La democracia como imperfecta posibilidad

Héctor Schamis, Infobae

En sus “Ensayos”, Michel de Montaigne sostiene que las “almas más bellas” son inconstantes, flexibles frente a los cambios. No veía los cambios en las creencias y la conducta necesariamente como una amenaza, sino a veces como una bendición. Le inquietaba que la búsqueda interminable de la perfección moral, junto con una convicción inquebrantable en la propia justicia y rectitud, deriven a menudo en receta para el fanatismo.


Ello por su preocupación con aquellos “demasiado enamorados de la virtud”. Escritos entre 1572 y 1588, pleno Renacimiento francés, “Les Essais” parecen un análisis de la política de hoy; esa suerte de inflexible búsqueda de la perfección moral que exacerba las pasiones e impide la conversación racional. Lo llamamos “polarización”, nombre del juego que erosiona el funcionamiento de la democracia.

Montaigne es relevante, pues dicha polarización descansa sobre nociones presentadas como moralmente superiores y como tal inflexibles. Son narradas en términos de virtud por quien las expone; por ende, son innegociables. Siendo que la negociación jamás concluida es la gramática de la democracia, son obvias las dificultades que esta encuentra hoy.

Podemos pensarlo a través de los trazos gruesos de las identidades e ideologías políticas. Por ejemplo, el conservadurismo se organiza en función de la idea de orden. Las jerarquías y asimetrías sociales son pre-políticas, deben ser resguardadas—conservadas—en tanto garantizan el orden social.

Desde Reagan y Thatcher en los ochenta, el conservadurismo ha abandonado su paternalismo tradicional para abrazar la libertad de mercado, pero en tensión intelectual y política con el liberalismo filosófico. En tanto el orden se base en jerarquías sociales estáticas, la posibilidad de la movilidad social, componente necesario en el liberalismo, genera una inconsistencia lógica. De ahí las primeras acepciones de “neoconservadurismo”.

El socialismo, por su parte, se organiza alrededor de la noción de igualdad, pero en una versión limitada, reducida a igualdad en la distribución de recursos materiales, suprimiendo la libertad individual. La desigualdad no es pre-política, en tanto es consecuencia de instituciones y relaciones de clase, pero ello ignora que las sociedades con mayor equidad social tienden a ser aquellas con los mas altos índices de libertad individual.

El conservadurismo y el socialismo conciben el orden social como inmutable. En uno es ex ante, la jerarquía social heredada de la tradición; en el otro es ex post, la sociedad sin clases. Es el liberalismo clásico quien negocia estas nociones generalmente inflexibles.

El tema es que la noción de igualdad también es central en el liberalismo, no en sentido material como en el socialismo, sino en sentido formal, igualdad de oportunidades, igualdad ante la ley. No hay más revolución que ser iguales ante la norma jurídica.

El liberalismo también concibe y acepta, legitima, las asimetrías sociales, pero no de manera rígida ni ex ante, como en el conservadurismo, sino como consecuencia, cambiante dada la evolución del orden espontáneo. Pues el liberalismo enuncia postulados que dan sustento al libre mercado, la iniciativa individual y la propiedad privada—el esqueleto del capitalismo—al mismo tiempo que establece la separación de poderes y los limites a la acción del Estado, es decir, los derechos constitucionales que dan sentido a la democracia.

En esta era de la polarización conviene subrayar que conservadurismo no es sinónimo de fascismo; que las ideas socialistas no derivan necesariamente en el leninismo de partido único; y que el liberalismo es mucho más que la mera libertad de mercado. En tanto la conversación siga resbalando ante imprecisas caricaturas, la polarización seguirá alimentando el fanatismo que preocupaba a Montaigne.

Y que nos preocupa hoy. No puedo dejar de pensar en la elección de Chile y en la imperfecta posibilidad que se le presenta: revalidar y revitalizar su democracia sin superioridades morales. Como en la foto que acompaña este texto, allí está el candidato conservador—llamado fascista y nazi en la espiral de la polarización fanática—reconociendo la victoria de su oponente; casi ungiéndolo vencedor antes de los resultados oficiales. Por lo general, los fascistas no reconocen su derrota con tanta elegancia.

Si Kast era fascista, tal vez cambió. Si Boric era comunista, ya se ha corrido a un centro pragmático para ser presidente de quienes no lo votaron y trabajar con sus opositores sobre temas comunes. Es improbable que el Chile de Boric se convierta en Cuba o Venezuela; tanto como era inverosímil que una victoria de Kast transformara al país en la Alemania de 1933.

Los conservadores pueden ser democráticos y los socialistas también. Sobran ejemplos de ambos en la historia. Y si no lo eran por convicción, lo adquieren por necesidad. Es la inconstancia de las almas bellas, parafraseando a Montaigne; esa es la imperfecta posibilidad que otorga la democracia. Todo lo demás pertenece a la esfera de la certeza en la propia rectitud y la perfección moral, recetas para el fanatismo condenatorio.

Esa es la excelsa belleza de una sociedad democrática, la única capaz de volver sobre sus pasos y cambiar, reescribiendo su propia historia hasta en los capítulos más viejos y más trágicos. Las otras formas de orden político siempre están condenadas a la repetición.

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