Neil Armstrong: pisó la Luna, se hundió en las cavernas de la Tierra y sus restos están en el fondo del mar
A los 5 años tuvo su bautismo de fuego. Se convirtió en piloto y fue héroe en la guerra de Corea. Luego llegó el Apolo XI, su gloria internacional y su fama de huraño. La tragedia que marcó su vida, el nuevo amor en la adultez y la pasión por la geología. Murió hace 10 años y dejó un último deseo
Fue un piloto toda su vida, desde que despertó casi a los sentidos. Había nacido el 5 de agosto de 1930 en Wapakoneta, Ohio, en el condado de Auglaize. Llevaba sangre escocesa, irlandesa y alemana. El papá, Stephen Koenig Armstrong, era auditor del estado de Ohio, obligado a vivir a salto de mata y en diferentes condados, él y su familia, con dos hijas más, June y Dean. Cuando Neil tenía dos años, don Armstrong lo llevó a ver las carreras aéreas de Cleveland. Parece que Neil miró el cielo durante horas y ya no sacó más los ojos de él. A los cinco años el padre lo hizo trepar a un avión para su vuelo de bautismo en el condado de Warren. Ese sí que fue un pequeño paso para un chico. Subieron los dos en un Ford trimotor con un nombre que describe su apariencia y su fragilidad: “Tin Goose”. Quiere decir “Ganso de Hojalata”.
Por fin, la familia regresó a Wapakoneta para quedarse, así que Neil estudió en la secundaria de Blume y se inscribió en un curso de pilotaje de aviones en el aeródromo local. Cuando cumplió los dieciséis, tuvo en sus manos un certificado de vuelo estudiantil y unos días después, en agosto de 1946, hizo su primer vuelo en solitario. Ya era un piloto novato y recibido, aunque no tenía registro para manejar autos.
Armstrong fue un activo boy scout y, fiel a su estilo, alcanzó el más alto rango, Eagle Scout, Explorador Águila. Muchos años después, el 18 de julio de 1989, cuando volaba a bordo del Columbia en la misión Apolo XI que lo llevaría a la Luna envió un saludo a todos los scouts del mundo y mostró que había llevado consigo, entre las pocas cosas personales que podían portar los astronautas, la Insignia Scout Mundial que fue y vino en aquel vuelo de gloria.
A los diecisiete años empezó a estudiar Ingeniería Aeronáutica en la Universidad de Purdue. Ya lo habían aceptado en el prestigioso MIT, el Instituto Técnico de Massachusetts que todavía no era famoso en todo el mundo. Pero un tío lo convenció de que el MIT no era imprescindible con un argumento un poco chauvinista: le dijo que no hacía falta ir tan lejos para tener una buena educación. Una beca del Plan Holloway le pagó los estudios en Purdue. La Beca Holloway comprometía a los estudiantes a hacer dos años de entrenamiento de vuelo y un año de servicio en la Armada como aviador, después de completado los estudios, y realizar luego estudios superiores durante otros dos años. Para Armstrong esas condiciones eran como si castigaran a un chico a comerse un helado.
Cuando la armada lo reclutó, a los dieciocho años, ingresó en la base aérea de Pensacola para formarse como piloto. Se convirtió en guardia marina el 24 de febrero de 1949 y entrenó en varios aviones caza hasta que el 2 de marzo de 1950 aterrizó su avión en la cubierta del portaaviones USS Cabot, una hazaña si se piensa en la pequeña pista de aterrizaje de un portaaviones: una estrecha cinta metálica en la inmensidad del mar.
A los veinte años, en 1950, ya era un aviador naval graduado del Escuadrón 7 del Servicio Aéreo de la Flota Aeronaval de San Diego. En 1951 piloteaba ya aviones a reacción, y los aterrizaba en los portaaviones, mientras Estados Unidos se prestaba a entrar en guerra en Corea, el primer conflicto armado de la Guerra Fría.
