Infancia y tiranía de Iósif Stalin: el niño golpeado y enfermo que se convirtió en un cruel dictador
Nunca pudo caminar normal porque tenía los dedos del pie izquierdo unidos por una membrana. Contrajo sarampión, escarlatina y viruela antes de los siete años y cuando se quebró un brazo, su madre creyó que sobre su hijo pesaba una maldición. La historia del líder insoslayable y temible para todo el planeta que marcó a fuego el siglo XX
A partir de entonces, la carrera política de Stalin no detendrá su colosal crecimiento. Escala todos los grados de la sofocante burocracia comunista, manda a millones a la muerte –es un paranoico de libro, según la Psicología–, y bifronte, será leído por la historia como un criminal no menor que Adolf Hitler, pero también como el hombre que después de la Segunda Guerra Mundial transformó a la URSS en la segunda economía del mundo.
Pero antes de convertir a su nación en una potencia, Iósif es un pequeño que una tarde sangra por la nariz: su padre Visarión Dzhugashvili, zapatero, borracho y violento, infunde su ira en él. La sospecha de que su hijo no es fruto de su sangre también concentra su furia, su alcohol y su ceguera en su mujer, Yekaterina Gueladze, Keke, hasta casi matarla. Un día, ante esa escena, Iósif se atreve y le lanza un cuchillo.
La gota rebalsa el vaso. La mujer pide ayuda, y el jefe de policía de la comarca logra una salida: muda a madre e hijo lo más lejos posible, y ella se abre paso trabajando hasta el agotamiento en lo que cuadre. Todo sea por Iósif y su educación. Y no parará hasta inscribirlo en una escuela religiosa.
El niño ha nacido en Gori, una pequeña aldea georgiana, el 6 de diciembre de 1878. Por muchos años será Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, hasta que se instaló en la historia como Iósif (José) Stalin, palabra que significa “de acero”. Apodo que no defraudará…
Pero ha nacido frágil. Su pie izquierdo tiene los dedos unidos por una membrana (defecto llamado sindactilia), que nunca le permitirá caminar de modo normal. Antes de cumplir 7 años contrae sarampión, escarlatina y viruela, que deja en su cara huellas perennes. Adolescente, lo atropella un carro de caballos y le quiebra un brazo. Su madre, supersticiosa y fatalista, cree que pesa sobre su hijo una maldición –algo que los años probarán, pero en sentido contrario–, y se esfuerza para dotarlo de armas contra la adversidad del destino: lo imagina convertido en un pope, un alto jefe religioso, un líder espiritual… y casi acierta. Porque Iósif, precoz lector y empujado por ella, alcanza lo que en su condición social desvalida es una gran victoria: una beca para estudiar en el Seminario Teológico de Tiflis, de línea ortodoxa georgiana. Una experiencia que detestó hasta su muerte.
Pero aquellos avatares de salud –y sus cicatrices–, más los rumores de su condición de hijo bastardo, no fueron aplacados por la serenidad y el silencio del seminario. La violencia, como un gen implacable, lo empuja a sangrientas peleas callejeras que su madre trata de mitigar, con no menos terribles castigos físicos. Un círculo vicioso que lo torna cada vez más provocador y amenazante.
En realidad -y otra vez-, un bifronte. Una doble cara. Porque las grescas cotidianas, a veces con muchachos mayores que él, tienen un extraño contrapeso: Iósif escribe poemas nada desdeñables, canta con excelencia (bien pudo triunfar en ese campo), y abraza con pasión la lectura de libros de corte revolucionario. Una revolución que no tardará.
Primer traspié. En el seminario no están dispuestos a tolerar su rebeldía, y menos su proclamado ateísmo. Ergo, lo expulsan. Deja de ser “Soso”, su apodo de niño: empiezan a llamarlo Koba (Invencible), nombre de un héroe literario.
Apenas volvió a ver un par de veces a su padre, un alma perdida entre la crueldad, el vodka y el vino, que desaparece de su vida de modo poco claro: una versión dice que lo mataron en una riña de taberna; otra, que murió en 1909 en un hospital de Tiflis, arrasado por la tuberculosis, y fue a parar a una fosa común.
Como lo fueron varios opositores a sus ideas. Su ascenso al poder y la ascendencia de la Unión Soviética en el mapa geopolítico del globo tuvo su costo en vidas. Su política de brusco paso de país agrario a potencia industrial agitó a campesinos y granjeros despojados, estallaron revueltas no menos violentas que en los tiempos del último zar (Nicolás II), y el inmenso territorio, cercenada la producción de alimentos, sufrió y se estremeció con la trágica hambruna 1932–1933 mientras Stalin respondía a su criminal manera: millones de almas arrojadas a los campos de trabajo, y otros millones deportadas con condenadas a vivir en la contracara del infierno: las zonas más remotas y heladas.
