Tomó cianuro para no ser colgado en la horca: el criminal nazi que Hitler había elegido como su sucesor
Hermann Göring fue el segundo hombre más poderoso de la Alemania nazi, mariscal del Tercer Reich y fundador de la Gestapo. Cuatro días antes de su muerte, Hitler ordenó su arresto y destitución. La vida y la muerte de un hombre temible que pidió morir como un soldado y no como el criminal de guerra que fue
Fue el segundo hombre más poderoso, después de Adolfo Hitler, del Tercer Reich que iba a durar mil años y en sólo doce ensangrentó al mundo, mandó a la muerte a millones de personas, violó todas las leyes elementales de la guerra, en la que casi no hay leyes, obligó a incluir en el derecho internacional la figura del genocidio por la decisión de Hitler de eliminar a todos los judíos de Europa y sepultó a Alemania en la destrucción y el caos de la que fue salvada por las democracias liberales que Hitler también quiso borrar de la faz de la Tierra. Destruir las democracias liberales es una vieja aspiración del autoritarismo.
Si la vida de un hombre se talla en los primeros años de vida, Göring bebió su brebaje bien temprano. Era hijo de Heinrich, un oficial de caballería que gobernó un protectorado alemán en África, en lo que hoy es Namibia: allí había diamantes. A la hora de parir a Göring, el papá era cónsul general en Haití y la mamá, Franziska Tieffenbrunn, viajó a Baviera donde nació el bebé el 12 de enero de 1893: era el cuarto hijo de la pareja, segundo matrimonio del padre. Pocas semanas después, la madre dejó al recién nacido en manos de una familia amiga y regresó a Haití. Los Göring no volvieron a ver a su hijo en los siguientes tres años. El chico tuvo un padrino: Hermann Epenstein, un acaudalado médico y empresario judío, “cristianizado” según el lenguaje de la época, que con los años se convertiría en amante de Franziska, con el consentimiento y acaso el desinterés de su marido. En esa fragua se forjó la mano derecha de Hitler.
Era un chico descarriado, intratable, a quien a los once años el padre metió en un internado de disciplina feroz y comida escasa, para que aprendiera lo duro que era vivir, como si el chico ya no lo supiera. Göring robó un violín, lo vendió, compró un pasaje y regresó a casa aquejado de una enfermedad falsa, hasta que le dijeron que no habría más internado. Solía jugar a ser soldado con un uniforme de la guerra boer, regalo del padre. Una foto lo muestra así vestido, a los catorce años: tiene la mirada de un viejo, el resplandor adolescente en unos ojos que parecen haberlo visto todo, aun lo que le queda por ver.
A los 16 entró en la Academia Militar de Berlín, donde se graduó con honores: había hallado su vocación. En 1913, mientras el mundo coquetea con la Primera Guerra Mundial, muere el padre, la historia de amor, o lo que fuere, entre su mamá y su padrino judío cristianizado termina mal, madre e hijo regresan a Múnich y, en agosto de 1914, cuando estalla la guerra y Alemania va cantando a las trincheras, Hermann Göring es un oficial del prestigioso Regimiento Príncipe Guillermo, apostado en la frontera francesa.
Un amigo lo convence de que el futuro de la guerra está en el aire, en la aviación. Göring se convierte en piloto, lo hieren en combate, en la cadera; pasa un año de convalecencia, vuelve a batallar, a derribar enemigos a coleccionar condecoraciones, se convierte en el sucesor natural de Manfred von Richtofen, el legendario Barón Rojo, derribado al final de la contienda. Göring es un militar de éxito, pero Alemania pierde la guerra.
Dos ideas surgen como grabadas a fuego en esa sociedad que no ha visto nada todavía; dos ideas que luego serían conocidas como el huevo de la serpiente. La primera, Alemania necesita un nacionalismo fuerte, duro, que devuelva el honor perdido y el esplendor del pasado: del futuro no se habla. La segunda, Alemania, la imperial, la heroica, no hubiese perdido esa guerra a no ser por el complot feroz de marxistas y judíos, y por el de esos republicanos que terminaron por derrocar a la monarquía: es la famosa teoría de “la puñalada por la espalda”. Göring adhiere con fervor a las dos. Se va de Alemania a Suecia, se dedica a la aviación privada, a ciertos espectáculos aéreos de circo y en 1921 vuelve a Múnich porque quiere estudiar Ciencias Políticas.
