no decir aterradora, no sólo para la izquierda, tanto en Brasil como en el extranjero, sino también para el centro y el centro derecha brasileños que se habían opuesto a Bolsonaro y temían lo que podría hacer si ganaba un segundo mandato, hasta el punto de que el ex gobernador de São Paulo en cuatro ocasiones, Geraldo Alckmin, del Partido de la Social Democracia de centro derecha, que había sido derrotado por Lula en las elecciones de 2006, estaba dispuesto a firmar esta vez como compañero de fórmula para la vicepresidencia de Lula.
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Sin embargo, se daba por sentado que Lula ganaría votos en la segunda vuelta gracias al apoyo que recibió casi inmediatamente después de la primera ronda de dos rivales de larga data: la tercera clasificada, Simone Tebet, del centrista Partido del Movimiento Democrático, el MDB, que había obtenido el 4,16 por ciento de los votos, y el cuarto clasificado, Ciro Gomes, del Partido Democrático Laborista, de centro-izquierda, el PDT, antiguo ministro del gobierno de Lula, que había recibido el 3 por ciento. Los observadores creían que su respaldo llevaría a muchos de los 8,1 millones de brasileños que les habían votado a apoyar a Lula en la segunda vuelta. También se suponía que de los 38 millones de votantes que se habían abstenido o habían anulado su voto en la primera ronda, en la segunda votarían más por Lula que por Bolsonaro.
En cambio, fue Bolsonaro quien se hizo más fuerte, y Lula ganó 50,9 por ciento a 49,1 por ciento, y por sólo dos millones de votos, es decir, con menos de la mitad del número que lo había separado de Bolsonaro en la primera ronda. No se trata de restar importancia a la victoria personal de Lula, por su regreso, a modo de ave fénix, de lo que parecía una muerte política y una desgracia personal. Después de haber sido presidente entre 2003 y 2010, y de haber seguido siendo la figura dominante de su Partido de los Trabajadores, el PT, durante la presidencia de su sucesora elegida y antigua jefa de gabinete, Dilma Rousseff, antes de su destitución, constitucionalmente muy dudosa, por parte del Congreso brasileño en 2017, el propio Lula fue condenado a nueve años y medio de prisión por corrupción. Cumplió casi dos años antes de ser liberado provisionalmente por el Tribunal Supremo de Brasil en 2019, y su condena fue anulada en 2021.
En la izquierda brasileña, lo sucedido con Dilma es considerado por todos como un golpe de Estado de la derecha a cámara lenta. Esto puede ser exagerado en el sentido de que también se puede ver la destitución de Dilma como un juego de poder puro y duro por parte de su vicepresidente, Michel Temer, para ocupar su lugar, como de hecho hizo. Sin embargo, la destitución de Dilma y el encarcelamiento de Lula, que había planeado presentarse a la presidencia en 2018 pero le fue prohibido, abrió el camino a la victoria de Bolsonaro en las elecciones presidenciales de ese año. Pero hoy, es Lula quien ha vencido a sus enemigos. La única nota amarga es que Sergio Moro, ex ministro de Justicia de Bolsonaro y el hombre que, como fiscal, aseguró la condena de Lula y fue, en cierto modo, su Jean Valjean, acaba de ganar la elección al Senado brasileño.
No es de extrañar que la izquierda latinoamericana esté exultante. El argentino Alberto Fernández escribió en su Twitter: “¡Felicidades Lula! Tu victoria abre una nueva era en la historia de América Latina... un tiempo de esperanza que comienza ahora mismo”. Incluso antes de que Lula fuera declarado vencedor, Gustavo Petro, ex guerrillero y comprometido con la izquierda que ganó la presidencia de Colombia el pasado mes de junio, tuiteaba “Viva Lula”, mientras que su vicepresidenta, Francia Márquez, tuiteaba que Colombia y Brasil, bajo el liderazgo de Lula, se unirían para “devolver la dignidad y la paz a Nuestra América [un eslogan de la izquierda latinoamericana contemporánea]”. Por su parte, el dictador cubano Miguel Díaz-Canel escribió: “Cuba te felicita, querido compañero... Vuelve Lula, vuelve el Partido del Trabajo de Brasil, volverá la justicia social”. Prometió a Lula que su gobierno podría “contar siempre con Cuba”. Y para no ser menos, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, declaró que con el regreso de Lula a la presidencia, habría “igualdad y humanismo” en Brasil.
