¿Es o no es?

Una casa de subastas inglesa remató en 9 millones de dólares la número 10 que usó Maradona contra Inglaterra en el Mundial del ’86, pero la familia asegura que la original, la de los dos goles famosos, está bien guardada… La historia detrás de un objeto único

Andrés Burgo, La Nación

La vestimenta figuraba entre las múltiples previsiones que el técnico de la selección, Carlos Bilardo, había ensayado antes de viajar a México para contrarrestar los 2.238 metros del Distrito Federal y los partidos programados al mediodía. El entrenador creía que una camiseta liviana ayudaría a combatir la altura y el calor, los rivales silenciosos del Mundial, y en Buenos Aires encargó una remera más ligera que la habitual. Después de algunas vacilaciones, Le Coq Sportif cumplió el pedido de Bilardo y Argentina viajó a México con una indumentaria confeccionada a base de una tecnología denominada Air-Tech, conocida en el plantel como «panal de abeja»: era una camiseta con decenas de orificios minúsculos que evitaban que la transpiración se acumulara y que, con el paso de los minutos, sumara un peso adicional.


El problema fue que ese diseño solo se aplicó para la vestimenta titular, la celeste y blanca, y no para los dos juegos suplentes, una alternativa azul y otra blanca. En los partidos de la primera ronda, ante Corea del Sur, Italia y Bulgaria, la selección jugó con el modelo liviano, el del «panal de abejas». Pero en el cuarto, contra Uruguay, un equipo con camiseta celeste, Argentina debió recurrir a la azul, el diseño que no evitaba la acumulación del sudor. Como además llovió, y mucho, el peso de la remera se multiplicó en los últimos minutos del partido: al agua de la transpiración se le sumó el de la tormenta.

 —Terminó el partido con Uruguay —dijo en 2016 para el libro “El Partido, Argentina-Inglaterra 1986”, Rubén Benros, el utilero, ya fallecido— y Bilardo me para: «Agarrá una camiseta que la vamos a pesar». Eran las azules, estaban empapadas y buscamos una balanza. Te exagero, pero pesaban algo así como diez kilos. Carlos dijo: «Hay que cambiarlas». 

Cuando Inglaterra eliminó a Paraguay, el miércoles 18 de junio de 1986, y se cruzó en el camino de Argentina, la AFA se encontró ante una disyuntiva parecida a la que había atravesado ante Uruguay: la camiseta titular, la albiceleste, se volvía a parecer a la de su rival, la blanca de los británicos. Corrían riesgo de confundirse los jugadores y también los televidentes: eran épocas en que buena parte del planeta seguía el Mundial en televisores en blanco y negro.

La FIFA determinó que Argentina debía cambiar de indumentaria y Bilardo se encontró ante una calle sin salida. Debía recurrir a la camiseta que ante Uruguay había incomodado tanto a los jugadores. —Bilardo se desesperó —siguió reconstruyendo Benros— y me pidió «vamos a conseguir esas camisetas con agujeritos, las de béisbol». Lo dijo porque en México se juega al béisbol, pero primero agarró una tijera y empezó a agujerear las camisetas azules, las que se habían usado contra Uruguay. En eso pasa un jugador y le dice: «Eh, Carlos, es la selección argentina, cómo vamos a jugar así». 

Bilardo se dio cuenta y me dijo: «Andá vos y Moschella —Rubén, el empleado de la AFA que durante el Mundial vivía en la concentración del América y se ocupaba de tareas logísticas— y me consiguen una camiseta azul liviana». —Yo lo único que hice fue discutir, discutir, discutir, con la gente de Le Coq -acotó Bilardo para “El Partido”—. El problema es que Le Coq, en México, me tenía podrido con el cuello. Ellos lo querían redondo y yo lo quería en «v». Antes de los partidos hablaba con los jefes y les decía «hace un calor terrible, cortá el cuello», pero no me daban bola, así que agarré una tijera y la corté yo. Corté la camiseta con escote en «v» y se armó un quilombo bárbaro. Después de que Le Coq Sportif se negara a fabricar un nuevo juego de camisetas en tiempo récord, los emisarios del entrenador salieron hacia las calles del Distrito Federal para comprar nuevas. El técnico les había dejado un pedido muy específico: debían ser azules, livianas, con cuello en v y marca Le Coq Sportif, o sea con el logo del gallito. Con la inminencia del partido convertida en una bomba de tiempo, los encargados de la búsqueda delirante fueron Benros y Moschella.