Por allí, en Múnich anda un tal Adolfo Hitler, un político raro, tosco, no muy culto, excelente orador, con un partido a cuestas, el NSDAP (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán) al que Göring se une en con fervor cuanto lo escucha hablar. Lo confiesa a su mujer: “Voy a seguir a Hitler en cuerpo y alma”. Su mujer es la baronesa Carin von Kantzow. Se conocieron en Estocolmo, ella es separada, con un hijo de ocho años: se casan el 3 de febrero de 1922. Hitler va por todo: el 8 de noviembre de 1923, desde una cervecería de Múnich, impulsa un golpe de Estado que, supuestamente, iba a contar con apoyo militar. El propio Hitler estrella una jarra de cerveza contra el piso, desenfunda su pistola y con las dos cruces de hierro ganadas en combate y como cabo (“Ese cabo austríaco” dirá de él Winston Churchill en sus “Memorias”) declara lanzada la “Revolución Nacional” contra los “traidores de noviembre”. El golpe es contra la República de Weimar, a punto de irse a pique luego de la crisis económica mundial de 1929. Y lo de “traidores de noviembre” es por la firma del Tratado de Versalles que obligaba a Alemania a pagar los costos de la guerra y la condenaba al desarme.
En las calles de Múnich, todo termina a los balazos. Un solo disparo cambia al mundo y la vida de Göring, que marchaba codo a codo con Hitler, que lo había hecho jefe de las SA, la fuerza de choque del NSDAP conocidos por sus camisas pardas. Göring es herido en la ingle por una bala, la que pudo cambiar el mundo porque iba dirigida a Hitler y cambió la de Göring, que huye herido a Innsbruck donde curan su herida y calman sus dolores con morfina: Göring se hace morfinómano mientras Hitler, en la cárcel, escribe su credo: Mein Kampf (Mi lucha), que es la serpiente bebé: el putsch de la cervecería es el lanzamiento oficial del partido nazi.
Göring está en el exilio. Pasa por Venecia donde se encuentra con Benito Mussolini, el fascismo exitoso en Italia. Mussolini le dice que quiere conocer a Hitler y Göring promete transmitir el mensaje. Mientras, lucha contra su adicción. En 1925, en Suecia, es catalogado como un drogadicto peligroso y violento. Lo envían al asilo de Langbro, donde es confinado a un chaleco de fuerza mientras dura la abstinencia de morfina. Sale al cabo de un tiempo, pero regresa para un tratamiento adicional. Las heridas, el estrés, sus excesos en el vino y las comidas, la morfina y sus tratamientos contra la adicción modificaron su carácter y su apariencia: tornó a ser más agrio y agresivo y su anterior esbeltez derivó en una obesidad difícil de controlar, esparcida entre abdomen, cadera y muslos.
En 1927, gracias a una amnistía general, regresa a Alemania, donde Hitler, liberado en 1924, vuelve a las andadas. El ascenso del nazismo es veloz, indetenible. En las elecciones de mayo de 1928, el NSDAP araña 12 escaños sobre 491 en juego. En las de 1932 obtiene 230 y Göring, diputado por Baviera, es electo presidente del Reichstag. Cuando Hitler es nombrado canciller, en enero de 1933, la sociedad con Göring se hace inquebrantable: Hitler lo nombra ministro sin cartera, Göring funda la Gestapo, y pone al frente de ella a Heinrich Himmler, y viaja al Vaticano para estrechar relaciones con el mundo católico: se ve con el cardenal Eugenio Pacelli, futuro papa Pío XII. Göring es un hombre pleno y feliz: en abril de 1935 se casa con Emmy Sonnemann, una bailarina de Hamburgo. Tuvieron una hija, Edda, que nació en 1938. Carin, la primera esposa de Göring, epiléptica y cardíaca, había muerto en 1931.
Como Hitler va por todo, le es imprescindible liquidar a la oposición. A cuatro semanas de asumir, el 27 de febrero de 1933, un incendio destruye el edificio del Reichstag que presidía Göring. Culpan a un joven comunista que confiesa bajo tortura haber sido el incendiario: fue condenado a muerte y ejecutado diez meses después. La represión contra los opositores al nazismo es brutal y el incendio está considerado como fundamental para el afianzamiento del nazismo. El historiador americano William L. Shirer, en su libro The Rise and Fall of the Third Reich (Ascenso y caída del Tercer Reich), cita al general alemán Franz Halder quien declaró bajo juramento: “En un almuerzo con ocasión del cumpleaños del Führer en 1943, las personas a su alrededor dirigieron la conversación hacia el incendio del Reichstag (…) Escuché con mis propios oídos cómo Göring irrumpió en la conversación y gritó: ‘El único que realmente sabe sobre el edificio del Reichstag soy yo, porque yo le prendí fuego’ Y diciendo esto, dio una palmada”.