Neil Armstrong, que ya era pintado por sus camaradas como un tipo de sangre fría y habilidades fantásticas, entró en combate en Corea el 29 de agosto de 1951, como escolta de un avión de reconocimiento sobre Songjin. Cinco días después, el 3 de septiembre, cuando volaba a ciento cincuenta metros de altura en un caza F9F Panther, que ya había recibido algunos impactos enemigos, Armstrong se tragó un cable antiaéreo tendido entre dos colinas, una trampa para aviones, que la arrancó dos metros de un ala. Logró regresar a territorio amigo, pero perdió también un alerón de modo que decidió eyectarse sobre el mar, y esperar que lo rescataran los helicópteros de la armada. Pero los vientos llevaron su paracaídas a tierra firme y quien lo recogió fue uno de sus amigos de la escuela de vuelo en un jeep. Del avión no quedaron rastros.
Voló en total setenta y ocho misiones sobre Corea, recibió la Medalla del Aire, la Estrella de Oro, la Medalla del Servicio en Corea y la Estrella de combate. Dejó la Armada en agosto de 1952, a los veintidós años, y pasó a la reserva, donde lo hicieron teniente. Allí sirvió durante ocho años hasta que renunció al servicio en octubre de 1960.
Volvió a Purdue para terminar sus estudios, sacó notas altísimas, vivió en la casa de la fraternidad Phi Delta Theta, como si fuera un chico veinteañero, tenía treinta años, que regresara a la primera juventud interrumpida por la guerra. Escribió y dirigió dos musicales, que eran parte de sus estudios obligatorios, presidió el Club de Vuelo de Purdue y voló todos sus aviones, rompió uno al intentar un aterrizaje forzoso en una chacra; fue miembro de la Banda Honoraria Nacional de la fraternidad estudiantil Kappa Kappa Psi, y tocó el bombardino barítono en la banda de la Universidad de Purdue. El bombardino barítono es una especie de trompeta corta, doblada sobre sí misma, de boca ancha y típica de las bandas estudiantiles: arma bochinche. Mozart no escribió nada para bombardino barítono. Lo de Neil eran los cielos y no los pentagramas.
Armstrong se graduó en ingeniería aeronáutica en enero de 1955 y completó un master en la Universidad de California. El 28 de enero de 1958 se casó con Janet Elizabeth Shearon, mientras él ya trabajaba en el Laboratorio de Vuelo a Propulsión Lewis del Comité Asesor Nacional para la Aeronáutica. La pareja se casó en la Iglesia Congregacional de Wilmette, Illinois. Tuvieron tres hijos: Eric, Karen y Mark.
En junio de 1961, le diagnosticaron a Karen que tenía un año y tres meses, un tumor maligno en el tronco encefálico. La beba murió el 28 de enero de 1962, a los dos años, por una neumonía relacionada con su salud deteriorada: ya no podía hablar, ni caminar. La tragedia marcó para siempre a Armstrong, que encerró sus sentimientos y se ganó fama de frío y distante.
Nunca dejó de lado ni los aviones ni los cielos. Se convirtió en piloto de pruebas, calificado de temerario. Arriesgó su vida varias veces, protagonizó algunos accidentes célebres porque su trabajo era detectar las fallas de los aviones experimentales; voló el avión cohete experimental North American X-15 con el que alcanzó una altitud de sesenta y tres kilómetros. Así se convirtió en la joya de la flamante Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio, NASA, cuando fue fundada por Dwight Eisenhower el 1 de octubre de 1958. Armstrong era el candidato ideal, y lo seleccionaron, para el programa “Man in Space Soonest” el primero de los intentos de llevar un hombre al espacio encarado por la Fuerza Aérea americana. Ese proyecto murió por falta de financiación, y cuando la NASA armó el programa Mercury, la selección de astronautas se hizo con pilotos de prueba que fuesen militares. Y Armstrong era civil.
Cuando en abril de 1962 la NASA anunció que buscaba astronautas para el Programa Gemini, que consistía en lanzar al espacio una nave tripulada por dos pilotos, y abrió el abanico a pilotos civiles calificados, Armstrong se anotó, tarde. Su solicitud llegó una semana después del 1 de junio, día del cierre de inscripciones. Pero alguien la vio: era un piloto llamado Dick Day que había trabajado junto a Armstrong en la base Edwards, así que tomó la solicitud y la mezcló con las que ya estaban seleccionadas. Ese fue otro pequeño gran paso.
