La artillería destruye Severodonetsk, epicentro de la guerra en Ucrania
La lluvia de proyectiles destroza parabrisas de vehículos y marquesinas antes de detenerse piadosamente. Un puñado de valientes vecinos asoman sus cabezas por la puerta metálica del edificio para comprobar si es seguro seguir cocinando.
Pero entonces otro mortero estalla con gran estruendo más o menos en el mismo lugar. Luego otro. Y luego una serie de proyectiles van percutiendo cada pocos segundos en este distrito residencial de Severodonetsk, una ciudad industrial convertida en devastado campo de batalla después de casi tres meses de invasión rusa.
"Ha sido así durante cuatro o cinco días", asegura la maestra Tamara Nesterenko, volviendo con prudencia a la estufa de leña que hace de cocina improvisada en esta ciudad fantasmal que lleva semanas sin agua, gas o electricidad.
Tres cazos hierven a fuego lento con sopa y patatas para los 27 vecinos que llevan casi todo el último mes viviendo a oscuras bajo tierra.
"Ni siquiera sabemos quién está disparando o desde dónde", dice la mujer de 55 años. "Es como si estuvieran jugando", agrega.
Quejidos y plegarias
Los pocos habitantes que quedan en uno de los principales centros de producción química del este de Ucrania, antes una ciudad de 100.000 residentes reconstruida desde las cenizas por los soviéticos tras la Segunda Guerra Mundial, tienen miedo de alejarse unos pasos del portal de su casa.
Tanques con sus cañones humeantes recorren calles llenas de escombros y hacen girar sus torretas hacia cualquier cosa que se mueva.
Los soldados con rostro asustado que patrullan los puntos de control de la ciudad abren fuego contra los coches que no reducen a tiempo la velocidad.
En los distritos orientales, donde se libran las batallas más encarnizadas, los proyectiles de artillería estallan sin previo aviso porque se disparan a muy poca distancia.
Los que se lanzan desde más distancia emiten un silbido ondulante mientras dibujan una parábola por encima de esta ciudad sumida en un estado de guerra permanente.
Nella Kashkina se aposenta en el sótano junto a una lámpara de aceite y reza.
"No sé cuánto tiempo podemos aguantar", dice la antigua funcionaria municipal, de 65 años. "No nos queda medicina y mucha gente enferma, mujeres enfermas, necesitan medicina. Simplemente no queda nada de medicina", afirma.
"Corres y te escondes"
Las vacilantes llamas de las estufas de leña delatan las únicas señales de vida civil en el nuevo epicentro del asalto ruso sobre la antigua república soviética, ahora aliada de los países occidentales.
Severodonetsk y su ciudad gemela de Lysychansk son la última bolsa de resistencia ucraniana en Lugansk, la más pequeña de las dos regiones que comprenden la cuenca minera del Donbás, objetivo prioritario de Moscú.
Las fuerzas rusas han rodeado las dos urbes, separadas por un río que marca el frente principal de la guerra, y las bombardean constantemente en un aparente esfuerzo para desgastar su resistencia y dejarlas sin suministros.
Lysychansk todavía dispone de una carretera hacia el suroeste que las fuerzas ucranianas utilizan para enviar refuerzos y ayuda humanitaria.
La única conexión de Severodonetsk con el territorio controlado por Kiev es un puente con Lysychansk que ninguno de ambos bandos parece dispuesto a destruir a diferencia de lo ocurrido con los otros de la zona.
Esta infraestructura permite a los habitantes de Lysychansk enviar camiones con agua que sus vecinos de Severodonetsk pueden recoger en unos puntos de encuentro específicos.
"Siempre hay mucha fila por el agua... ¿Puedes imaginarte esperar afuera bajo este fuego?", dice la doctora jubilada, Anna Poladiuk.
"Simplemente corres y te escondes, corres y te escondes".
"Voy a morir aquí"
Klaudia Pushnir solloza silenciosamente al recordar su juventud acurrucada junto al colchón en el sótano.
La anciana de 88 años fue enviada como estudiante a Lysychansk para ayudar a construir una nueva ciudad vibrante que pudiera ser ejemplo del poder soviético en su rivalidad con Occidente después de la Segunda Guerra Mundial.
"Nos sentíamos como si estuviéramos construyendo algo nuevo. Había tanta alegría en la ciudad. Tanta gente joven. Recibimos apartamentos por ayudar a construir la ciudad", recuerda con un amago de sonrisa.
"Ahora el apartamento de mis hijos está destrozado, mi apartamento está destrozado y toda la ciudad está sufriendo", lamenta.
El resplandor dorado de la lámpara dibuja las siluetas de las personas cubiertas en mantas en los rincones de la habitación.
Una tiende una mano de consuelo por encima de la espalda de la anciana. De fuera, una explosión vuelve a hacer temblar los oscuros cuartos del sótano.
"Estamos sentados aquí sin saber qué va a pasar. Pero yo, probablemente voy a morir aquí", dice Klaudia, que vuelve a romper en llanto.