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Tienen derecho a su momento de emoción aliviada. Pero la idea de que la victoria de Lula es ideológicamente afín a la de Petro o que, como dijo emocionado Ricardo Monreal, líder de la mayoría del Senado mexicano, en un tuit, Lula “dirigirá su país [de nuevo] hacia la izquierda”, es totalmente descabellada. Porque, en realidad, hay muy pocos indicios de que vayamos a ver un retorno del dominio de la izquierda a la política brasileña. Durante la campaña, Lula enfatizó una y otra vez que su gobierno no sería sólo un gobierno del PT.
Y para que tenga éxito, Lula tendrá que asegurarse de que esto sea realmente así. La propia popularidad de Lula -es decir, la del Lula actual, que construye coaliciones, y no la del incendiario de izquierdas que fue y que la izquierda latinoamericana espera que siga siendo- es bastante alta en una amplia franja de la opinión pública brasileña. Pero fuera de sus bastiones en los estados del noreste pobre de Brasil, el PT es extremadamente impopular, incluso entre muchos de los que votaron a Lula. Puede que consideren su procesamiento por parte de Sergio Moro como una persecución y su encarcelamiento como una gran injusticia puramente motivada por el deseo de la derecha bolsonarista de extinguir su carrera política, pero también creen firmemente que el propio PT era extremadamente corrupto bajo Lula y Dilma y lo sigue siendo hoy.
Y las condiciones de Brasil que presidirá Lula son muy diferentes de las que había cuando dejó el cargo en 2010. Por un lado, el boom de las materias primas que le permitió pagar aumentos masivos del gasto social puede no haber terminado, pero tiene características muy diferentes en una época de alta inflación, bajo crecimiento y, por supuesto, todos los efectos de la guerra en Ucrania. Y Brasil ha cambiado para siempre por el ascenso de los evangélicos que son los más fervientes y leales seguidores de Bolsonaro y del bolsonarismo. Había aproximadamente 20 millones de evangélicos cuando Lula asumió el cargo por primera vez en 2003. Cuando Dilma fue destituida, se decía que eran unos 60 millones. Hoy, sólo cinco años después, hay entre 65 y 70 millones de evangélicos en Brasil, algo menos de un tercio de su población total.
Decir que se van a poner nerviosos bajo el gobierno de Lula sería subestimar el caso. También vale la pena señalar que, aunque las recientes elecciones en América Latina han llevado a la izquierda al poder en las cinco economías más importantes del continente (aunque afirmar que Boric en Chile y Petro en Colombia, por no hablar de Maduro en Venezuela, pertenecen a la misma familia política sería absurdo), esto no ha sido sólo el resultado de un cambio ideológico. Como ha señalado el politólogo brasileño Oliver Stuenkel, “las elecciones presidenciales de Brasil marcan la 15ª victoria consecutiva de la oposición en América Latina. En los últimos años, ningún líder democrático ha conseguido ser reelegido o elegir a su sucesor”. Y, señala, “Brasil está más enfadado, más dividido y el contexto geopolítico es mucho peor” que la última vez que Lula ocupó el cargo.
No se puede culpar a los brasileños que celebran la elección de Lula en las calles de São Paulo. Un segundo mandato de Bolsonaro realmente suponía una amenaza para la democracia brasileña, razón por la cual muchos en el centro derecha apoyaron a Lula. Pero una vez pasada la euforia, uno se teme que en los próximos años en Brasil no habrá muchos motivos de celebración.