Auge, fraude y derrumbe de Elizabeth Holmes: de recaudar 9 mil millones de dólares con una gota de sangre a la cárcel
A los 19 años creó una empresa de análisis médicos apoyada por grandes personajes y sus capitales. Parecía encabezar una revolución científica, pero fue declarada culpable por fraude y ahora espera su sentencia
“En los negocios, la audacia es lo primero, lo segundo y lo tercero” (Thomas Fuller, clérigo y escritor inglés, 1608-1661)
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El 3 de enero de 2021, sentada ante un tribunal federal y declarada culpable en cuatro cargos de fraude, Elizabeth Anne Holmes, de 37 años, si conoce esa cita acerca de la audacia, seguramente maldijo al curita en cuestión. Porque eso y no otra cosa es la alfombra mágica que la llevó, en apenas catorce años, de la gloria al derrumbe…
Nativa de Washington D.C., padre y madre funcionarios, casi clase media alta, leyó de muy niña la biografía de su tatarabuelo, Christian Holmes, cirujano, ingeniero, inventor, medalla al valor en la segunda gran guerra, y decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Cincinnati. Nada más inspirador…
Eligió estudiar medicina, pero una fobia –bastante común, además– la detuvo: su pavor a las agujas.
Hacia 2002 era una brillante alumna de química en la Universidad de Stanford. Y por añadidura, una de las becarias del Presidente (en ese momento, George W. Bush).
Después de un período de entrenamiento en el Instituto del Genoma de Singapur, volvió a su país dispuesta a revolucionar el clásico sistema de extracción de sangre para su análisis en laboratorio, esencial para el diagnóstico médico.
"Inventé un dispositivo portátil, llamado Edison, que puede analizar el estado del paciente y predecir qué enfermedades puede tener en el futuro", le dijo a Channing Robertson, uno de sus profesores.
Gesto de asombro: Elizabeth Holmes tenía en ese momento… ¡19 años! Pero el profesor confió, la apoyó, y en septiembre de 2003 le concedieron la patente "8101402B2: dispositivo médico para monitoreo analítico y suministro de medicamentos".
La gran puerta al éxito estaba abierta…
Con el dinero ahorrado por sus padres para pagarle los estudios se instaló en Palo Alto, California, fundó la empresa Real-Time Cures, que luego rebautizó Theranos: unión de "therapy" y "diagnosis", y empezó a trabajar en el sótano de una hermandad universitaria…, con Robertson como director de esa semilla que brotaría hasta dimensiones colosales.
Los primeros 400 millones de dólares le llegaron desde las arcas de la financiera de riesgo Draper Fisher Jurvetson: suficiente para construir una planta modelo y emplear a quinientas personas.
Dos cosas llamaban la atención: el férreo secreto que rodeaba el trabajo "para evitar competidores o inversores capaces de financiar a alguno de ellos", y en las entrevistas face to face con periodistas, la ausencia de parpadeo en los grandes ojos celestes de Elizabeth.
Según un periodista, "esa mirada fija e inmóvil podía denotar convicción, pero también obsesión y fanatismo".
Algo extraño sucedía también con su vestuario. De negro absoluto día y noche –tenía un placard con no menos de veinte atuendos iguales–, recordaba ¿deliberadamente? a la ropa inmutable de Steve Jobs, el genio de Silicon Valley que cambió el mundo…
Tanto, que empezaron a llamarla “La nueva Steve Jobs”, y a compararla también con Bill Gates y Mark Zuckerberg.
La mirada y el vestuario no fueron la única rareza: según ex compañeros de trabajo y conocidos, Holmes también usaba a propósito un tono de voz extremadamente bajo con el fin de mostrar seriedad. La falsa voz contralto con un leve acento californiano y “algo robótica” se convirtió en una de sus marcas registradas.
En 2017, compró un husky siberiano. Pero aseguraba que era un “lobo”. Su mascota aterrorizó al personal defecando y orinando por toda la oficina, a pesar de que los científicos advirtieron que su cabello y excrementos podrían contaminar las muestras.
Aún así, apenas pasado un año de su fundación, Theranos estaba autorizada para operar en todo Estados Unidos, ofreciendo “más de doscientas pruebas diferentes de sangre sin necesidad de usar una jeringa”.
El método era perfecto: rápido, sencillo, sin dolor, más barato que una extracción de sangre convencional y recetada por médico, y sin más molestia que un leve pinchazo en el dedo índice. Luego, esa gota entraba a un proceso invisible y nunca explicado…
Como era de esperar, miles de pacientes optaron por someterse: ¿cómo no elegir un camino más barato y sin la ceremonia (para algunos, aterradora) de la aguja, la ampolla llenándose lentamente de sangre, y la ansiedad de esperar varios días el diagnóstico?
El dinero empezó a fluir a mares…
Cada vez más pacientes, más inversores privados –la poderosa Walmart arriesgó más de 100 millones sin saber qué era Theranos: sólo por el boca a boca–, y un consejo de administración que aventaba cualquier duda o sospecha: George Shultz, William Perry, ¡Henry Kissinger!
Y por si poco fuera, entrevistas privadas con el ex presidente Bill Clinton, tapa de Forbes con el título “Primera mujer en alcanzar una fortuna de más de mil millones por sí misma”, de casi todas las revistas famosas, desfile por los programas de tevé de más alto rating, y número 110 en la lista de los norteamericanos más ricos.
