José Vladimir Nogales, JNN DigitalEs probable que Álvaro Peña vislumbrara ayer
esa luz que ilumina el final del túnel y que conduce al cielo o al infierno. En
el minuto 97 su situación era la siguiente: Wilstermann perdía 1-2 (estuvo 0-2
hasta el minuto 67), había jugado bastante mal y, con sus cambios, el técnico
había empeorado la deteriorada salud de un equipo irreconocible. La fría noche
invernal, parecía más oscura.
Convendrán en que el panorama era
profundamente tenebroso. Pero el fútbol es vida concentrada y susceptible de
cambiar por completo en el transcurso de 90 minutos, por eso nos gusta. En el último
minuto adicionado por el juez Alemán, como por arte de magia, todo aquello que
parecía un negro augurio para Wilstermann en general y su entrenador en
particular se arregló, a excepción del tiempo. José Alfredo Castillo sacó un
magistral derechazo que se clavó en el ángulo izquierdo del arco del golero
Cuéllar, anotando un empate imposible que hizo honor a su condición de
incombustible goleador.
Peña, hasta entonces afligido (no le
funcionó el plan ni los correctivos), se vino arriba y comenzó a gritar como un
poseído, y lo hizo con tanta furia que dejó de ser un viajante en remojo para
convertirse en el mismísimo capitán Ahab. Tuvo suerte Guabirá de que el árbitro
sólo añadiera siete minutos (con su teatral fútbol basura había consumido mucho
más tiempo) porque Wilstermann, tácticamente desgarrado, había vuelto a cargar
el arpón.
El encuentro concluyó de ese modo, pero
había empezado de forma muy diferente. A diferencia de los duelos contra Vinto
y Palmaflor, Wilstermann salió dominador, seguro de sí mismo. Y aunque eso no
le convierte en un equipo deslumbrante, al menos le asegura la posesión de la
pelota, condición imprescindible para que a alguien se le ocurra algo,
generalmente a Serginho, o quizá a Barbosa.
Como apuntamos, entre las miserias que
descubrió Wilstermann de sí mismo está una horrorosa confección de la plantilla.
Por muchas que sean las carencias, no parece razonable que en la cuarta jornada
del campeonato Ortíz juegue como centrocampista, función que nunca desempeñó
(aunque su tarea fue más que aceptable). Resulta una completa improvisación y
llena el equipo de futbolistas fuera de su lugar natural, problema que se
agudiza en el centro del campo, donde, salvo Machado (cuya baja forma induce a
las improvisaciones), faltan especialistas capaces de hacerse con el timón.
Castro, como medio centro de juego, carece de dinámica. No acompaña la
evolución de los ataques, ni se ofrece para montar circuitos de juego,
propiciando una fractura estructural, con mitad del equipo de un lado del campo
y la otra mitad del otro. Tampoco Barbosa contribuye a la construcción del juego.
No se muestra para recibir o se empeña poco para sacarse la marca. A
Wilstermann se lo tragó la vulgaridad. El remolino no hizo distinciones, con la
excepción esporádica de Ortíz, que se salió durante algunos instantes del ojo
del huracán para intentar darle sentido a los desplazamientos.
No se nota la mano del entrenador por ningún
sitio. Sucedió contra Vinto y Palmaflor y volvió a ocurrir ayer: Wilstermann carga
el juego por las bandas –sin desdoblamiento de laterales profundos- y hacen
felices a los centrales contrarios, que no tienen más que cubrir la espalda de
sus laterales para vivir sin agobios y tomarse el té en el área. Eso cuando
Castellón no se empeña en bajar a distribuir, trabajo completamente inútil que
no le sirve más que para fustigarse y para entregar el cuerpecillo de Añez a
una legión de mastodontes.
Con ese panorama, basta que el equipo
contrario muerda en el centro del campo para que Wilstermann se meta en un lío.
Esa fue la tecla que tocó Guabirá y le salió una sinfonía (con un 4-1-4-1 en
fase defensiva, cerró las líneas de pase). Y a eso añadan que cada balón que
pierde Wilstermann en el medio se convierte casi en un contragolpe enemigo por
la enorme distancia que hay entre líneas. Con un centro del campo tan difuso es
suicida que los defensas reculen tanto. Y esto se aprecia desde la grada, el
banquillo y la tele, no hace falta colocar a un tipo en el tejado. Por tanto,
falto de conexiones en el centro del campo y sin salida por las alas,
Wilstermann insistió con el juego largo, con pelotazos infértiles para
Castellón o baldías búsquedas por el carril de Áñez. Nada sirvió, salvo por
alguna aislada maniobra individual que agitó a una ofensiva inerte.
