30 días sin redes sociales ni whatsapp: el experimento de una psicóloga y un resultado sorprendente
Clara Oyuela, autora de Crónicas de una abstinencia, realizó la experiencia mientras su segunda hija tenía seis meses y problemas para dormir. Darse cuenta del tiempo dedicado a las redes la llevó a tomar la “drástica” decisión. Hace un mes les propuso a sus alumnos de 16 años ser parte del desafío
El experimento lo realizó entre febrero y marzo de 2018 cuando Miranda, su segunda hija, tenía seis meses de vida y llevaba el mismo tiempo de dormir mal. Su agotamiento mental hizo que la decisión fuera drástica, de raíz, o al menos así lo vio su entorno.
Todo lo que registró fue empírico, y lo ofreció a modo de crónica de fin de semana a un diario local que la tuvo como columnista durante tres meses. Hace un mes, además, le propuso a sus alumnos de 16 años de la escuela media donde es profesora vivir la experiencia por una semana, pero aconsejada por el gabinete psicológico acordaron que sólo fueran 3 días y medio. Lo hicieron.
Hay que decir todo: también sufrió abstinencia y recayó en el “vicio”, porque aunque le sacó el polvo a un celular de principio de este siglo -que usó para no estar del todo incomunicada-, como su marido y amistades alardeaban de sus smartphones seductores, no pudo evitar chequear en el suyo, alguna vez, el WhatsApp.
A modo de conclusión de esos 30 días y lo que siguió, la psicodramatista y autora le dijo a Infobae: “Creo que el uso de los celulares se nos fue de las manos y que es necesario tomarse un momento, frenar y reflexionar realmente sobre el uso que les damos. Y como padres debemos saber en qué momento nuestros hijos pueden tener el celular y a qué edad. Debería, lo digo utópicamente, usarse casi con el mismo cuidado que un vehículo, que necesita de un carnet para ser conducido”.
Sus vivencias durante ese lapso, las reflexiones del entorno, el redescubrir los sonidos y el poder de escucha y observación lo volcó en “Crónicas de una abstinencia”, su segundo libro, que acaba de ser editado y que pronto será presentado en el pueblo donde formó su familia. Tiene ilustraciones de su hermano, entre otros artistas, y el prólogo del poeta local Rafael Urretabizkaya.
La historia
Clara tiene 40 años. Nació en Buenos Aires, estudió Psicología en la Universidad de Belgrano, vivió con su marido por tres años en Alaska y luego se mudó a San Martín de los Andes, donde nacieron sus dos hijas, Azucena y Miranda. Desde allí responde el llamado de Infobae.
Desde hace unos días está concentrada en la presentación flamante segundo libro —el primero es un relato de la vida en el extremo noroeste de América del Norte— que acaba de salir por una editorial local y pronto estará a la venta en todo el país.
Apenas se inicia la entrevista, cuenta que el día en que decidió hacer a un lado las redes, o el mundo virtual/digital/impersonal, se levantó a las 7:30 con el llanto de su hija. Había soñado que atravesaba un bosque de cerezos blancos donde caía una llovizna tierna y por un instante fue feliz, pero cuando despertó, además el llanto de Miranda, había una catarata de mensajes de Whatsapp.
Un poco realidad y otro ficción -porque la literatura así lo pide-, asume que hubo cierto debate entre alzar a la beba o chequear los mensajes. Optó por la pequeña, claro.
Sentía que las consecuencias de la falta de sueño “habían transformado la vida en un caleidoscopio, donde todas las imágenes, sensaciones y palabras se amalgamaban unas con otras” y cita una reflexión del filósofo Darío Sztajnszrajber sobre las redes y la informática: “Me parece una práctica muy conservadora que frente a la novedad se estigmatice a lo nuevo y se le coloque a la novedad todo eso que venimos trayendo desde siempre. Ahora, el gran problema es la informática, que genera falta de valores, vaciamiento del sentido, inseguridad. Todo eso ya existía desde siempre pero no nos hacemos cargo del mundo del que provenimos”.