Viene, viene… El instante previo a que se consume el Gol del Siglo: Maradona ya pateó la pelota, Butcher y Shilton no pueden impedir el final de la obra

Al otro lado de la línea telefónica, casi treinta años después de México 86, Moschella sostuvo para “El Partido” que aquella trepidante búsqueda por locales deportivos del Distrito Federal para comprar las camisetas fue el viernes 20, pero Benros apuesta que aconteció el sábado 21. No fue la única divergencia. —Entramos a cinco o seis locales, y nada, no encontrábamos nada —recordó Moschella. —Era una cosa de locos.

 Con Moschella nos recorrimos toda la ciudad y no había ninguna camiseta parecida a la que buscábamos —agregó Benros—, hasta que pasamos por una tiendita chiquita y vimos un maniquí con una camiseta azul Le Coq. Entramos y encaramos al vendedor: «Queremos esas, las de la vidriera». Nos dijo que sí, que tenía, pero tuvimos que aclararle que éramos de la selección argentina y que las necesitábamos para jugar contra Inglaterra: «Mire que queremos como cuarenta, eh». El tipo llamó por teléfono, no sé con quién habló, y nos preguntó para cuándo las queríamos. «¡Para hoy!», le dijimos. Nos contestó que al mediodía las tendría. Era sábado. Faltaba un día para el partido. Y al mediodía llegaron a la concentración. 

El utilero y el empleado administrativo de la AFA no recordaron el nombre de esa minúscula casa de deportes en la que compraron las camisetas ni el precio que costaron. «Pero eran muy baratas», coincidieron. Recién una vez que esos modelos azules, genéricos, ligeros, con cuello en «v» y marca Le Coq Sportif llegaron a la concentración, Benros y Moschella persiguieron al próximo objetivo. Una camiseta de fútbol necesita un escudo sobre el corazón y un número detrás de la espalda. —Los números tenían que ser blancos, como los que habíamos usado contra Uruguay. Volvimos a la calle y todos los locales estaban cerrados —dijo Benros—. Nos salvó el hijo del presidente del América, que conocía una tienda que vendía telas para hacer números.

El problema es que solo tenían tres colores, azul, rojo y amarillo, y no nos servía ninguno. «Nos matan a todos», le dije a Moschella, todo asustado, hasta que de repente apareció una tela gris, plateada, y decidimos hacer una prueba. Un empleado dibujó el número y el otro lo cortó con una tijera. —Esos números —explicó Moschella— eran de fútbol americano, por eso eran plateados. Antes de sumarle los números al resto de las remeras, y de conseguir el escudo de la AFA y estamparlo, Benros y Moschella tomaron aire y le mostraron a Bilardo el producto parcial. Necesitaban su autorización para saber si continuar o no. El técnico lanzó un comentario lapidario: «Nooo, cómo vamos a jugar con números grises». Pero en eso Maradona salió del comedor y se interesó por el improvisado politburó de las camisetas. Su palabra tendría la validez de los ancianos que resuelven los asuntos de su tribu. —A ver, Tito, dejame ver —le dijo Maradona a Benros, y vio la camiseta con el número estampado—. Uh, qué bárbaro, me gusta. 

Con esta les ganamos a los ingleses —se entusiasmó Diego. Bilardo cambió de opinión. «Está bien, vamos con esta», y un rato después entraron en acción las empleadas del América, el club al que pertenecía la concentración argentina. Alguien debía coser los números, y nadie mejor que las mujeres que hacían las camas y limpiaban el predio de la concentración. Nadie supo —o nadie recuerda— sus nombres, pero al menos uno de los caciques del equipo del 86, sabe quiénes eran. —Eran las chicas del club donde entrenábamos, del América —precisó el defensor Oscar Ruggeri—. Yo jugué en ese equipo algunos años más tarde, en la década de 1990, y cuando volví todavía estaban ellas. Usaron una plancha, estuvieron toda una tarde pegando los números. Eran muy brillosos. —Eran grises porque tenían unas lentejuelas grises, muy pequeñas. Para mí eran de un teatro de revistas —recordó Bilardo. —¡Yo tengo la imagen de ese momento, cuando vemos cómo hacen las camisetas! —dijo Julio Olarticoechea en mayo de 2014—. La historia fue así: Clausen (Néstor, lateral derecho que comenzó el Mundial como titular) compró una filmadora en un shopping y la empezamos a usar en la concentración, antes de un partido, y como ganamos quedó de cábala. Yo tenía que hacer las preguntas, como si fuera un periodista, y el sábado grabé a Burruchaga diciendo «esto es increíble, mañana jugamos con Inglaterra y no tenemos camisetas». El plano se abría y aparecían unas mujeres cosiendo el logo de la AFA.