Todavía resta una epifanía del horror que selle la amistad entre Hitler y Göring. Las poderosas tropas de asalto, los camisas pardas suman dos millones de hombres. Son un poder dentro del nazismo. Los dirige un militar enrevesado y extraño, Ernest Rohm, que a principios de los años 30 estuvo en Bolivia como instructor y organizador del ejército: un prusiano en el altiplano. Hitler teme un golpe de Estado de parte de Rohm y usa a sus flamantes SS, que obran como su custodia personal con sus negros uniformes en negro y plata, diseño de Hugo Boss, para aplastarlos entre la noche del 30 de junio y la del 2 de julio de 1934: es “La Noche de los Cuchillos Largos” y Rohm es asesinado en prisión porque no quiere suicidarse. Con el camino despejado, Alemania se lanza a la conquista del mundo con Hitler a la cabeza. Hermann Göring es el cerebro organizador del rearme alemán, el burlador del maldecido Tratado de Versalles que limitaba todo esfuerzo de guerra del país. Impulsa y ve nacer a la Luftwaffe, la fuerza aérea nazi, y Hitler lo hace ministro de Aviación del Reich y su comandante.
Cuando lo condenen en Núremberg a morir en la horca, que Göring esquivará con astucia y la complicidad de agentes aliados, la sentencia en su contra dirá que fue “el principal agresor de guerra, tanto en lo político como en lo militar”. Göring fue más que eso: creó el programa de trabajo esclavo que incluyó a millones de personas, judíos, prisioneros de guerra y enemigos del régimen, en el desarrollo de la industria y el poderío militar del nazismo. Creó el programa opresivo contra los judíos, y contra otras razas y religiones del país, por el cual, en atención a la “arianización” de Alemania y de Europa, los judíos eran obligados a vivir en guetos, o a emigrar de Alemania que confiscaba sus propiedades y sus bienes. Sólo desde Francia y con destino a Alemania, partieron cerca de veintiséis mil vagones ferroviarios llenos de obras de arte, muebles y otros tesoros artísticos y culturales, todos saqueados. Göring se hizo millonario en esos años.
El 9 de noviembre de 1938, un estallido de violencia sorprendió a los judíos del Reich. A raíz del asesinato de un diplomático alemán en París, a manos de un adolescente judío, más de 250 sinagogas de toda Alemania y Austria fueron quemadas, más de siete mil comercios judíos destrozados y saqueados, docenas de ciudadanos judíos asesinados y cementerios, hospitales, escuelas y hogares judíos destruidos por los nazis. Se la llamó “La noche de los cristales rotos”. Las empresas alemanas de seguro debían pagar a las víctimas una suma cercana a los mil millones de marcos, que fue la multa que Göring impuso a la comunidad judía por la alteración del orden del que habían sido víctimas.
En julio de 1941, envió un memorándum a uno de los delfines de Hitler, Reinhard Heydrich, con los detalles prácticos de la “solución final”, la eliminación física de todos los judíos de Europa. Si bien Göring no participó de la Conferencia de Wannsee, en enero de 1942, en la que Heydrich anunció de modo formal que el genocidio de los judíos era ya la política oficial del Reich, sí participó de otras reuniones en las que se discutió el número de judíos asesinados y por asesinar.
Su estrella languideció tan rápido como veloz fue su ascenso. En mayo de 1940 Göring era un tipo popular. Con la caída de París y los éxitos de la blitzkrieg (guerra relámpago) en el resto de Europa su imagen era la de un estratega audaz y victorioso: Hitler, que lo convirtió en su sucesor por si algo llegaba a pasarle, lo nombró mariscal con mayor autoridad que cualquiera de los comandantes del Reich. Pero ese mismo año su fuerza aérea sufrió la primera gran derrota en lo que la historia conoce como “La Batalla de Inglaterra”: el intento de liquidar a la Royal Air Force para facilitar la invasión nazi a Gran Bretaña. Los cazas alemanes de Göring tenían poco radio de acción, a la Luftwaffe que había caído sobre Polonia le faltaban bombarderos estratégicos y algunos modelos nobles y de vanguardia, como el Messeschmitt 110 no eran tan aptos para la batalla aérea cuerpo a cuerpo. La solitaria Inglaterra infligió la primera gran derrota a la poderosa aviación nazi, a su mariscal flamante y al nazismo.