Después de un durísimo examen médico en San Antonio, Texas, el 13 de septiembre de 1962, Deke Slayton, el jefe de la oficina de astronautas, que había sido piloto en la Segunda Guerra, seleccionado en el primer grupo de hombres a ser enviados al espacio y apartado por problemas cardíacos ese mismo año 62, le preguntó a Armstrong, pura retórica, si estaba dispuesto a unirse a cuerpo de astronautas de la NASA. Para entonces, el secreto que había rodeado la selección ya no lo era y el apellido Armstrong empezó a circular en los diarios: podía ser, lo sería casi seguro, el primer civil astronauta. Lo fue, junto con Elliot See. Este segundo grupo de astronautas tenían una sola diferencia con los del proyecto Mercury, a los que habían bautizado con esos apodos que suenan a epopeya: los “Mercury Seven”; los nuevos eran más jóvenes y tenían, todos, mejores recursos académicos.
Armstrong fue el comandante de la Gemini 8, lanzada el 16 de marzo de 1966, y el primer civil astronauta estadounidense. Era una misión arriesgada y peligrosa. Y no salió bien. Fue el primer vuelo al espacio que planeó perseguir, alcanzar y acoplarse a una cápsula no tripulada llamada Agena. El copiloto, David Scott, debía llevar a cabo una actividad extra vehicular (EVA), la segunda en la historia de las misiones espaciales. La misión debía durar setenta y cinco horas, cincuenta y cinco de ellas con la Gemini en órbita. El encuentro y acople entre las dos naves fue exitoso. Todavía no existían estaciones de seguimiento en cantidad suficiente para cubrir el viaje completo, de manera que la comunicación entre el centro de control y los astronautas fue intermitente. Las dos naves acopladas empezaron a rodar sobre sí mismas sin que Armstrong pudiera corregir el desperfecto con el sistema de maniobra orbital.
Por consejo del centro de control, se desacoplaron de Agena pero los giros de Gemini se hicieron más veloces y peligrosos. Armstrong, que no tenía en esos momentos contacto con el centro de control, tomó una decisión: apagar el control de maniobra orbital y habilitar el sistema de control de reentrada a la Tierra, que haría descender a Gemini en la primera oportunidad. Así fue, Gemini 8 amerizó en el Pacífico occidental, a mil kilómetros de Japón. Las investigaciones atribuyeron la cuasi tragedia a un cable dañado. Y cualquier crítica a los tripulantes, los responsabilizaban de ignorar los procedimientos de avería que hubieran salvado la misión, fue desterrada por el director del Programa Geminis, Gene Kranz: “La tripulación reaccionó de acuerdo a su entrenamiento. Y si lo hicieron mal, fue porque no los entrenamos bien”.
El programa Apolo sí que empezó mal. Apolo I. El 27 de enero de 1967, durante un simulacro de despegue, la cápsula estalló, se incendió y mató en tierra a los tres astronautas encargados de pilotearla: Gus Grissom, Edward White y Roger Chaffee.
Armstrong, junto a sus pares Gordon Cooper, Dick Gordon, James Lovell y David Scott estaban en Washington, para asistir a la firma de un tratado sobre el espacio ultraterrestre a firmarse en la ONU. Se enteraron de la tragedia al regresar al hotel Georgetown Inn y trataron de borrarla en vano a lo largo de la noche a fuerza de whisky. El 5 de abril, mientras se conocía el resultado de la investigación en Apolo I, Armstrong y otros diecisiete astronautas se reunieron con Deke Slayton, que les dijo: “Los primeros chicos que volarán en las primeras misiones lunares son los que están en esta habitación”. Según el astronauta Eugene Cernan, Armstrong no mostró ninguna reacción, ni siquiera sorpresa: sabía que eran los únicos capacitados para volar aquellas misiones.
La lista de tripulantes del Programa Apolo, quiénes iban a tripular cuáles misiones, y sin saber cuál sería la destinada a pisar la Luna, se conoció el 20 de noviembre de 1967. Después de idas y vueltas, tripulaciones que cambiaron una misión por otra, enfermedades y recuperaciones, Armstrong quedó como comandante de la Apolo XI, junto a Edwin “Buzz” Aldrin y a Michael Collins.
