Demi Moore cumple 59: adicción al ejercicio, trastornos alimentarios y otras batallas para tener el mismo cuerpo que a los 30
Hace dos meses posó en bikini con sus hijas, como si fuera una más, y su figura fue el centro de atención otra vez. Durante toda su carrera su aspecto físico estuvo en el ojo público, mientras detrás de cámara se sometía a rutinas tortuosas. “Sentía que era mi único valor”, escribió la actriz en sus memorias
En julio también había posado para una campaña de trajes de baño con sus tres hijas, Rumer (33), Scout (30), y Tallulah Willis (27) –de su matrimonio con el actor de Duro de Matar–, como si fuera una más. Sonreía, sí. En todos los posteos de su Instagram se la ve feliz, pero casi nadie sube a esa red las imágenes de lo que hay detrás.
Moore, sin embargo, lo contó, hace dos años, en su libro de memorias, Inside out: durante años sufrió e hizo propia la obsesión de los otros con su aspecto físico. La chica de Ghost (1990) era demasiado andrógina, pero la de Te acuerdas de anoche (1986), estaba gorda; la de Cuestión de Honor (1992), era demasiado atlética; pero la de Streaptease (1996), parecía de plástico. Y sin embargo, ¿quién, de poder hacerlo, no hubiese pagado como, Robert Redford en Propuesta Indecente (1993), un millón de dólares por una noche con ella?
Aunque fue la actriz mejor paga de su generación, y la primera en equiparar su sueldo con el de sus compañeros varones, ni la crítica ni el feminismo le agradecieron por haber corrido el techo de cristal de Hollywood. La trataron, entonces, de codiciosa. La llamaban despectivamente con el juego de palabras “Gimme More”.
De nuevo: ¿quién no hubiera pagado un millón por estar con Demi Moore? La respuesta que no está en Instagram, pero sí en su cruda biografía, es tan simple como terrible: ella misma. “Cuando era más joven, sentía que mi valor estaba atado a mi cuerpo. Sentía que nadie iba a quererme si no me entregaba”, dice la actriz que marcó un antes y un después en 1991, al posar desnuda y embarazada de ocho meses para Annie Leibowitz en una histórica portada de Vanity Fair. La edición, que llegó a los kioscos con cubierta de una bolsa negra, como si se tratara de pornografía, vendió un millón de ejemplares y rompió con el tabú de que el cuerpo de las mujeres durante el embarazo era algo a reservar para la intimidad y esconder debajo de vestidos aparatosos. “En este país la gente no quiere aceptar la maternidad y la sensualidad”, decía por entonces la actriz ante las críticas por esa tapa que también jugaba con las palabras en su título “More Demi Moore” (“Más Demi Moore”). “Tienen miedo de imaginar a una embarazada sexy. Es curioso que cuando das a luz te consideran la mujer más maravillosa que ha existido, pero, mientras estás embarazada, te hacen sentir que no sos linda ni sexualmente viable. O sos sexy o sos madre. Yo no quise elegir”. Fue pionera de un estilo que, con el tiempo, imitaron otras celebridades como Beyoncé, Eva Longoria, Alanis Morissette y Serena Williams, además de mujeres anónimas en todo el mundo.
Pero aquel debate pasaba por alto la verdadera marca en la carrera de Moore: su increíble figura en la producción de Vanity Fair era la de alguien que estaba entrenando desde el tercer trimestre de su embarazo para su papel de la abogada naval de Cuestión de Honor, que empezaría a rodar apenas dos meses después del parto. Según narra en sus memorias, ese fue el inicio de años de adicción al ejercicio y de graves trastornos de alimentación. La actriz se presionó para ponerse en forma apenas nació su segunda hija con Bruce Willis –con quien estuvo casada entre 1987 y 2000–. Tenía exactamente treinta años menos que ahora, pero ni el juicio de los demás sobre su cuerpo, ni su rigor para entrenar cambiaron demasiado. Con Stout recién nacida, sentía que no podía parar de entrenar: “Era mi trabajo entrar en ese uniforme militar delator que tenía que usar en solo dos meses. Estar perfecta para esa película desató en mí una especie de locura que me consumiría durante los siguientes cinco años”.
