Bolivia, ¿territorio de sicarios judiciales?

Rafael Sagárnaga
Cochabamba, Los Tiempos 
¿Qué es un sicario? Sintéticamente, un sicario es un asesino asalariado. Como es sabido, los sicarios tienen significativa presencia en lugares dominados por las mafias donde el respeto a la ley se diluyó y prima el poder delincuencial. Sin embargo, un caso particular parece haber surgido en Bolivia, donde el tercer poder del Estado frecuentemente funge como juez y sicario al mismo tiempo. Los sicarios, cuando son atrapados, generalmente no saben o no revelan para quién trabajan. Es decir que los autores intelectuales de los crímenes cometidos por este tipo de delincuentes muy rara vez son procesados, aunque resulte más sencillo identificarlos. En Bolivia, bajo esta presunta variante del oficio, se ha identificado hasta con nombre y apellido a los directos beneficiados. Pero el sicariato judicial se muestra como una fórmula casi perfecta. Sólo en un caso, y gracias a un operativo internacional de corte literalmente cinematográfico, los sicarios fueron procesados y neutralizados, por lo menos, por un tiempo.

Los sicarios administran fríamente la violencia que usarán contra su objetivo. Una ráfaga de ametralladora, un disparo certero, un puñal, una bomba… Al parecer los sicarios judiciales simplemente lanzan ráfagas de procesos contra sus víctimas y se aseguran de que sufran en las insufribles cárceles bolivianas. En ese marco, se han consumado tres tipos de muertes entre los afectados: muerte física, muerte civil y muerte en vida.

“Disparen contra el médico”

Sin duda, lo que sufrió el médico Jhiery Fernández cuadra en la definición de muerte en vida. Acusado como autor de la violación a un bebé de ocho meses, la noche del 17 de diciembre de 2014, Fernández llegó a La Grulla. Constituye el sector reservado para los reos más peligrosos en la cárcel de San Pedro. Se trata de un oscuro pasillo de tres metros de ancho por 30 de largo que alberga a siete celdas y, en ellas, a entre 30 y 40 internos.

Allí debió habituarse a dormir sobre cartones tendidos encima de una cloaca cubierta por una rejilla. Tuvo también que acostumbrarse a soportar olores indescriptibles e insectos que invadían su comida y su ropa. De los seis meses que pasó en aquella sección, los primeros tres fueron en aislamiento, con salidas sólo al baño cada dos o tres días. Las salidas eran nocturnas.

“No me bañaba, no tenía ropa limpia. Las pocas veces que iba a la ducha o al baño, los internos me empujaban, me insultaban, me amenazaban (…). ‘¡Violador, mata niños, ahora vas a ver lo que te va a pasar!’, me gritaban cada vez que pasaba en medio de ellos”, le relató Fernández a la periodista Leny Chuquimia de Página Siete.

El médico, pese a una notoria falta de pruebas, sufrió la presión de fiscales de todos los niveles, en especial de los fiscales Edwin Blanco y Susana Boyán. Luego fue condenado a 20 años de cárcel por la juez Patricia Pacajes. Estuvo en total recluido durante cuatro años. Su calvario finalizó cuando justamente Pacajes fue grabada mientras confesaba que Fernández era inocente y lo había sentenciado sólo por presiones superiores. Según aquella confesión, el objetivo fue salvar la reputación de la forense que había cometido graves errores al evaluar al bebé.

Récord de injusticia

Si para Fernández el castigo gratuito duró casi cuatro años, para Marco Antonio Aramayo Caballero van ya casi siete. “Anotó en un papel, con letra legible y buen trazo, los nombres de cada uno de los 84 jueces, 91 fiscales, seis policías investigadores y 32 técnicos del Fondo Indígena que conoció en 259 juicios —ha descrito el analista Andrés Gómez Vela—. Registró 50 cárceles donde estuvo encerrado. Escribió en su memoria una injusta sentencia por algo que nunca hizo: robar dinero público”.

Aramayo Caballero fue director del célebre Fondo de Desarrollo Indígena y campesino (Fondioc). “Debería figurar en el libro de récords Guinness como la persona que sufre más injusticias en el mundo —ha sugerido Gómez—. No sólo por la cantidad de juicios en contra, sino por las torturas en cada viaje. Pues recorrer enmanillado 3 mil kilómetros en un vehículo incómodo es una tortura”. Y esas travesías forzadas ya han sumado más de 40 mil kilómetros en viajes a audiencias en Santa Cruz, Oruro, Potosí, Tarija, Cobija y Beni. Una distancia equivalente a una vuelta al mundo.