El módulo lunar Eagle – Aguila, alunizó a las 20:17: 40, hora universal, del 20 de julio de 1969. Fue un aterrizaje a lo Armstrong. Eagle estaba sin combustible y había gastado casi todo su tiempo para poner sus patas en suelo lunar. Fue porque Armstrong notó que el módulo se alejaba de la zona prevista para el alunizaje y que esa zona tenía algunos cráteres que podían dañar el vehículo. Entonces desconectó el módulo de la computadora que guiaba el vuelo y manejó el módulo con sus manos, “como si fuera un helicóptero”, diría luego.
Fue una temeridad. El Eagle no era sólo el módulo de alunizaje. En la parte superior, con sus propios depósitos de combustible, Eagle cargaba el módulo con el que los dos astronautas debían despegar de la Luna y alcanzar y acoplarse al Columbia, que piloteaba Michael Collins en la órbita lunar. Si aquel cacharro, guiado por una computadora con la memoria que hoy tiene una calculadora de bolsillo, sufría algún daño y los astronautas no podían partir de la Luna…
No pasó. Y Armstrong informó al centro de control de Houston, lacónico y preciso: “Houston, aquí la Base Tranquilidad. El Eagle ha alunizado”. Los dos astronautas estrecharon sus manos y se dieron unas palmadas en la espalda mientras llegaba la respuesta desde la Tierra: “Roger, Tranquilidad. Los copiamos en la Tierra. Aquí hay un montón de chicos a punto de volverse azules. Respiramos de nuevo. Gracias”. Durante las maniobras de aproximación y alunizaje, el corazón de Armstrong latió entre cien y ciento cincuenta pulsaciones por minuto.
Después vino la planta de su bota en la Luna, la famosa frase previa: “Este es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la Humanidad”, su conversación, interrumpida por su llanto entrecortado, con el presidente Richard Nixon, y la gloria, que no es poco.
Los tres astronautas participaron de una gira mundial llamada “El Gran Salto”, Armstrong visitó las tropas americanas desplegadas en Vietnam, viajó a la Unión Soviética y estrechó la mano de su máxima autoridad, Aleksei Kosygin, fue honrado como lo que era, un gran héroe, y por lo que representaba. Sin embargo, poco después de Apolo XI, en 1970, anunció que no tenía planeado volver al espacio. Fue nombrado administrador de la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada, pero renunció al año a su cargo y ocupar cualquier otro en la NASA.
Rechazó también apariciones públicas, entrevistas y charlas sobre su impresionante experiencia, mientras crecía su fama de huraño. Su compañero de hazaña, Michael Collins, dijo en su libro Carriying the Fire – Portando el fuego que cuando Armstrong se mudó a una granja y empezó a trabajar como profesor universitario “fue como si se hubiese retirado a un castillo y hubiese levantado el puente levadizo”. Rechazó cualquier afiliación a los dos partidos políticos tradicionales de Estados Unidos y aceptó ser profesor en la Universidad de Cincinatti, donde dio clases hasta 1979. Fue portavoz de varias empresas, Chrysler entre ellas, e incluso apareció en uno de sus anuncios publicitarios. También fue la imagen de otras empresas americanas, General Time Corporation y la Asociación Banqueros de América. Fue presidente del comité técnico de Gates Learjet, aprovechó de paso para ser piloto de los entonces nuevos aviones de negocios a reacción y estableció un nuevo récord de altura para esos aparatos.
En 1973 y en Cincinnati integró la junta de la Cincinnati Gas & Electric Company, interesada en energía nuclear, que buscaba ampliar su capacidad técnica, y fue directivo de la Taft Broadcasting, una compañía local de medios de comunicación. Nunca dejó de lado los aviones, las astronáutica y el asesoramiento a empresas americanas. Su vida siguió envuelta en ese mundo, con algunos episodios curiosos.
