Homenaje y dolor. Diego Maradona, a un año de su muerte

Ezequiel Fernández Moores

PARA LA NACION

Acaso habría sido mejor que se concretara el poema que escribió en aquellos días la rionegrina Liliana Campazzo. El dolor transformado en fiesta popular. Que robaría el cajón de Maradona, decía Campazzo, “para pasearlo por todos los barrios de pibes pobres” y “lo tocaran, le tiraran flores, camisetas, pelotas de trapo, besos”, con “una orquesta que tocara cumbias, tarantelas, el ji ji ji de los Redondos”. Un “viaje eterno” hasta que el cuerpo se hiciera cenizas “que volaran por todo el territorio de la patria”. Pero no. Porque la tumba de Bella Vista es inaccesible, pero, por momentos, surgen escenas maradonianas que recuerdan lo que sucedió tras la muerte del campeón mundial gallo de los años ‘30 Al “Panamá” Brown. Opiómano, homosexual, negro, muerto de tuberculosis a los 38 años, sin un peso, y el cajón paseado durante dos días por sus amigos, de bar en bar, pidiendo dinero para el entierro, que se gastaban volviendo a beber en el bar siguiente, rapiñando hasta el cadáver del campeón.


A un año de su muerte, que se cumplirá este jueves, Diego, hacedor de felicidad, también sigue provocando dolor. La muerte tan triste si todos lo queríamos tanto. Testigos de la autodestrucción. La gran contradicción entre la felicidad pública y el dolor privado. El autoengaño de Diego eterno cuando tanta fragilidad ya olía a muerte. El coro popular de “Diego, Diego” que no sabíamos si sonaba a fiesta o a despedida. Sus goles todos los días en la TV. La pelota como remedio y como veneno. ¿No podríamos haber hecho algo más? ¿Qué? Allí está la serie de Amazon para recordarnos que Diego en realidad podría haber muerto antes, aunque contara con otro entorno supuestamente más serio (que acomodaba diagnósticos o le acercaba menores de edad). Y está también el reciente podcast notable de Spotify (“Los últimos días de Maradona”), sin morbo y con contexto, que desnuda la precariedad final, pero también el desgaste y la desesperación de quienes hoy son acusados porque “terminaron dejándolo solo” sin decir que en sus últimos días Diego mismo era el que echaba a todos, como lo revela un expediente judicial iniciado contra quienes no evitaron la muerte inevitable.

Diego Maradona en la previa del Estados Unidos 1994, su último Mundial
Diego Maradona en la previa del Estados Unidos 1994, su último MundialJorge Quiroga/Archivo La Nación

Aprendí mucho cuando hace años leí sobre la vida del crack brasileño Garrincha, que murió con apenas 49 años. Me ayudó a revisar la fácil tentación de afirmar que Mané murió por culpa de los que lo explotaron y lo abandonaron. Una lista que lideraba, como villano siempre ideal, el ex presidente de la FIFA Joao Havelange, seguido de los dirigentes de Botafogo. Por supuesto que lo habían usado. Pero el biógrafo Ruy Castro, como escribió Joao Máximo, “acabó descubriendo lo que todos queríamos esconder”. Que el gran Mané bebía desde niño y que el alcoholismo, como le dijeron quienes lo trataron, lo había convertido en depresivo crónico. El héroe del Mundial de Chile 62 había sufrido quince internaciones en sus últimos cuatro años de vida. No le faltaban amor ni apoyos. Pero “Alegria do povo” (apodo del crack) “fue en realidad un hombre triste y ya nadie podía ayudarlo”.

Paradójicamente, la fragilidad del ocaso, si bien triste, humanizó la figura omnipotente de D10S. Las imágenes finales, cada vez más duras, pusieron freno a tanta palabra. “Parasitaria o de vasallaje”, como graficó el colega Pablo Perantuono la relación de Diego con los medios. “Celebratoria y redentoria o impiadosa y miserable”. Creemos que ya todo fue dicho, pero intuímos que todavía queda acaso mucho por decir. ¿Enterrado sin corazón? ¿Violador? Nada ofrece respiro. Era imposible ser Maradona en vida. También lo es ahora en la muerte. El recuerdo sincero y festivo, el homenaje a un año de su partida, incluye la presentación mañana de #Alhamdulillah – Gracias a D10S”, un libro del periodista argentino Rashid Ali García sobre los años de Maradona en el Golfo Árabe. “Diego”, contaba días atrás Rashid, “llegaba a una reunión de musulmanes ortodoxos con una cruz gigante en el pecho. El no se adaptaba a los lugares, sino los lugares a él”. No salió gratis.

Diego en imágenes, en el monumento en su honor en Santa Clara del Mar
Diego en imágenes, en el monumento en su honor en Santa Clara del MarMARA SOSTI - AFP

“Soy Maradona contra Inglaterra anotándote dos goles”, canta Calle 13 su viejo tema “Latinoamérica”. “Tú no puedes comprar mi alegría/ tú no puedes comprar mis dolores”. Siempre bandera del Sur como denuncia de la desigualdad. Por algo Nápoles inaugurará mañana estatuas, celebrará misas, habrá especiales de la RAI y una edición dedicada del diario Il Mattino: “Maradona vive”. Semanas atras, Nápoles reaccionó a un informe del diario francés Le Figaro que la describió como “el Tercer Mundo de Europa”. “No sabría vivir en ningún otro lugar. Amo profundamente este ‘Tercer Mundo’”, respondió Toni Servillo, actor fetiche de Paolo Sorrentino, que también mañana estrenará su último filme: “Fue la mano de Dios”. Recordar a Maradona sólo como el jugador genial que fue no alcanza. En Egipto, el gobierno anunció que el atacante de Liverpool, Mo Salah, será materia obligatoria en las escuelas. Gran jugador y ciudadano. Maradona, que no quería ser modelo de nada, fue símbolo de superación pero también de lo fácil que puede ser la caída. Días atrás, Leila Guerriero escribía sobre el drama de la pandemia en el diario madrileño El País y cuestionaba esa necesidad de “encontrarle a todo una enseñanza”. “El dolor”, decía Guerriero, “a veces, es simplemente dolor”.

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