Paradójicamente, el único “delito” cometido por Aramayo fue haber destapado uno de los casos de corrupción más escandalosos de la gestión Evo Morales. La virtual repartija de 170 millones de dólares que involucró a varios de los más encumbrados dirigentes campesinos del Movimiento Al Socialismo (MAS) salió a luz gracias a aquella denuncia. La madeja del entramado de corrupción empezó a desatarse cuando Marco Aramayo pidió que se investigue a los dirigentes Juanita Ancieta y Rodolfo Machaca.

Ambos habían pedido, a nombre de Evo Morales, 44 mil dólares del Fondioc para su ceremonia de posesión en Tiahuanaco. Ninguno de los ministros, senadores, diputados ni dirigentes que en su momento fueron responsables de Fondioc ha sufrido algo mínimamente parecido a lo que va sufriendo Aramayo. Éste ya purga una primera condena de ocho años de cárcel “por incumplimiento de deberes”.

La muerte en vida implica normalmente también sufrir la muerte civil. Entre detenciones preventivas, citaciones, audiencias y escandalosas acusaciones públicas, los afectados por el sicariato judicial pierden la mayoría de sus derechos elementales. No pueden trabajar, no pueden transitar libremente, se marginan o son socialmente marginados, sus condiciones de salud desmejoran… Otra denuncia de corrupción en una institución del Estado derivó en esta condición gracias a los singulares operadores de justicia bolivianos.

El “delito” de denunciar

Se trata de Mariela Valdez, la mujer que denunció el millonario desfalco que realizó Juan Pari al Banco Unión (BU). En septiembre de 2017, Valdez ejercía como subgerente regional de operaciones del BU. Entonces, alertó infructuosamente a sus superiores sobre los sospechosos movimientos de Pari, quien fungía como jefe de operaciones de la agencia de Batallas. Cuando estalló el escándalo pidió tres veces hacer voluntariamente declaraciones sobre el desfalco de 5,5 millones de dólares. Sorprendentemente, un mes más tarde, la funcionaria fue aprehendida y trasladada al Centro de Orientación Femenina (COF) de Obrajes, La Paz.

Allí, sin que medien mayores pruebas en su contra, se vio forzada a permanecer un año. Hicieron que comparta destino de reclusión con Luciana Reynaga, la novia de Pari y principal implicada en el escándalo. Es decir, encerraron prácticamente juntas a denunciante y denunciada en una evidente aberración legal, más parecida a una amenazante presión mafiosa.

Tras un año de extenuantes batallas legales, Valdez logró cambiar la medida y obtuvo la detención domiciliaria. El 20 de octubre de 2018, Jhonny Zeballos, el abogado de Valdez, declaró a los medios: “Hemos luchado por una persona inocente, para mandar el mensaje de que los inocentes cuando denuncian no tienen que estar tras las rejas”. A partir de ese día, la nueva odisea fue encarar el proceso orientado a demostrar su inocencia, pero además recuperar su salud que resultó seriamente deteriorada. Todo, bajo las restricciones de su nueva condición, y tras 24 años de impecable carrera como funcionaria bancaria.

Asesinados

Pero en mucho más de un caso la ráfaga de presiones judiciales ha llegado a matar no sólo moral y jurídicamente a las víctimas. La justicia boliviana carga cada vez más muertos propios debido a extenuantes presiones premeditadas. Uno de los casos más destacados fue el de José María Bakovic, el expresidente del Servicio Nacional de Caminos (SNC). El exejecutivo fue objeto de 72 procesos distribuidos prácticamente en todas las capitales del país.

A sus 70 años, edad en que muchos de sus pares optan por una apacible jubilación, se embarcó en una guerra legal contra las autoridades de Gobierno. No sólo que resistía a las acusaciones que le realizaban los fiscales, sino que lanzó varias denuncias de corrupción que desataron sonados escándalos. Fue objeto de dos detenciones preventivas durante varias semanas en La Paz y en Tarija. Pero, sobre todo, se le forzó a asistir sucesivamente a audiencias en ciudades que diferían radicalmente en cuanto a climas y alturas sobre el nivel del mar.

El 12 de octubre de 2013, a sus 75 años de edad, se le obligó a viajar a La Paz, pese a certificados médicos que alertaban sobre un riesgo cardiovascular. Forenses y fiscales hicieron caso omiso de las advertencias y hasta ofrecieron garantías. El corazón de Bakovic no resistió el ascenso a los 4 mil metros y al día siguiente colapsó. Su caso ha inspirado un sinfín de reclamos e incluso varios libros que denuncian un asesinato.

“La ofensiva sigue y es cada vez más sañuda —declaraba Bakovic en 2010—. Ya no saben de qué acusarme. El Ministerio de la Presidencia y mis sucesoras, directamente o a través del SNC en Liquidación, han tenido injerencia descarada en el Ministerio Público para mis detenciones en La Paz y en Tarija. También actuaron para promover procesos sin sentido. Todo con el afán de mostrarme como emblema de su supuesta lucha contra la corrupción, pero sólo fue cortina de humo para tapar sus grandes negociados. (…) También molesta mi gestión porque se desarrolló en cuatro gobiernos tradicionales, durante años de gran convulsión social y política. Además, soy desechable: no tengo partido político, logia ni gremio que me apoyen”.