Pero el georgiano –uno de los apodos de Stalin– no cesó de matar aun cuando los campos volvieron a producir. En 1937 desplegó la llamada Gran Purga: eliminación total de cientos de miles de supuestos conspiradores y enemigos del régimen sin perdonar siquiera a líderes del Ejército Rojo.
Y por fin, el gran golpe de mano. Roto su pacto de no agresión a la Alemania nazi, el hombre del perpetuo bigote lanzó todo su poder bélico para recuperar los antiguos territorios del Imperio: Polonia, Finlandia, los países Bálticos, Besarabia, Bucovina y su mayor victoria: despedazó a Hitler en las batallas de Moscú y Stalingrado (sólo allí, un millón de muertos), el atroz invierno ruso que aniquiló a Napoleón cumplió su rol, y no se detuvo hasta que un soldado del Ejército Rojo izó la bandera de la hoz y el martillo en la cúpula de la Cancillería, sobre los restos mortales de Berlín y el cadáver de Hitler…
De pronto, el pequeño y enfermizo Iósef fue uno de los jugadores con mejores barajas en las conferencias de Yalta y Potsdam, donde se dibujó el nuevo mapa de Europa. Y ya, por razones positivas y negativas (un escritor dijo que era “una mezcla de intelectual y asesino”). Un líder insoslayable y temible para todo el planeta.
Ni siquiera Lenin, el factótum de Octubre 1917, pudo frenar su locura por el poder. En un escrito del 4 de enero de 1923, dijo: “Stalin es demasiado brusco, y este defecto, plenamente tolerable entre nosotros, los comunistas, se hace intolerable en el cargo de secretario general. Propongo a los camaradas que busquen la forma de pasar a Stalin a otro puesto y nombrar a otro hombre más tolerante, más leal, más correcto, más atento, menos caprichoso. No es una pequeñez, y si lo es, se trata de una pequeñez que puede alcanzar importancia decisiva”.
Una dramática anécdota más que reveladora: su hijo Yákov cayó prisionero en la batalla de Smolensk y fue arrastrado al campo de concentración de Sachsenhausen. Al principio no lo reconocieron, pero alguien delató su identidad. Trataron de doblegarlo para que hiciera propaganda a favor de Alemania, pero se negó. Segunda chance de sobrevida: canjearlo por el mariscal Friedrich Paulus. Pero Stalin respondió: “la Unión Soviética no canjea soldados por mariscales”. Yákov murió en ese campo el 15 de abril de 1943, quizá asesinado al tratar de huir. Nunca se supo la causa. Antes había tratado de suicidarse. Y su padre jamás mostró pena ni furia por la muerte de su hijo. Peor aún: al conocer su intento de suicidio, según el escritor Sebag Montefiore, dijo: “Ni siquiera supo matarse…”.
La vida familiar del dictador fue también una prueba de su helado carácter. Yákov era hijo de la primera mujer de Stalin, Yekaterina Svanidze, que murió en 1907, apenas cuatro años después de casarse. Su segunda mujer fue Nadezhda Allilúyeva, muerta en 1932. Oficialmente, por una grave enfermedad. Pero es posible que se haya suicidado después de una terrible pelea con su marido.
Tuvieron dos hijos: Vasili y Svetlana. El primero, condecorado por la fuerza aérea, murió por alcoholismo en 1962. Cinco años más tarde, Svetlana huyó a los Estados Unidos, un escándalo social y político que la prensa agotó hasta el último capítulo: la hija del tirano ruso amparada por su peor enemigo. Jamás volvió: murió en Wisconsin en 2011.
Y por si algo faltaba, el hombre de hielo no fue al funeral de su madre (1937): todavía la odiaba por obligarlo a entrar al seminario…
Amado, temido, odiado. Según el historiador Robert Conquest, Stalin “fue uno de los hombres que más influyó en el siglo veinte”. Según su colega Kevin McDermott, “según su conveniencia, podía ser adulón y servil, o venenoso e impío para acusar y mandar a la muerte a millones”.
Hacia el final de los años 40, su victoria sobre el nazismo y su gigantesco aparato de propaganda entró en la mente y la sangre del pueblo como una fuerte dosis de ciego e irracional patriotismo. Derramó sobre las almas ingenuas y crédulas una fábula de colosal falsedad: “Muchos de los descubrimientos e invenciones que se adjudican nuestros enemigos occidentales fueron obra nuestra. Por ejemplo, la máquina de vapor, la lámpara incandescente, la radio, el avión”. ¡Y hasta daba el nombre de los autores de esas hazañas!
Llegados los años 50 –y los 70 del paranoico y autócrata dueño, en extensión de tierras, más de media Europa–, su salud empezó a quebrarse.
Su médico, Vladímir Vinográdov, le descubrió un grave cuadro de hipertensión y le aconsejó, más allá del inmediato tratamiento, que abandonara el gobierno. O que por lo menos redujera el ritmo. No le hizo caso. Y su manía persecutoria se duplicó cuando Lidia Timashuk, médica del Policlínico del Kremlin, le escribió una carta en la que acusaba a Vinográdov y otros ocho médicos judíos de ordenar tratamientos “inadecuados” a hombres de los altos mandos del ejército y del partido para matarlos lentamente.