Un año después de la icónica y controvertida tapa de Vanity Fair, volvió a posar desnuda para la revista con un smoking pintado sobre el cuerpo. “Es un movimiento profesional brillante: anunciar que vuelve a estar en el mercado como sex symbol. Y está mejor que cuando filmó ‘Echale la culpa a Río’ (1984) a los 20″, decía el reportaje, que contaba sus secretos para estar en forma. Los mismos por los que le preguntan ahora, incluso después de que contara su calvario y su recuperación. A los 59, su “secreto” es ejercitar todos los días y hacer cardio-dance. A los 29, había contratado al entrenador personal de Madonna y reveló que se levantaba todos los días a la madrugada para hacer tres horas de bicicleta, running y pesas antes de ir al set del film en el que compartió cartel con Tom Cruise y Jack Nicholson, y que, al volver a su casa, se encerraba otras tres horas en el gimnasio. En varias notas de la época se hablaba de la rapidez de su transformación física como “una inspiración” para otras mujeres. El verdadero secreto, ayer como ahora, estaba en su lucha absurda contra una imagen corporal tan “ideal” como irreal. Para el público, pero también para ella.
En 1993, el fenómeno de Propuesta indecente la llevó a empujar los límites físicos todavía más: “Tenía que exhibirme de nuevo y sólo podía pensar en mi cuerpo, mi cuerpo, mi cuerpo. Dupliqué mi rutina que ya estaba al máximo, eliminé los carbohidratos y me puse a correr, hacer bicicleta y trabajar en cada máquina imaginable de mi gimnasio”.
En realidad, toda su carrera había sido sobre su cuerpo: había posado desnuda por primera vez para la tapa de la revista para adultos Oui cuando todavía era una menor de edad que trataba de dejar atrás los complejos por su estrabismo y su delgadez extrema: “Dije que tenía 18 años, pero tenía 17. Me sentí orgullosa de mi trabajo, aunque, al mismo tiempo, me estaba sumergiendo en un mundo que parecía hecho a medida para degradar mi autoestima. Una profesión que se centraba única y exclusivamente en mi cuerpo, mi aspecto y mi talla, algo que sólo sirvió para reforzar la idea de que mi valor dependía de mi atractivo físico”. La industria le dio la razón: para su primer gran protagónico, en Te acuerdas de anoche, con Rob Lowe, el director Ed Zwick la convocó con la condición de que “adelgazara unos kilos”. Algunos críticos dirían después que el film sólo tenía sentido por la cantidad de tiempo que mostraba a Demi desnuda.
“No tiene cintura ni caderas, lleva el pelo corto, su cara es de duende, sus ojos tan grandes y líquidos como los de un cervatillo, su figura es moderna y andrógina”, describía la periodista Jennet Conant sobre el estilo con el que marcó tendencia en todo el mundo mientras moldeaba vasijas de arcilla junto al fantasma de su novio en Ghost, que se convirtió en la tercera película más taquillera de la historia. Ese look andrógino que tanto trabajó por recuperar, le trajo sin embargo problemas con el director de Propuesta Indecente, Adrian Lyne, que amenazó con despedirla por haber adelgazado demasiado sin consultarle. “No quiero que parezcas un tipo”, le repetía a Moore, que para justificarlo decía que necesitaba sentirse atractiva para estar cómoda al desnudarse. Lyne, que le gritaba obscenidades en las escenas de sexo, la obligó a subir cuatro kilos.
Con el cuerpo tallado y una promocionada cirugía en la que se puso implantes en los pechos, en 1996 se convirtió en la actriz mejor paga de Hollywood al cobrar US$12.5 millones para protagonizar Striptease. Pero hubo feministas que se lo facturaron: ¿Qué había para celebrar en el hecho de que el papel por el que más se le había pagado a una mujer en la historia del cine fuera el de una stripper? ¿Lo mejor que podía hacer una actriz era vender su cuerpo?