La lista de casos similares probablemente resulte incontable. Ahí ya suman los dirigentes cívicos tarijeños detenidos en el Chaco en 2008. En ese caso, por ejemplo, según denunció el dirigente Felipe Moza, se mantuvo detenidos durante cinco años a quienes no aceptaron trabajar para el MAS y se liberó a quienes cedieron. También han confiado historias parecidas los involucrados en los casos Hotel Las Américas y Catler del año 2009, y el propio exprefecto de Pando Leopoldo Fernández.

La historia continúa

En el presente, los procesos abiertos por los hechos de octubre y noviembre de 2019 han desatado otra ola de denuncias similares. Según se denunció en redes sociales, la figura fatal se repitió, por ejemplo, con el coronel de Policía Javier Vaca Julio, que falleció en octubre. La versión, atribuida a un grupo de sus camaradas, señala que la presión judicial desestimó el crítico estado de salud al que el exjefe policial había llegado. Y tal cual han alertado recurrentemente incluso personalidades de otros países amenaza en estos días a la expresidenta Jeanine Añez y al exdirigente cívico Marco Pumari, entre varios otros.

Valga añadir que junto a cada procesado principal también se ha presionado a subordinados o miembros de su entorno inmediato. Tres enfermeras en el caso del médico Fernández fueron presionadas a cambiar sus declaraciones. Tras cajeras también fueron detenidas y procesadas en el caso del desfalco al Banco Unión. En general, la advertencia de que “probablemente también sea citado a declarar” suele ser la antesala de un tiempo de penurias.

No sólo cuentan aquellos casos que involucran al poder y las instituciones públicas con algún oscuro interés cubriéndose las espaldas a través de este sicariato. También se han denunciado casos de meros enconos personales como el que afectó a la jurista tarijeña Rita Castrillo. Fue objeto de similares presiones y detenciones preventivas inducidas por el empresario constructor Edgar Gutiérrez. Casos similares han involucrado a forenses, fiscales y jueces.

Y el sicariato judicial incluso optó por hacerse autónomo, pero sus impunes excesos le cobraron factura. Un grupo de fiscales habituados a este tipo de actividades decidió en 2011 realizar extorsiones. Entre sus principales víctimas estuvo el empresario estadounidense Jacob Ostreicher, quien había iniciado un emprendimiento agropecuario de 20 millones de dólares en Santa Cruz. Pero no contaron con las influencias internacionales que Ostreicher tenía.

Atrapados

En noviembre de 2012, gracias a una gestión liderada por el actor cinematográfico Sean Penn, Ostreicher fue liberado de la cárcel donde lo habían puesto los extorsionadores. Se desató un escándalo internacional. Penn forzó además a las autoridades a identificar y procesar a una banda de fiscales. El caso involucró, entre otros, a Boris Villegas, Denis Rodas y Fernando Rivera. La mayoría de ellos fue ubicada luego en decenas de procesos que han afectado a dirigentes cívicos opositores y exautoridades de Estado bajo el mismo sistema de presiones.

“Algunos intelectuales de la izquierda Latinoamericana los denominan casos de ‘lawfare’ —explica el jurista Raúl Callizaya, en un artículo publicado en Página Siete—. Otros investigadores y analistas políticos, con mayor contundencia, han definido estas acciones antijurídicas como ‘sicariato judicial’ por los actores, el modus operandi, los objetivos, las consecuencias, las víctimas y sus victimarios. ‘Lawfare’ significa la utilización de la ley y de los procedimientos jurídicos por parte de los agentes de Estado como arma de guerra en contra de su ‘enemigo’, para perseguir a aquellos que fueron estigmatizados como tales”.

El fenómeno del sicariato no es nuevo en Latinoamérica, pero sí desde los años 90, cuando, según informes del Banco Interamericano de Desarrollo y de la Fundación InSight Crime, visible y estadísticamente se ha incrementado de manera sustancial debido a la influencia del narcotráfico, el paramilitarismo y de la corrupción. Los casos más críticos se produjeron en Brasil, México, Venezuela, Colombia y Honduras, donde sus efectos son devastadores a todo nivel.

“Sí, sí, un fiscal comete un crimen cuando imputa y acusa a un inocente —ha afirmado Andrés Gómez en un artículo dirigido al fiscal Edwin Blanco—. Es un crimen porque apuñala su honor, ametralla su dignidad, roba su vida, sustrae su tiempo y asalta su dinero. Es un crimen porque, en otros casos, aprovechan el miedo que causan para esquilmar a sus víctimas”.

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