Theranos ya no albergaba sólo quinientos empleados. Había crecido en metros cuadrados, y cualquier visitante se asombraba al ver a legiones de técnicos encorvados sobre los instrumentos de análisis de la sangre, con guardapolvos níveos, barbijos, guantes, y una concentración que los asemejaba a estatuas vivientes…
Sin embargo, fuera de esa burbuja de éxito imparable y técnica revolucionaria –burbuja valuada en 9 mil millones de dólares–, la comunidad médica y algunos periodistas de investigación se hacían preguntas sin respuesta. Porque hasta un profano bien podía preguntarse por qué una gota de sangre tenía el mismo efecto y valor de diagnóstico que una ampolla de cinco o diez mililitros con el mismo contenido.
O por qué muchos pacientes se sometían al método Theranos sin receta médica…
Por cierto, desde el mundo profesional las preguntas –y las investigaciones– fueron más a fondo.
En febrero de 2015, John Ionnidis, profesor de la Escuela de Medicina de la Universidad de Stanford (la misma que Elizabeth abandonó a los 19 años), acusó a la empresa ante la Asociación Médica Americana "por usar a la prensa para emocionar al público y alejarlo de la revisación típica y necesaria anterior al diagnóstico y tratamiento".
Ese mismo año se sumó a la batalla el temido periodista John Carreyrou, investigador que ya tenía un premio Pulitzer en su escritorio, y estrella del Wall Street Journal.
Sus preguntas fueron una espada llameante…
¿Por qué la señora Holmes y su organización carecen de la aprobación de la Food and Drugs Administration (FDA, por sus siglas en inglés), ente del gobierno responsable de alimentos, remedios, cosméticos, productos biológicos, derivados sanguíneos?
¿Por qué su método no figura en ninguna de las revistas-biblia como The Lancet, Nature, etcétera?
¿Por qué se niega a explicar el funcionamiento de sus analizadores Edison portátiles amparándose en la protección del secreto comercial?
La verdad explotó en las páginas del Wall Street Journal: "La empresa dice que el Edison puede identificar hasta 240 desórdenes de salud con sólo una gota de sangre, pero no es así: apenas puede procesar 15 tipos de tests".
Sobre llovido, mojado. Una inspección sorpresa de la FDA descubrió que el laboratorio del subsuelo –más secreto que el paradero del Santo Grial– no cumplía los mínimos estándares de higiene, y –comparados– los análisis de la máquina Edison eran, respecto de los tradicionales, absolutamente fallidos.
Y la perla falsa de la corona: en los últimos tiempos y en algunos casos, el pinchazo en el dedo fue reemplazado por la extracción convencional de sangre con la excusa de que "ciertos pacientes necesitan exámenes más profundos".
Luego de los tres adjetivos más demoledores del Wall Street Journal (“los exámenes son poco certeros, engañosos y difamatorios”), Holmes, la maravilla dorada, debió enfrentar a la prensa.
En una entrevista de la NBC que la puso en apuros, se defendió… sin parpadear:
—Soy una víctima de las grandes corporaciones que se niegan a los cambios. Eso es lo que sucede cuando quieres cambiar las cosas. Primero creen que estás loca. Luego te combaten. Pero finalmente triunfa la verdad, y cambias el mundo…
Pero seis meses más tarde, en la misma cadena de noticias, abrió el paraguas:
—Todo lo que pasa en esta empresa es mi responsabilidad. Me siento devastada por no haber notado los errores a tiempo, y arreglarlos. Juro que reconstruiré mi laboratorio desde los cimientos, y que nunca pasará nada similar.
Pero otra famosa entrevistadora, Maria Shiver, la puso en la picota:
—Manejas una startup de salud. Estás jugando con la vida de otras personas. Los doctores prescriben medicinas basándose en los análisis de sangre que emiten tus aparatos. Uno creería que ese dispositivo está más que perfeccionado…
—Absolutamente. Y lo más devastador es que creíamos que así era.
No actuó sola. En pleno auge de la empresa asoció como director de operaciones a un tal Ramesh Balwani, que se convirtió en su pareja. Inseparable: llegaba con ella, se iba con ella, tomaba decisiones…, y la acompañó en el banquillo de la ley. En el juicio, ella lo acusó de abusos sexuales y psicológicos.
En 2015, abrumada por las acusaciones, las deudas con proveedores y las indemnizaciones a sus empleados, aquella colosal cifra de 9 mil millones de dólares tocó fondo. ¡A cero!
"La multimillonaria modelo de la nueva generación", cliché de la prensa para definirla, cargó con el sayo de "la peor emprendedora del mundo".
Este lunes, un Tribunal de California concluyó que Holmes era culpable en cuatro cargos de fraude, considerando que engañó a los inversionistas para colocar dinero en su startup.
A sus 37 años, enfrenta la posibilidad de pasar varias décadas en la cárcel.
Con una ominosa sombra aleteando: Bernard Madoff, autor de la mayor estafa de la historia norteamericana, cumplió entre rejas la primera década de su condena: 150 años.
Aunque la sentencia aún no está definida, Holmes teme el instante en que cambie su negro y perenne ropaje por el enterizo color naranja de las presidiarias.