Por ejemplo, en 1972 visitó en Escocia la localidad de Langholm, que estaba ligado a su sangre porque había sido la sede del clan Armstrong más de cuatro siglos atrás. Fue nombrado “freeman del burgh”, una notable distinción porque, según contaba Jorge Luis Borges, la palabra “burgh” designaba a los castillos en el inglés antiguo, de lo que deriva burgo y burgués, entre otras palabras. Consciente de la distinción, Armstrong declaró allí mismo que Langholm era su hogar. No se sabe bien cuáles fueron las andanzas de los antepasados del astronauta en Escocia, pero en ese mismo acto el juez de paz de Langholm creyó oportuno recordar, y leer, una ley redactada cuatrocientos años antes, que todavía estaba en vigencia, que ordenaba ahorcar a cualquier Armstrong que fuese localizado en la villa. Por lo que fuere, las autoridades eligieron ignorarla.
Otro episodio curioso de la vida post gloria de Armstrong ocurrió en su granja de Lebanon, Ohio, aquel castillo con puente levadizo alzado que retrató su colega Michael Collins. En el otoño de 1979, Armstrong saltó del remolque de un camión de grano y enganchó su anillo de bodas en una saliente de la rueda y se arrancó la punta del dedo anular. Con su envidiada sangre fría, la que le había permitido manejar el módulo lunar Eagle como un helicóptero, recogió el dedo, lo puso en hielo y manejó hasta el hospital: se lo reinsertaron en el Hospital Judío de Louisville, Kentucky.
En 1985 andaba metido entre las piedras, tenía conocimientos geológicos que usó en la Luna, pero ahora se metía en las cavernas para rastrear los orígenes del planeta que había visto, redondo y azul, desde Apolo XI. Cuando el expedicionario Mike Dunn organizó un viaje al Polo Norte, eran todos profesionales elegidos, incluyó a Armstrong y Armstrong aceptó porque tenía curiosidad por ver cómo era de cerca lo que había visto desde la Luna.
La tragedia del trasbordador Challenger, en la que murieron sus siete astronautas en 1986, lo devolvió a la NASA. El entonces presidente Ronald Reagan pidió a Neil Armstrong que integrara la Comisión Rogers encargada de investigar el accidente. Fue nombrado vicepresidente de esa comisión, llevó adelante decenas de entrevistas y volvió a ver a sus viejos amigos, y contactos, de la agencia espacial. Aconsejó a la Comisión Rogers que las recomendaciones finales fuesen nueve o diez, porque estaba convencido de que, si eran más, la NASA no las iba a cumplir. Y Armstrong conocía bien a la NASA. Él, por su parte, se incorporó a la junta directiva de Thiokol, la corporación química estadounidense Fabricante de los aceleradores sólidos que podían haber provocado la tragedia del Challenger.
En febrero de 1991, un año después de la muerte de su padre, que lo había hecho trepar a un avión a los cinco años, y nueve meses después de la muerte de su madre, Armstrong sufrió un leve ataque al corazón cuando esquiaba con unos amigos en Aspen, Colorado. Fue una nadería, a los sesenta y un años se mantenía en forma, cuidaba su salud, pero tomó en cuenta el aviso.
Aquel episodio del anillo de bodas y la punta del dedo arrancado, parecía de un simbolismo simplote: después de más de treinta años de casados, el matrimonio Armstrong atravesaba como podía una serie de crisis no imaginadas cuando Neil y Janet se casaron, en 1956. Podés pisar la Luna, pero eso no te pone a salvo de los giros que pega la vida, que no se corrigen cambiando la órbita de control por la de reentrada a la Tierra. Se divorciaron en 1994.
Dos años antes, Armstrong había conocido en un torneo de golf a Carol Held Knight, que era quince años menor. La mujer dijo años después que aquel día del primer encuentro habían hablado muy poco entre los dos. Y si hablaron algo, no lo recordaba muy bien. Eso sí, intercambiaron teléfonos porque, dos semanas después, Armstrong la llamó y le preguntó qué estaba haciendo. Y ella le dijo lo que estaba haciendo: talaba un árbol. Media hora después, Armstrong llegó a su casa para ayudarla. Se casaron el 12 de junio de 1994 en Ohio, y, en una segunda ceremonia, en el Rancho San Ysidro, de California, propiedad del astronauta. Se establecieron en Indian Hill, Ohio, que fue el lugar en el mundo de Armstrong.
