Wilstermann ganó con orden y sacrificio

José Vladimir Nogales

JNN, Digital

Dolía aquel 4-0 en contra de la ida. Y dolía mucho. Y seguramente dolerá por mucho tiempo, aunque por ahí el paso de los años haga que el mal recuerdo se vaya deshilachando. Por eso, por la memoria de aquella noche aciaga en el Hernando Siles ante este Bolívar, lo de Wilstermann se asemejó este domingo a un enorme desahogo en la tarde-noche nubosa del Capriles. Por eso, las voces estallaron allá arriba, cerquita del cielo, en la tribuna sur llena de locos felices de la vida. Por eso, las voces también estallaron en el césped, donde esos jugadores que borraron a Bolívar de la cancha no querían dejar de abrazarse, de reírse, aunque sin excesiva euforia. Por eso, el bonachón Sergio Migliaccio, el técnico que por fortuna desdramatiza el mismo fútbol que la mayoría de sus colegas dramatizan” ensayó la más vasta de sus sonrisas. Por eso, por todo eso, por la revancha que tomó cuerpo en forma de sufrida victoria “aunque no hayan sido cuatro, una cifra infrecuente” cuando los celestes pugnan por agarrar el último cupo a la Libertadores, por el largo registro con escasas caídas, Wilstermann construyó un festejo inolvidable.


La victoria roja (1-0) fue tan merecida como heroica. Ni una tacha para un grupo que ha hecho de la defensa un arte propio de los antidisturbios, un pelotón de futbolistas, se llamen como se llamen, que juegan con el corazón en la boca. Es un equipo más ordenado (poco emparentado con el caótico conglomerado que Cagna mandaba al campo), lo contrario que Bolívar, que va con el piloto automático de otros tiempos. Aflojado en todas sus líneas, el conjunto celeste no pudo doblegar, pese a su dominio, a un adversario más prolijo. Sin profundidad, los paceños solo contaron con Saavedra, que puso el alma que no se le vio a otras figuras en su desamparado paseíllo por el Capriles.

EL PECADO DEL SOBERBIO

Herrera, que se distingue por su poderío en el juego alto, fue menospreciado por la zaga paceña, que lo rodeó con desdén, sin incomodar su posición, sin tomar su marca. La habrán considerado como una presencia insignificante, que no merecía su atención. Por eso, cuando el Pato Rodríguez alcanzó la raya y envió el centro, Herrera saltó frente al central Martins, más alto, más fuerte, más potente. Pero el brasileño no reaccionó. El atacante cabeceó la pelota, que salió junto al primer palo de Cordano, ante la mirada de los perplejos Guitián y Quinteros, un poco corto de reflejos para adelantarse a la jugada. Y el balón se metió ante el inútil esfuerzo del golero. Estalló de entusiasmo el Capriles porque ese gol tenía un valor incalculable en las circunstancias en las que se movía el local. Apenas corrían 9 minutos.

Tras el gol, Bolívar se animó más ante un Wilstermann más conservador, pero no menos aguerrido. No se descompuso en ningún momento el cuadro de Zago, que se hizo con el control de la pelota hasta encerrar al local y hacerle sufrir. Hizo mucho daño Granel, un mediocentro liberado entre líneas para engarzar juego. Con todo, no generó ocasiones claras entre tanta circulación, salvo cuando, por las orillas, algún desdoblamiento (de los laterales, Saavedra o un punta que saltaba al espacio) encontraba una vía de acceso (la espalda de Pérez era la más vulnerable).

A la espera de las sacudidas de su caballería, Wilstermann se encomendó al andamiaje defensivo, al desorientado Arano, que lleva un curso acelerado de cómo apretar los dientes, al sostén de Áñez, formidable en la contención como pilar en un dique inestable, a los colmillos de dos centuriones como Echeverría y Ortíz y al tajo extenuante de Ballivián y Edson Pérez, exigidos cuando Bolívar percutía por banda. 

En los primeros minutos de la segunda mitad, Wilstermann y Bolívar se atacaron con saña, como si se tratara de dos clanes en guerra. En cada contacto se deslizaba un puñal y cuando un jugador rodaba por el suelo, herido o no, un enemigo caía encima llamando a no decaer en la intensidad. En ese lapso, Wilstermann dispuso de cuatro claras ocasiones dilapidadas (disparo pifiado de Rodrigo Vargas, dos tiros del Pato desviados por Cordano y un cabezazo ligeramente ancho de Echeverría) ante un Bolívar tan dominante como estéril. 

ASFIXIA

Era evidente que Bolívar jugaba mejor durante muchos minutos y que llegó a controlar totalmente el duelo, pero su dominio fue un ejercicio inútil, un toque-toque que no encontró delantero ni inspiración. Sin embargo, durante su lapso de efervescencia, Bolívar se puso a tiro de empate. Giménez contuvo, junto a un poste, un disparo raso de Granel y, poco después, se arrojó a los pies de Saavedra, que se internó a espaldas de la defensa tras un pase filtrado de Bejarano. Y Miranda, habilitado por Justiniano, encaró al golero y levantó el balón por encima de su cuerpo, pero también del travesaño. Sonaba a gol, pero Giménez se hizo goma para imponerse. El Capriles se levantó en masa para ovacionar al portero y corear su nombre. Al paraguayo le ocurre como a los actores de ley: quiere el centro del escenario en los momentos más grandes.

Ni los cambios de Migliaccio, pudieron librar a Wilstermann de ese sufrimiento y de la intranquilidad. Dos variantes (Meleán por Pérez y Montero por Serginho) para intentar matar el partido con un candado atrás. Sin el balón o regalándolo cuando lo tenían (pelotas para Vargas), Wilstermann terminó metido atrás. El final partido se le hizo largo a Migliaccio, a sus jugadores y a la hinchada. Despejes y más despejes como símbolo de ese sufrimiento agónico para alejar el peligro a la espera del pitido final más agradecido por la grada en lo que va de temporada.


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