—Yo estaba con el Negro Clausen —continuó Burruchaga—, caminando por ahí. Y le digo al Negro cuando veo todo eso: «No, Negro, esto hay que filmarlo». Y a mí se me ocurre decir: «Es tal hora, sábado, mañana jugamos contra Inglaterra, cuartos de final: miren esto, las mujeres cosiendo la ropa, si salimos campeones del mundo esto es un milagro». Tampoco hay coincidencia en el origen de los escudos de AFA agregados con urgencia a las camisetas, pero cualquier versión habla de la informalidad —y del ingenio— para resolver una situación apremiante. Según Benros, el utilero, «agarramos las camisetas azules que habíamos usado contra Uruguay, las que pesaban mucho, cortamos esos escudos y las chicas que trabajaban en la concentración se los zurcieron a las nuevas». Según Moschella, el administrativo de la AFA, el América aportó un diseñador que encendió su computadora y bocetó un escudo lo más parecido posible al de la AFA: luego las empleadas lo cosieron a las camisetas. —El escudo contra Inglaterra es diferente al de los otros partidos: no aparecen los laureles que están debajo de la sigla de AFA.

Y otra diferencia al resto de las camisetas de Argentina en ese Mundial es que el gallo de Le Coq Sportif se sale ligeramente del triángulo del logo de la marca —precisó Hernán Giralt, coleccionista, en su condición de espeleólogo de camisetas de fútbol—. La etiqueta en el cuello dice «Hecho en México». Esas diferencias son anecdóticas respecto de las que surgieron con el paso de los años, cuando el asunto de las camisetas de ese partido escaló hasta lo impensable: ¿cuál es el precio que alguien se animaría a pagar por la que usó Maradona al momento de sus dos goles, uno detrás de otro, los más famosos de la historia de los mundiales? Nadie podía imaginar entonces, tampoco, que el asunto sería parte de una polémica con actores notables: la casa Sotheby’s, que este miércoles cerró en 9 millones de dólares la subasta por el preciado objeto, y la familia Maradona –o Claudia y sus hijas–, que se aferra a la sentencia de que la verdadera, la original, está en sus manos y no en Londres…

LA LUPA SOBRE LAS DOS CAMISETAS

El paso de los años generó versiones cruzadas sobre cuál fue el destino final de la camiseta que tenía puesta Maradona en el segundo tiempo. La cuenta @MaradonaPICS planteó diferencias en la confección entre esa y la de la primera etapa. Aquí, un análisis en detalle de ambas y de la que subasta la empresa Sotheby’sDORSO



Después del partido, en el vestuario inglés La TV interrumpió su señal, pero el 22 de junio de 1986 continuó. Algunos futbolistas ingleses, ya perdido el duelo deportivo, buscaron una revancha sentimental. «Al final quise la camiseta de Maradona pero había un poco de cola, muchos pretendientes —escribió el delantero John Barnes en su biografía, y es como si todavía lo lamentara—. La tradición es intercambiarla con el rival más cercano que tuviste en el partido y Steve Hodge lo marcó a Diego en los últimos cinco minutos, así que se quedó con la camiseta.» Barnes tuvo razón a medias: Hodge se quedará con la camiseta de Maradona pero no por una cuestión geográfica sino por un guiño del azar, acaso la única vez en que el 22 de junio de 1986 favoreció a un futbolista inglés. «Cuando terminó el partido, un par de compañeros quisieron la camiseta de Maradona —escribió Hodge en su libro—. Al principio ni pensé en eso. 