Más que la fama, a Neil Armstrong le empezó a pesar mucho los alacranes que viven siempre alrededor de la fama. En 1993 dejó de firmar autógrafos, y lo hizo público, porque se descubrió que se vendían por grandes sumas; además, se falsificaban sus firmas que también se vendían a buen precio. Cuando la cadena de televisión MTV salió al aire en 1981, le pidió permiso para usar como emblema de la compañía su imagen en el momento del descenso en suelo lunar. Armstrong se negó. En 1994 demandó al fabricante de tarjetas de felicitación Hallmark por usar sin permiso su nombre y aquella famosa frase del pequeño paso para el hombre, en un adorno navideño. Hubo pleito y todo, que se saldó por dinero fuera de los tribunales. Armstrong donó todo a la Universidad de Purdue.
Esos episodios hicieron crecer su fama de tipo huraño, seco un poco hosco. Su familia encontró una fórmula extraordinaria para definirlo: es un héroe reticente, dijeron. Y era verdad. El astronauta era un tipo de hombre. Armstrong era otra cosa. Su vida y su revuelta personalidad, están retratadas en dos hechos. Uno es un testimonio. Cuando el gran periodista y escritor Tom Wolfe escribió su libro The Right Stuff que en español se llamó Elegidos para la gloria, describió así a Armstrong: “Le hacías una pregunta y él, simplemente, te miraba fijo con esos ojos azul claro; entonces le hacías la pregunta de nuevo, porque imaginabas que no te había entendido. Y, de repente, de su boca salía una serie de frases largas, pausadas, pensadas con precisión. Era como si sus vacilaciones fueran las pausas de un ordenador mientras recopila los datos”.
El otro ejemplo es una historia pequeña, no tanto, de sus días de gloria. Cuando regresó de la Luna y de los homenajes, recorrió su Ohio querido casi pueblo por pueblo. Cuando llegó al suyo, a sus amigos, a su gente, a su música, tocaba bien el piano además del batifondo del bombardino barítono, todo el pueblo salió a la calle para agasajarlo: noventa y cinco por ciento de sus ocho mil habitantes. Le pidieron que hablara. Y Armstrong dijo: “Agradezco este homenaje a mi pueblo. Agradezco al Gobierno de mi país por haberme elegido entre más de mil aspirantes para protagonizar esta hermosa aventura espacial, concluido con tanta felicidad. Agradezco también a los científicos que lo hicieron posible. Pero hubiera cambiado todos estos honores, y también el haber sido el primer hombre en caminar por la Luna, por haber podido estrechar en mis brazos a mi pequeña Karen, que murió a los dos años”. Y no pudo seguir.
El 7 de agosto de 2012, Armstrong y su cansado corazón, tenía ochenta y dos años, entraron al hospital de Cincinatti para un by pass que aliviara sus arterias coronarias obstruidas. En principio todo salió bien, después se complicó y ahora el comandante era el paciente, no estaba al mando. Murió ocho días después, el 25.
Barak Obama ordenó bandera a media asta y dijo que Neil estaba entre “los más grandes héroes estadounidenses, no sólo de su tiempo, sino de todos los tiempos”. El comunicado también decía que Armstrong había cumplido las aspiraciones del pueblo estadounidense y que había hecho realidad “un momento del progreso humano que nunca se olvidaría”.
Mientras sus cenizas esperaban a septiembre para ser subidas a bordo del crucero Philippine Sea y lanzadas al Atlántico por sus hermanos de la Armada, la familia de Neil también emitió un comunicado en el que describía a Armstrong como un reacio héroe estadounidense, que había servido a su nación con orgullo como piloto naval, piloto de pruebas y astronauta. Y agregaba un toque humano: “Mientras lloramos su pérdida, también celebramos su extraordinaria vida con la esperanza de que sirva como ejemplo para que los jóvenes de todo el mundo trabajen duro para cumplir sus sueños, para estar dispuestos a explorar y superar sus límites, y también servir desinteresadamente a una causa más grande que ellos mismos. Para todos aquellos que pregunten cómo pueden honrar a Neil Armstrong, tenemos una respuesta simple: honren su ejemplo de servicio y modestia. Y la próxima vez que salgan a caminar en una noche clara y vean que la Luna les sonríe, piensen en Neil y guíñenle un ojo”.
Ahora sí, el chico que a los cinco años había trepado a aquel cachivache llamado “El ganso de Hojalata” tocaba el cielo con las manos.