Bill Russell, el hombre que pudo con todo
11 anillos, luchó contra la segregación racial y contra un tirano del baloncesto, Wilt Chamberlain, y venció siempre con un concepto nuevo en el juego: la defensa
MarcaBill Russel acaba de fallecer a los 88 años. Lo ha hecho en paz, según ha confesado su esposa Jeannine. Le pudo la vejez, tantas batallas, tanto activismo, tanto corazón. Con él se va una época de la NBA, la Liga de baloncesto que le consideraba el mejor hasta que irrumpió Michael Jordan. Le llamaban el Señor de los Anillos (ganó 11 en 13 temporadas, tope en el deporte profesional americano junto a Henri Richard, NHL, con la camiseta verde de los Celtics), pero nunca protagonizó ninguna novela de fantasía, fue de verdad, de sangre, sudor y lágrimas.
Comprometido, tenaz, directo, engreído y orgulloso, en 2013, en un encuentro con viejas leyendas de la NBA, se juntó con Jabbar, Mutombo, Alonso Mourning, Shaq y David Robinson, algunos de los mejores pívots de siempre. Les miró a los ojos y les dijo. "Aún hoy os patearía el culo". Porque Russell nunca se arrugó. Llegó a la Liga (1956) cuando aún había cuartos de baño para blancos y un retrete distinto para negros. Eran tiempos muy crudos para los jugadores negros, pese a figuras inspiradoras como Earl Lloyd, el primero de color en la NBA. Jackie Robinson se retiró ese mismo año con los Dodgers de la MLB, que aún jugaban en Brooklyn. Se hacía camino al andar, pero a duras penas. El Black Lives Matter era un sueño.
Russell tenía que sentarse en la última fila del autobús de los Celtics, que en determinadas ciudades como Saint Louis (donde jugaban los Hawks, archirrivales en esa época) tenían problemas para competir. Odiaban a los negros. Boston, elitista, clasista y pija, tampoco era el paradigma de la integración. Fue Bob Cousy, el base de aquel equipo inmortal (la dinastía más grande de la historia del baloncesto), el que le ayudó a sentarse cerca del conductor. Red Auerbach, que le fichó tras un intercambio en el que utilizó dinero, influencias políticas y hasta unas majoretts, siempre dijo que fue su gran acierto como gestor, por encima de la apuesta por Larry Bird.
Aquel contexto forjó un carácter indestructible, a prueba de cualquier detonación. Luchó contra el racismo cuando iba la vida en ello y había señores en las calles con antorchas y capuchas blancas, y contra un tirano, pero del baloncesto, llamado Wilt Charberlain, el hombre récord. Fue tan transgresor que se negó a jugar partidos de exhibición si no veía negros en las gradas y ganó casi todas las batallas en la cancha con un nuevo concepto para el juego: el de la defensa. Su revolución fue la de Stephen Curry con el triple. Puso un punto y final a lo que se conocía entre las dos canastas y empezó a escribir otra historia.
Siempre dijo que fue él quién inventó el tapón, una hazaña tratándose de un jugador no especialmente alto (2,08), aunque sí poderoso en aquellos años. Russell, sacrificado y constante, el obrero que se hizo abeja reina, hizo del rebote un arte (12 años consecutivos con 1.000 o más), detalle básico para el juego rápido de Boston, y transmitió una idea arrolladora: cinco es más que uno. Los cinco eran los Celtics y el baloncesto un deporte de equipo a partir de su dominio. La fuerza del grupo es superior a cualquier rival. Porque los Lakers, con Jerry West y Elgin Baylor, Jordan antes que Jordan, tenia mejores jugadores, pero siempre ganaban los Celtics. Nada fue igual después de Russell.
Por eso conquistó 11 anillos en 13 temporadas, la última como entrenador, siendo el primer técnico negro campeón en las grandes Ligas profesionales americanas. Lo hizo cuando todavía jugaba, en aquel campeonato histórico del 69, con el gigante en el ocaso, con artritis. Los Celtics ganaron en el séptimo partido en el Forum, donde había una fiesta preparada y los globos colgaban del techo. Los pinchó todos. Los Lakers seguían sin ganar en Los Ángeles nueve años después de su mudanza desde Minneapolis. "No he venido para fiestas", dijo en el vestuario antes de salir.
Cinco veces MVP, 12 veces All Star, miembro del Salón de la Fama, uno de los mejores 50 jugadores de la historia, según la primera clasificación histórica que hizo la NBA, dos veces campeón de la NCAA, campeón olímpico (1956) en Melbourne, Russell pertenecía a esa clase de jugadores que gozaban de una fascinante unanimidad. Le avalaba su leyenda.
Podía hacer lo que quisiera, decir lo que quisiera, pensar lo que quisiera. Barack Obama se arrodilló cuando le vio. Lo hizo en privado, según cuentan, antes de darle la medalla de la Libertad. Cuando murió Kobe Bryant, se puso la camiseta de los Lakers (maldita según la percepción de un hincha de los Celtics) y su última aparición pública la hizo con una gorra con el 24.
Él fue quién ayudó a construir el mito de la NBA. Porque sin Russell no hubiera existido nada de lo que ocurrió después, en la sociedad americana y en las canchas. Tampoco el baloncesto se hubiera jugado así. El trofeo al MVP de la Finales lleva su nombre. Nadie mas valioso, un referente en el territorio de los mitos.