Se revisaron entonces sus roles anteriores: el de la esposa cuyo cuerpo era vendido por su marido en Propuesta Indencente, el de la jefa abusadora de Acoso Sexual (1994). Demi siempre había encarnado la explotación de la mujer en Hollywood. Así nació el apodo “Gimme Moore” (“dame más”), como si igualar su sueldo con el de los actores varones fuera algo objetable, en los medios, y en la calle, hombres y mujeres sólo veían en ese logro una cara: la de la codicia.
La otra cara, que nadie veía, y no pareció preocuparle ni siquiera a ese feminismo que la juzgaba, era un estado de guerra permanente que esa mujer soldado libraba sola en el campo de batalla en que transformó su cuerpo. “Mientras filmaba Striptease, en el desayuno comía media taza de avena con agua, y durante el resto del día sólo proteínas y algunos vegetales; eso era todo –cuenta en Inside Out–. Si esta obsesión con mi cuerpo parece una locura, no se equivocan, los trastornos de alimentación son una locura, una enfermedad. Pero eso no los hace menos reales”. De nuevo, la obsesión real de los demás con su cuerpo no era menos loca. Durante aquel rodaje, se convocó para la primera escena de desnudo a 200 extras a los que no se les pagó por su participación porque el premio era ver a Demi sin ropa. Los rugidos de los hombres fueron tan salvajes, que tuvieron que editarlos en postproducción. Ella confesó entonces que se sentía “halagada” por la reacción. Muchos años antes había perdido el casting de “Flashdance” frente a Jennifer Beal cuando el director de la película le preguntó a un grupo de varones de Paramount: “¿Con quién de estas chicas se acostarían?”. Los aullidos de estos extras en el set sonaban a revancha, ahora ella era la mujer por la que el mundo estaba dispuesto a pagar un millón, o a trabajar gratis, si no eran ricos. Esa era la vara por la que la mayoría de las actrices eran contratadas en Hollywood antes del #MeToo, y que en muchos castings sigue vigente por otros medios.
Striptease fue un fracaso que la crítica saboreó sin evitar minuciosos comentarios sobre el aspecto de su protagonista: “Sólo pretende ser un peep-show de su fabuloso cuerpo, así que así debemos considerarla. Tiene muslos fuertes, sus pechos lucen genial cuando están parcialmente cubiertos, pero tiesos cuando están expuestos. Si creés que esta observación es inapropiada, lo siento, pero su cuerpo es lo único de lo que trata esta película”, dijo, por ejemplo, la crítica del Chicago Tribune. Para cuando protagonizó G.I.Jane (1997), la prensa bromeaba con que se había rapado la cabeza porque no le quedaba nada por sacarse. Su exhibicionismo, decían, era compulsivo y excesivo.
Había tenido que ganar musculatura y algunos kilos para encarnar a la única mujer de la división SEAL del ejército. Lo curioso es que fue después de ese personaje que la sometía en la ficción a todo tipo de torturas que Moore pudo cortar por primera vez con su obsesión, según relata en sus memorias. “Mi reacción habitual al terminar la filmación hubiera sido empezar a matarme de hambre y entrenar sin parar para bajar lo que había subido, pero no hice ninguna de las dos cosas. Había llegado a mi límite. Cuando volví a mi casa en Idaho tuve una epifanía en la ducha: necesitaba ser de mi tamaño natural.” Desarmó el gimnasio donde “había pasado seis dolorosos años” y lo convirtió en su estudio. Se sentía “consumida y agotada”. Y optó por dejarlo todo: la dieta, el entrenamiento, su matrimonio de más de una década con Bruce Willis y su carrera.