Pero como ya estábamos eliminados, me dije: “Bueno, puedo probar” y me acerqué a darle la mano a Maradona. Chris Waddle —delantero— estaba en lo mismo. Había mucha gente, era un caos, así que le deseé lo mejor y me fui. En eso me pidieron que hablara con Gary Newbon —el encargado de las entrevistas para un canal inglés, ITV—, y eso me retrasó, así que tardé un par de minutos en irme de la cancha. Los equipos tenían dos túneles separados, pero bajo tierra se unían y nos llevaban a los vestuarios. Yendo para el mío, veo cómo Maradona también iba para el suyo. Nos miramos y estiré mi camiseta, como pidiéndole un cambio. Él dijo que sí con la cabeza y listo. Fue pura casualidad. Juntó sus manos, como un gesto de agradecimiento, y se fue.» Para Hodge fue el momento más notable de su carrera, o eso se desprende del título de la biografía que publicó en 2010: después de un largo recorrido propio, que incluyó dos Mundiales y un título de liga con el Leeds en 1992, el libro en el que cuenta su carrera se llama “El hombre con la camiseta de Maradona”. La tapa es una imagen del 10 argentino y el 18 inglés a la caza de una pelota en México. 

Ese segundo de gracia en el subsuelo del Azteca, ese cruce de miradas con Maradona, sería también para Hodge su mejor negocio económico. Su jubilación anticipada. «Al volver a Inglaterra, puse la camiseta en el ático de mi casa y se quedó ahí hasta 2002, cuando vi una noticia que me llamó la atención —cuenta Hodge en su libro—: una de las remeras que Pelé había usado en el Mundial 70 fue a subasta y se vendió por 150.000 libras —225 mil dólares, hasta entonces en manos de un futbolista eslovaco que la intercambió con O’Rei después de un Brasil-Checoslovaquia—. Supe que la de Maradona en 1986 podía ser comparable y la camiseta que guardaba se convirtió en tema de conversación. En un programa, uno de los conductores quiso ponérsela.

Como toda la indumentaria de entonces, la de Maradona era muy pequeña. Tuve miedo de que se rompiera, y eso me sirvió para que me decidiera a asegurarla, pero fue difícil porque ninguna compañía quería ponerle un valor. Entonces la dejé en el Museo Nacional del Fútbol, en Preston. La gente me hace más preguntas por la camiseta de Maradona que por otra cosa. Nunca la lavé, todavía tiene su transpiración y su ADN en la tela.» El 22 de junio de 1986, Hodge entró al vestuario inglés con la camiseta de Maradona apretada en un puño. Muchos jugadores, incluso el técnico, se acababan de enterarar de la ilegalidad del primer gol. «Llegué al vestuario —recordó Hodge— y los jugadores se quejaban de la mano. Fue entonces cuando me enteré de lo que había pasado. Terry Butcher -defensor- estaba enojado, había un estado de ánimo agresivo, todos hablaban de eso. La sensación de haber sido engañados era abrumadora. Seguí tranquilo y puse la camiseta de Maradona en mi bolso.» «No había manera de que yo quisiera intercambiar camisetas con cualquiera de los argentinos —escribió el defensor Kenny Sansom en su biografía, siempre enojado, en especial con Hodge—. De hecho, todo se puso un poco caliente en los vestuarios cuando algunos de nuestros rivales —minutos más tarde— buscaron intercambiar su indumentaria por la nuestra. A algunos de nosotros nos hubiera gustado más una pelea que una muestra de alegría. La única persona con ganas de poner sus manos en la camiseta de Maradona fue el propio Hodge. Él todavía la tiene, y vale una fortuna: se estima que algo así de 250.000 libras —380 mil dólares—. Ojalá la tuviera yo.» —Nunca oculté que me había quedado con la camiseta de Maradona —aclaró Hodge a “El Partido”—. Tengo una foto de un diario, del día siguiente al partido, en la que la tengo puesta, y ninguno de mis compañeros estaba molesto. Habíamos quedado eliminados del Mundial, y eso era lo único que pensábamos.

