Deconstrucción del enojo
Los escándalos siempre dan que hablar. Una estrella de Hollywood abofeteando a uno de los más grandes cómicos de nuestra generación en una entrega de premios transmitida a todo el planeta, mucho más
La ira es algo intrínseco al ser humano. Todos nos enojamos. Es más: desconfiemos de aquellos que se muestran públicamente en un estado zen ante la catástrofe, porque en su vida privada deben ser insufribles. Sin embargo, limitarnos a definirnos como “calentones” o cualquiera de sus sinónimos es simplemente creer que no podemos ser mejores. Es la excusa ideal como para no trabajarnos. “¡Y bueno, yo soy así!”. Esta postura esconde un tufillo de arrogancia, al creer que todos tienen que soportar nuestros caprichos.
Uno de los más grandes pensadores de los últimos tiempos fue Abraham Twerski. Este reconocido psiquiatra (además de rabino) explicaba que hay básicamente tres etapas en nuestro vínculo con el enojo: lo que sentimos al enojarnos, nuestra reacción ante eso, y cuánto tiempo retenemos el enojo en nuestras vidas.
El sentimiento de enojo es inevitable. Sin embargo, lo que sí podemos trabajar es en el tipo o la cantidad de cosas que nos harán enojar. Como dijimos, no podemos eliminar la ira de nuestras vidas, pero podemos acortar la lista de cosas que nos irritan. Eso sí está en nuestro poder. No tiene sentido que uno se enoje tanto si ofenden a su pareja como si encuentra el salón desordenado. El primer caso podríamos considerarlo entendible. En cambio, el segundo caso sería posible, a través de un trabajo enfocado, eliminarlo de la lista.
En cuanto a la reacción, eso es sin dudas algo que depende de nosotros. Sobre todo porque, si lo pensamos, el 90% de las situaciones que nos irritan son previsibles. El método más práctico para trabajar esto podría ser simplemente imaginar el peor cuadro posible frente a la situación que estamos a punto de enfrentar. Estoy por ingresar a mi casa y quiero pensar que todos estarán sentados, prolijos y esperando a que su padre llegue y los bese en la frente. Esta aproximación a la realidad, por más bonita que suene, le abre la puerta a un potencial desastre. En realidad, debemos hacer todo lo contrario: proyectar que los niños estarán peleándose entre sí, que habrán volcado un plato de sopa en el piso, que mi pareja no habrá preparado todavía la comida y que las luces de toda la casa estarán encendidas (este último punto es un tema que personalmente no soporto y que confieso que debo aprender a controlar). En el hipotético caso en que uno sea una estrella de Hollywood y vaya a estar en la primera fila de una entrega de premios, debo asumir que cualquier comediante que pise el escenario va a apuntar sus cañones contra mí. Incluso cuando los chistes sean injustificados y absolutamente fuera de lugar, esta situación no puede encontrarme con la guardia baja. Es más, es parte de mi trabajo estar preparado para ese posible escenario. De eso sí soy responsable.
Y, por último, está el resentimiento. ¿Cuánto tiempo estoy dispuesto a permitirle a esta sensación, que sólo me hace sentir miserable, ocupar mi vida? ¿Qué gano aferrándome a este sentimiento? ¿Sirve para algo? Incluso, en el caso más políticamente incorrecto, ¿afecto de algún modo a aquel que me hizo enojar cuando mantengo mi enojo, o sencillamente me hundo en la depresión y el patetismo?
Ya sé que es más fácil decirlo que hacerlo. Pero un buen primer paso es comenzar por verbalizarlo. Empezar por reconocer que “ser calentón” no es una característica inmodificable (y mucho menos algo elogiable, como algunos pretenden hacernos creer), sino un aspecto de nuestra vida en el que podemos mejorar. Para ilustrarlo de otra manera: alguien que no sabe hablar inglés puede decir “y bueno, mis padres no me enviaron a una escuela bilingüe y yo nunca aprendí a hablar inglés”; pero también puede tomar cartas en el asunto. Hacer un curso gratuito por Internet. Leer un manual que ya haya utilizado un amigo. Mirar una película prestándole atención a los subtítulos. ¿Alcanzará esta persona el dominio del idioma como un nativo de Londres? No sé. Tal vez. En realidad, ¿qué importa? Si comienza a estudiar, seguro va a estar en una mejor posición que la que estaba al comenzar.
Y esto no es todo: ¿Cuántas veces hemos hecho algo bajo el efecto del enojo y después nos hemos arrepentido? Es decir, que el enojo hace que nuestro intelecto, que nuestra capacidad de discernimiento, se evapore. Asumir que “ser un calentón” es algo estático e inmodificable es confirmar que nuestra mente está subyugada a nuestros impulsos. Es limitar nuestras capacidades, achatar nuestra visión, dejar nuestro cerebro en remojo, negar que podemos ser más grandes de lo que somos. Creer que no podemos cambiar para bien es simplemente negar nuestra condición humana. Y, créanme, somos mejores que eso.