El último regreso de Isabel II a su casa: Londres despide con olor a flores a la reina que administró con maestría la decadencia de un imperio
El ataúd con los restos de la reina llegó en la noche de este martes al Palacio de Buckingham y la capital británica se prepara para un largo y melancólico adiós
Lo del olor a flores es curioso, porque las ciudades huelen según sean sus rincones. Londres también: en el puerto huele a corsario, en la Torre, a verdugo, en el Covent Garden huele a música, en el Museo de la Guerra, donde Churchill durmió algunas noches inquietas, huele a gloria, en Bond Street huele a moda y a dinero, aunque menos que en la City. Pero todos esos efluvios tácitos quedaron sepultados por los cientos y cientos de miles de flores con los que en todos estos días los londinenses desbordaron las entradas al Palacio de Buckingham.
Ahora,
todas esas flores fueron esparcidas alrededor de los añosos árboles que
bordean el Green Park, con sus notas adj
untas, sus mensajes conmovidos,
los dibujos escolares, los muñecos de peluche y las cartas misteriosas
que colocaron sus a menudo anónimos dueños. Esta tarde eran una
atracción turística más: la gente imitaba a la realeza y se agachaba para leer esos textos y derramar acaso también una lágrima.
Mientras, en Escocia, una tierra que la reina muerta amó, se ultimaban los detalles para su traslado final a Londres y a Buckingham. La noche del lunes, alrededor del catafalco instalado en la Catedral de St, Giles, en Edimburgo, los hijos de la reina celebraron una tradición, la “vigilia de los príncipes”. El ahora rey Charles III, con su traje escocés y sus hermanos Ana y Eduardo con sus uniformes y condecoraciones militares. De civil estaba el príncipe Andrés. Le concedieron una excepción, era el hijo favorito de Isabel II, para vestir uniforme. Y la usó. Pero no fue anoche, aunque sí engalanó su traje con sus condecoraciones militares. Para quien no hay excepciones es para Harry, el nieto de la reina, que decidió dejar la realeza junto a su mujer Meghan Markle, y tiene completamente prohibido vestir el uniforme, derecho que se ganó en zonas de combate, como Andrés, y del que fue despojado por Isabel II.
A las cinco de la tarde, el Hércules de la Real Fuerza Aérea ZZ177 despegó de Edimburgo con el ataúd de la reina cubierto por la bandera real mientras la banda hacía sonar el tradicional “God Save the Queen”. Hasta los metales sonaron dolidos. Cerca de las siete, la nave aterrizó en la base militar de Northolt y quince minutos después partía hacia Buckingham.
A la hora en que sonaba en Escocia el himno británico, cerca de Buckingham otra banda militar ensayaba una marcha fúnebre con aires beethovenianos, sólo aires. Para entonces el Mall que lleva desde el arco del almirantazgo al palacio estaba vacío y desbordado en sus costados por la policía y el Ejército, en espera del cortejo de la reina. Su había terminado la congoja y había llegado la seguridad. Picadilly Circus, la que fuera tierra de la aventura, el pecado, la droga, la creatividad y acaso la rebeldía, ya no lucía el cartel enlutado con la gran foto de la reina y la leyenda “Elizabeth II 1926 – 2022″. Algunos comercios sí exhibían una vidriera dedicada a expresar su doloroso asombro por la partida, entre ellos la de Smeg, esa empresa de electrodomésticos con nostalgias del futuro.
La seguridad, en cambio, era la de siempre. Un doble vallado metálico separaba la amplia avenida del Mall del resto de los mortales. Nadie podía acercarse al primer vallado, ni caminar sin zozobras siquiera cerca; las altas cabinas de televisión, desiertas, se alzaban más que para esperar el cortejo, para captar las imágenes que mañana marcarán la “procesión” desde Buckingham hasta Westminter Hall, donde el ataúd quedará expuesto por cuatro días a la veneración pública.
Pese a las restricciones, se había habilitado un circuito de acceso público a las puertas del Palacio y miles de personas lo recorrían ansiosas, muchas pisaban sin notarlo los “botones” de bronce que rinden homenaje a la princesa Diana Spencer, la primera mujer del hoy rey Charles III. De pronto cayó una lluvia con aires bíblicos que no disuadió a nadie, embarró a muchos y arruinó el deseo siempre inaudito de los cultores de la “selfiemanía”. El otoño acecha a Londres de la misma manera que escribió Evaristo Carriego, acechaba a su casa de Palermo: lluvioso, melancólico, callado.
Iluminado, en contraste con la oscuridad de la tarde que moría, el ataúd perfectamente visible desde el exterior, con el paso abierto por tres motocicletas, Isabel II recorrió por el centro de Londres su último viaje a casa, según la mujer de las flores amarillas que se llamaba Joan, rondaba la cincuentena y estaba conmovida. También lo estaban los cientos de personas que ayer detuvieron sus autos a la vera de las calles, salieron al exterior, aplaudieron, dieron vivas, o inclinaron la cabeza, o arrojaron flores, más flores a su paso, sin desbordes, sin fervores excesivos, sin fervores desatados, salvos algunos pocos aullidos entusiastas.
Y era verdad que Buckingham era la casa de la reina muerta. Allí vivió, allí siguió los dramas políticos y sociales a lo largo de setenta años. Allí, desde sus balcones, festejó el final de la Segunda Guerra y desde allí administró, con admirable maestría, la decadencia de un imperio; desde allí celebró el casamiento de sus hijos, el nacimiento de sus nietos y cada uno de sus cumpleaños.
A las ocho y cinco de la noche, el ataúd ingresó, ovacionado, a Palacio. Pasará la noche, la última noche de Isabel II en Buckingham, en el Bow Room, donde será velado en privado. Después llegará el adiós público y el lunes será sepultada junto a su marido en el castillo de Windsor. Será el final de un largo adiós.