En el vestuario del árbitro En otro de los vestuarios del Azteca, el de los árbitros, hay gente que desarrollaba la más traicionera de las felicidades, la de esos hombres que se congratulaban por haber eludido el peligro sin saber que una desgracia —enterarse de que el primer gol había sido con la mano— los espera a la vuelta de la esquina. —Estábamos muy felices: habíamos dirigido Argentina-Inglaterra, después de las Malvinas, habíamos llevado el partido con corrección, y de la mano todavía nadie nos había dicho nada —contó Berny Ulloa, el juez de línea de Costa Rica—. En eso viene Carlos Pachamé, el ayudante de Bilardo, y nos trae cuatro camisetas de Maradona, con la número 10, igualitas a la azul que había usado en el partido, y con el autógrafo del propio Diego: «Con afecto», y el número 10 entre asteriscos. Era una camiseta para cada uno del cuarteto arbitral: el réferi principal, los jueces de línea y el árbitro suplente, que era un sueco. Por aquí todavía la tengo, en mi casa. Ya se encogió, me queda pequeña, la vida nos cambia a todos, pero nunca la puse a la venta: es un tesoro. De la mano nos enteramos cuando llegamos al hotel. «En una vitrina de mi casa guardo la camiseta que Maradona usó en ese partido inolvidable, la azul, es el recuerdo más importante de mi carrera —le dijo el árbitro Alí Bennaceur a Olé, en 2001—. En casa tengo el video del partido y dos o tres veces por año se lo muestro a mis hijos»

La mano de Dios La otra imagen icónica del 22 de junio de 1986: Maradona salta, mueve rápidamente su brazo izquierdo e impulsa la pelota hacia el arco de Shilton. Argentina se ponía 1-0…

En el vestuario argentino Alguien tocó la puerta del vestuario argentino y fue la visita menos esperada: unos pocos jugadores ingleses, liderados por sus figuras, Gary Lineker y Glenn Hoddle, vinieron en son de paz, quisieron intercambiar sus camisetas. Los recibió Benros, el utilero, y de una bolsa sacó camisetas celestes y blancas, las titulares de la selección, pero no utilizadas en el partido. Los ingleses las rechazaron amablemente: querían las azules. —Vinieron los ingleses, tocaron la puerta y nos dijeron «exchange» —recordó Oscar Garré, defensor argentino—. Yo se la cambié a Lineker, que jugaba de 9 pero usaba la 10. Nos daban la mano y nos felicitaban porque les habíamos ganado. Lo que es la cultura. Maradona volvió del control antidoping al vestuario argentino y al rato vio a Garré con la camiseta de Lineker. —Diego me dijo —recordó Garré—: «Perro, me quiero morir, vos sabés que yo colecciono las números 10, ¿no me la das?». ¿Y cómo le iba a decir que no a Maradona, y menos ese día? Así que le di la de Lineker y me quedé con la que él me entregó, que era la 17, la del morocho que había entrado, Barnes. El paso de los años hizo trastabillar a Garré: la camiseta que recibió fue la 18 de Hodge, el inglés que en aquel golpe de suerte, en el túnel camino a los vestuarios, se había cruzado de frente con Maradona. Treinta años después, el defensor argentino ya no guardaba aquella prenda, lo que implicaría una doble decepción para Hodge. 

—¿Sabés si Diego sigue teniendo mi camiseta? Lo volví a ver en 1987, en el partido despedida a Ardiles, en Wembley, y no lo vi más —preguntó el ex mediocampista inglés al autor de “El Partido”. La respuesta fue que, según había contado Garré, Maradona conservó su camiseta unos pocos minutos, y que, en virtud de su fetichismo por el número 10, pidió cambiarla por la de Lineker-. En ese vestuario enfebrecido que festejaba la victoria ante Inglaterra, Maradona no solo guardó la de Lineker: también la azul, de Argentina, que había vestido en la primera parte del partido. Los expertos en subastas sostuvieron desde siempre que tiene mucho menor valor que la de la segunda parte. 

Algunos años después —cuando ya estaba en claro que Hodge se había quedado la del segundo tiempo—, su ex esposa, Claudia Villafañe, encontraría la camiseta que Diego había usado en el primer tiempo. De inmediato, la sumaría a la colección familiar. En 2015, y en medio de disputas en Tribunales entre Diego y Claudia, la hija menor del matrimonio publicó en redes sociales una foto de su hijo Benjamín vistiendo la reliquia azul: «Esta es mía», marcó terreno Gianinna. «Si yo tengo las camisetas, es porque las junté», agregó Claudia, aunque Maradona no dejó de reclamar por sus derechos —«los goles a Inglaterra los hice yo, no Claudia; no la vi jugando de 7 o de 9 contra Inglaterra, todas las camisetas son mías»—, en un convulsionado final para una prenda confeccionada de apuro en los días de México, de espaldas a la parafernalia que rodea a la ropa deportiva del siglo XXI, y que terminaría subastada por 9 millones de dólares casi 36 años después en Londres.

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