Volvería al cine sólo seis años más tarde, con Los Ángeles de Charlie 2 (2003), en un personaje más que elocuente: el de una ex ángel a la que el sistema había descartado después de usarla y regresaba para vengarse. Esa venganza, para los medios, era que a los 41 años y en bikini, otra vez estaba “mejor que a los 20″. Igual que ahora. Como siempre. Y, como siempre, se especuló con sus cirugías, y se dijo que había invertido unos US$3 millones entre tratamientos estéticos e intervenciones como liposucciones de abdomen, cola y piernas, reemplazo de prótesis mamarias, y hasta rejuvenecimiento de rodillas. “Gasta como loca en verse joven, pero considerando los millones que hizo, no es nada. Su cuerpo es su fortuna”, publicó el tabloide The Star. Después se supo que la actriz había pedido rodar sus escenas en bikini un mes antes de lo previsto para evitar esas cuatro semanas de obsesión con su aspecto físico.
No es distinto de lo que pasó en enero último, cuando desfiló en la pasarela de Fendi, salvo que hoy se suma la crueldad de las redes. “No se parece a Demi Moore”, “Tiene que decir quién fue el que le hizo ese desastre en la cara”, “Su cirujano debería ir preso”, “Se ve horrible, se arruinó para siempre”, “Deberíamos pensar por qué una mujer hermosa le teme tanto a envejecer que es capaz de automutilarse así”… Una vida ante las cámaras con su figura bajo escrutinio: ¿está más flaca? ¿más gorda? ¿más vieja? ¿más operada? Si algo cambió en ella no es su cuerpo, sino la forma en que enfrenta el dolor que le causa ese doble juicio sobre algo que ella misma, ante el espejo, declaró tantas veces cosa juzgada. Abrirse al mundo y contar lo que había padecido no fue suficiente, entonces Demi Moore también se mostró a cara lavada. En una entrevista con Naomi Campbell, al día siguiente, ni siquiera se refirió a la polémica. Ella se había sentido como “una niña cumpliendo su fantasía”. Fueron muchas las cosas que no le importaron y que se perdió de disfrutar por demasiado tiempo, por eso dice que ahora ya no le importa lo que digan.
En 2012, recién separada de Ashton Kutcher –de quien la prensa siempre destacó que era 16 años menor que la actriz, y hasta pareció disfrutar su infidelidad con una joven de 21–, tuvo una sobredosis de marihuana sintética y colapsó delante de una de sus hijas. Llevaba meses de excesos, adicciones, y trastornos alimentarios que la habían devuelto a la portada de los tabloides por su preocupante pérdida de peso. Con esa imagen, en la que vio su cuerpo “desde afuera” por primera vez, comienza su autobiografía.
La actriz pasó entonces por una rehabilitación que la impulsó a reconocer públicamente sus problemas para superarlos: “Durante años estuve en espiral, en un camino de verdadera autodestrucción. No importan los éxitos que haya tenido, ni el dinero, ni la fama, nada llenaba mi vacío. Nunca me sentí lo suficientemente buena”. Con la ayuda de su familia –incluido Bruce Willis, y su mujer, Emma Heming, con quienes pasó la última cuarentena– reconoció que sus prioridades cambiaron: la belleza, asegura, ya no es una de ellas. “Hoy mi salud y mis relaciones son lo más importante”, le dijo recientemente a su amiga Gwyneth Paltrow en una charla del sitio Goop.
La experiencia no se ve en su cuerpo, pero la manera en que la atraviesa es propia de su generación. Demi Moore es una chica del pre #MeToo: sufrió mientras sonreía. Nunca se victimizó. Se le dijo a Lena Dunham cuando se desnudó por última vez para la tapa de Harper’s Bazaar, tres años atrás, a sus 56: “Tengo cero interés en ser una víctima”. ¿Cuán real es que la mujer del cuerpo irreal que posa en bikini en su velero se recuperó? Tanto como que hay cosas que ya no se dicen en voz alta, pero que, más allá del discurso y de la inclusión, en algunos cuerpos se libran todavía –en silencio y con alegría acorde a Instagram– las mismas batallas.
De eso habla también la foto de Moore en ese salto sonriente al mar de la eterna juventud. Ahora ya no sólo tiene que ser flaca, y atlética, pero a la vez curvosa, y deseable y estilizada; ahora tampoco puede envejecer, y lo que haga para tratar de evitarlo también será cuestionado por millones de caras anónimas que no soñaban con dar un salto como el de esta Demi de 59 ni siquiera a los veinte.