Stalin bramó. Sin pruebas y enloquecido, ordenó arrestar a los nueve médicos y torturarlos hasta que confesaran su plan. Dos murieron en las sesiones de tortura, y los siete sobrevivientes, al borde de la muerte, confesaron y firmaron su inexistente crimen.
Poco después, su secretario privado desapareció, y su jefe de guardaespaldas fue fusilado…, pero oficialmente se anunció “muerte prematura”. Fue suficiente. Los miembros del Politburó barruntaron que estaba por estallar otra de las brutales purgas, y decidieron detenerla.
El 5 de marzo de 1953, Stalin no salió de su habitación en la Dacha –su casa de campo–, ni respondió a los golpes en la puerta. Nadie se atrevió a entrar. Pero a las diez de la noche del domingo siguiente, primer día de marzo, su mayordomo lo encontró en el suelo, inmóvil y sin habla. Llamó a los miembros del Politburó. Fueron llegando… pero ninguno llamó a un médico. Veinticuatro horas más tarde, Lavrenti Beria, el jefe de policía, convocó a varios. Dictamen: ataque cerebrovascular fulminante.
Pero su agonía se alargó hasta las diez y diez de la noche del jueves 5, cuando fracasados todos los intentos de reanimación, y a pesar de que los enfermeros seguían luchando, Nikita Jrushchov dijo: “¡Basta, por favor! ¿No ven que está muerto?”.
Dos conjeturas opuestas sobre la verdad de ese final se dan patadas. La primera dice que en la noche del sábado 28 de febrero, Stalin reunió a su círculo íntimo: Beria, Malenkov, Jruschov y Bulganin. Vieron una película y –muy tarde– cenaron. Los invitados se fueron, juntos, hacia las cuatro de la madrugada.
Pero la otra versión es menos alambicada, y defendida por los historiadores Iliá Erenburg y Víktor Aleksándrov. Al parecer, fue una pelea de perros. Lázar Kaganóvich y Kliment Voroshílov (también invitados, pero eliminados en la primera versión) se enfrentaron a Stalin y le exigieron, a gritos, la liberación de los siete médicos acusados, sin pruebas, de atentar contra la vida de altos personajes del régimen. Stalin les habría gritado “¡Traidores!”. Los dos, como respuesta, rompieron los carnets del partido. Y Stalin, rojo de furia, se encerró en su dormitorio.
Mucho después del fin de la Unión Soviética, la muerte de Stalin volvió a ser noticia. Dos historiadores, el ruso Vladímir Naúmov y el norteamericano Jonathan Brent, coincidieron: Stalin habría sido envenenado por Beria. Que muy poco antes de morir fusilado (23 de diciembre de 1953), gritó en una reunión del Politburó: “¡Yo lo maté! ¡Lo maté y los salvé a todos!”.
El cuerpo embalsamado de Stalin estuvo junto al de Lenin hasta el 31 de octubre de 1961, al empezar la campaña contra su memoria dirigida por Nikita Jruschov. Removido de ese lugar de honor, fue enterrado muy cerca, detrás del mausoleo del líder de la revolución rusa, junto a otros líderes soviéticos que descansan en ese sector de la Plaza Roja, con su propio busto de granito sobre el que todavía hay quien llega a dejar flores rojas.
Entretanto, todavía se investiga –y se debate– una de las mayores tragedias de la historia: ¿a cuántos millones ordenó matar Stalin? Después del fin de la URSS se abrieron los archivos, pero las cifras no parecen firmes. Entre otras cosas, porque hubo varias categorías de víctimas, y el recuento se hace imposible.
A saber: ejecutados por delitos políticos y penales; muertos en gulags y en reasentamientos forzosos. Deportaciones masivas por razones étnicas, con millones muertos durante los traslados. Asesinados por pertenencia a todo tipo de religiones: la URSS consagró como tal el ateísmo. La cifra más aproximada: entre 20 y 30 millones de muertos.
En 1945, cuando el Proyecto Manhattan de los Estados Unidos logró concretar la primera bomba atómica y le abrió la puerta a la Era Nuclear, la Alemania nazi y la Unión Soviética abandonaron la carrera.
Tanto los científicos de Hitler como los de Stalin habían avanzado mucho en la creación de esa máquina de muerte masiva, pero el equipo de Robert Oppenheimer cruzó la meta antes que sus rivales.
Dos bombas, una sobre Hiroshima y otra sobre Nagasaki, decidieron la rendición incondicional del Imperio del Japón y el final definitivo del Eje.
Cabe, hoy, una pregunta. ¿Qué habría sido del mundo y de su historia si Alemania o la Unión Soviética cruzaban antes la línea de llegada?