COMPLEMENTO
Wilstermann no alteró su cuadro ni con los
cambios. Al contrario, las variantes que Peña introdujo, lejos de subsanar las
deficiencias, las agudizaron. No pudo con Machado (entró por Castro) de volante
de juego. Así, en esa demarcación, aunque aportó la dinámica que le faltó a
Castro, Machado desconoce la función. Por tanto, con dos volantes de corte, la
salida se hizo más rígida y la conexión imposible. No mejoró la circulación, la
posesión era baldía. El resto, centros y confusión.
A los 50 minutos, todas las miserias tácticas de Wilstermann quedaron
expuestas con el espectacular disparo del lateral Supayabe que abrió el
partido. Guabirá impuso superioridad numérica en el centro del campo, donde
Barbosa desatendió la presión sobre Quiroga, desajustando las marcas de sus
medio centro (que tomaban a Hurtado y Meleán). Machado fue a la caza de
Quiroga, que progresaba con libertad, pero sin evitar que descargara juego
sobre la derecha, por donde asomaba Supayabe, liberado por Serginho. El lateral
dispuso de tiempo suficiente para ganar metros, medir el tiro y disparar. La
abrupta curva descrita por el balón hizo estéril la respuesta abortiva de
Giménez, 0-1.
El segundo tanto, diez minutos más tarde, volvió a desnudar a
Wilstermann, si es que le quedaba algo de ropa. Un grosero fallo en cadena de
la defensa roja duplicó la adversidad, cuando nadie había metabolizado el
primer contraste. Carlos Rodríguez cometió un pecado de juventud. Protegió mal
un balón y lo perdió ante la sagacidad de Figueroa, que le ganó la posición. El
centro postrero superó el flojo cierre de Edemir Rodríguez, encontró a mitad de
camino a Echeverría y conectó con Montenegro, que ingresaba a la carrera por
detrás, adelantándose al desprolijo cierre de Ballivián, 0-2.
Peña movió el tablero: puso a Menacho por
Ortíz y a Montero por Carlos Rodríguez. Así trocó el 4-2-3-1 (en realidad
4-3-3) por un extraño 4-1-1-4 (como aquél de Zamora), deformación del 4-4-2
que, seguramente, Peña dibujó en su pizarra. Menacho fue de punta junto a
Castillo, Añez y Serginho por las bandas; Barbosa quedó como enganche y Machado
como único recuperador de un mediocampo desolado. Nadie entendió qué pretendía
Peña con tan abrupta deforestación del centro del campo, esa –tan drástica como
riesgosa- que Guabirá no aprovechó por no exponerse a las pelotas puestas a la
espalda de sus defensas.
El descuento de Echeverría (cabezazo limpio
en el corazón del área ante prodigioso envío de Serginho) agitó un partido
sombrío, sin esperanza, sin luces, sin fútbol. Wilstermann no hacía pie en
ningún sector, dependía exclusivamente del juego largo y el equipo pronto
escuchó las ruidosas quejas que llegaban desde el cemento, que pedían más
juego. Pero, por cómo estaba configurado, el equipo de Peña no era capaz de satisfacer
esa exigencia.
Así se acercaba el partido a un final infame
cuando una tonta infracción de Amarilla sobre Barbosa derivó en un tiro libre
que Castillo, con una fe ciega en su cañón, colocó la pelota en la red, tras
magistral disparo. Pese al estallido de júbilo, a la fría noche invernal le
cabía una tensa dosis de suspenso. El juez Alemán anestesió la volcánica
celebración con un inopinado cobro. Anuló el gol, sin alegato alguno. El Var,
que se tomó su tiempo en la revisión, atizando el suspenso, convocó al juez
para que revise su decisión. Minucioso, el juez parecía escrutar algo indiscernible,
algún detalle irregular en una acción sin mácula, para desacreditar un tanto
legítimo. Nada hubo y debió convalidarlo, para su pesar. El empate estaba
escrito.
Peña salva el tipo gracias a la entrega de
sus jugadores, pero también le debe una ronda a la fortuna. Cabe esperar que
después de haber visto la luz al final del túnel rebaje su nivel crispación,
pues era su buen talante lo que le salvaba mientras esperábamos que Wilstermann
empezara a jugar un día al fútbol. Como ahora nos conformamos con que el equipo
sobreviva, confiamos en que el entrenador responda con la misma galanura.
Los problemas son los mismos (falta de
planificación y plantilla descompensada), pero el entusiasmo permite ganar a
muchísimos equipos y mantenerse en la lucha por el campeonato. Soñar con más
sería muy ingenuo si el fútbol no fuera tan imprevisible como la vida.