Y le puso puntos suspensivos por un mes a esa adicción al celular, tiempo en que la psicóloga que lleva adentro se hizo un festín: “Pasé por todos los momentos de abstinencia, hasta hubo recaídas en el medio, trampas que me hice, pero fue maravilloso. Quienes vivimos alguna vez sin celular tenemos esa nostalgia y sensación de plenitud, de vida que era un poco más bella que ahora. Bueno, a mí me pasó eso, y lo relaciono con aquellos viajes largos sin señal”, explica.
Como toda decisión poco acorde a la demanda social, una amiga le dijo que era algo drástico y su marido opinó que no podía estar “del todo incomunicada”, así que le dio un celular del año 2000, con pequeñas teclas que combinaban números y tres letras minúsculas, mayúsculas y esas mismas también acentuadas. Hoy, un desafío de motricidad fina para los dedos acostumbrados a tan solo acariciar una pantalla y tener todo resuelto.
“Me decían que me dejara de hinchar, que necesitaban comunicarse conmigo, que por mail era muy poco práctico y que los mensajes de texto no los usaban”, explica y revela que apodó al aparato Mi viejo lobo de mar.
La etapa fuera de línea
“Este relato se va como entrecruzando con la maternidad porque en ese momento estaba con mi segunda hija y mi estado como mujer estaba, digamos, en un momento complicado: queriendo salir al mundo, no pudiendo salir al mundo porque estaba maternando de una manera muy intensa y, obviamente, sin dormir. Por eso, en las crónicas el hilo principal es la abstinencia, pero también hay un lugar para la maternidad y llegó un punto en el que sentí que no podía más. Y hablando con una amiga le dije: ‘Necesito tomar una distancia del mundo, de este mundo, y conectarme nuevamente, pero de otra manera’. Me miró como si estuviera loca —se ríe—. Imaginá que venía de la experiencia de vivir en Alaska, donde vivimos sin celular, sin Instagram... Quise volver a tener una conexión diferente o desconexión. La tecnología forma parte de mi vida, me dije, bueno, pero me propuse hacer este experimento porque me encantó como desafío y surgió la idea del registro que me estimuló a volver a escribir”, inicia el relato del camino que hizo.
El primer día arrancó de la peor manera. “Miranda estaba con gastroenteritis y la tuvieron que internar en el hospital y yo estaba incomunicada con mi familia, pero ya había iniciado todo y no pude dar el brazo a torcer”, recuerda.
Esa incomunicación la hizo iniciar su diario, escrito desde el celular vintage. “Me costó mucho escribir con él, pero quise que en la crónica saliera tal cual lo escribí”, cuenta sobre el texto donde se lee: “Salirsse del jugeo es incomdo. Escrbir mesjaes de texto con el tclado de mi viejo Samsung mldelo 2000, también”.
Luego de pasar por todos los estados de ánimo, Clara llegó a los 30 días sin usar el celular ni las redes. Sintió un cambio interno, un poco de liberación y consciencia del tiempo que las redes pueden ocupar en el día a día. “No recuerdo haber vuelto a usar el celular como antes ni durante la cuarentena. Como trabajo en el gabinete de la escuela seguí trabajando toda la pandemia y sí lo usé para trabajar”, admite.
Como su experiencia fue tan buena, quiso llevarla al aula y propuso a sus alumnos de 16 años estar sin el celular. “Ellos también tuvieron que escribir sus crónicas con ilustraciones. Hay en esa edad una adicción realmente muy fuerte al celular porque crecieron con uno en la mano. Algunos de sus testimonios son increíbles. Hubo quien contó que tuvo sensaciones nunca antes experimentadas como sudor en las manos, sensaciones físicas y emocionales tan fuertes relacionadas con la abstinencia a cualquier otra adicción”, concluye.