En política y en la guerra, desde Atenas y Esparta hasta antes de ayer, un fracaso se sobrelleva, dos fracasos no se toleran y tres fracasos son imperdonables. El segundo gran fracaso de Göring fue el de no poder evitar el bombardeo aliado a ciudades alemanes. Con su estilo arrogante y desdeñoso proclamó: “¡Si un avión enemigo vuela sobre suelo alemán, mi nombre es Meier!”. Pero el 11 de mayo de 1940, cuando la RAF empezó a bombardear ciudades alemanas, Göring no cambió su apellido. Tampoco lo hizo el 30 de mayo de 1942 cuando la primera gran incursión aérea de más de mil bombarderos devastó la ciudad de Colonia.
El tercer fracaso estuvo ligado a la derrota alemana. Cuando el asedio nazi a Stalingrado, la Luftwaffe contribuyó a la destrucción de la ciudad con una intensa campaña de bombardeos. Pero cuando después de intensas batallas los soviéticos cercaron al Sexto Ejército del general von Paulus, Göring prometió la entrega de un mínimo de trescientas toneladas diarias de suministros, municiones y alimentos. Fue otra de sus bravatas sin sentido: no disponía de más mil aviones para todo el resto de la guerra. Pero Hitler se tomó la bravata en serio y exigió que los hombres del general von Paulus lucharan, todos, hasta la victoria o la muerte. Göring no pudo suministrar más de veinte toneladas diarias de las trescientas prometidas. Von Paulus rindió Stalingrado a finales de enero de 1943 y la guerra se dio vuelta. La victoriosa avanzada nazi del este se transformó en una derrotada marcha hacia el oeste, hacia la derrota en Berlín, perseguidos todos por el Ejército Rojo.
Los civiles alemanes culparon a Göring por no haber podido defender a Alemania. Hitler empezó a ralearlo de las conferencias, pero lo mantuvo al frente de la Luftwaffe, esquilmada y paupérrima, hasta que perdió la confianza total del Führer. El otrora exitoso mariscal se alejó de la vida política y militar y empezó a pasar más tiempo en sus residencias, incluido un coto de caza con un pequeño zoológico, y a disfrutar de las obras de arte saqueadas a los museos de Europa. En eso, Göring era un exquisito. El 6 de junio de 1944, cuando los aliados invadieron Europa por Normandía, la Luftwaffe tenía en la zona del desembarco unos trescientos aparatos con los que enfrentar a los once mil aviones aliados.
Cuando la derrota alemana fue inevitable y los rusos avanzaban ya por los barrios periféricos de Berlín, Hitler festejó su cumpleaños cincuenta y seis en el bunker de la cancillería. Allí admitió que la guerra estaba perdida y que su propósito era resistir hasta el final y luego suicidarse. También dijo que Göring era quien en mejores condiciones estaba para negociar la paz. El Führer creía que la paz todavía era negociable.
Como Hitler lo había nombrado su sucesor, y le daba plena autoridad para actuar en su nombre si él perdía capacidad de acción, Göring se vio en una difícil opción: podía intentar tomar el poder, con lo que se arriesgaba a que lo tildaran de traidor. O podía arriesgarse a que lo acusaran de incumplimiento de sus deberes si no hacía nada. Decidió hacer algo y fue su condena. Envió a Hitler un conceptuoso telegrama en el que le pedía permiso para convertirse él en el nuevo Führer de Alemania. El telegrama decía: “Mein Führer: El General Koller me dio una sesión informativa basada en comunicaciones suministradas por el Coronel General Jodl y el General Christian, según la cual Usted refirió ciertas decisiones tomadas en relación conmigo, y subrayó que en caso de que fuera necesario entrar en negociaciones, yo estaría en mejor posición que Usted en Berlín. Esa posibilidad ha sido tan sorprendente y grave para mí que me siento obligado a asumir que, si no hay respuesta hasta las 22:00 horas, Usted ha perdido su libertad de acción. Siendo así asumiré que las condiciones de su decisión han sido satisfechas y tomaré acciones en beneficio de la población y de la patria. Usted sabe que no puedo expresar con palabras cuáles son mis sentimientos hacia Usted en estas las horas más difíciles de mi existencia. Dios lo bendiga a Usted y espero que le permita llegar pronto aquí. Su fiel servidor Hermann Göring”.
Hitler lo fulminó. Lo destituyó de todos sus cargos por alta traición, salvo que renunciara a todos ellos, ordenó a las SS que lo arrestaran en su residencia de Obersalzberg, lo expulsó del NSDAP, anuló el decreto que lo convertía en su sucesor y lo acusó de “intentar ilegalmente tomar el control del Estado”. Después nombró al almirante Karl Donitz como presidente del Reich y jefe de lo poco que quedaba de la Wehrmacht. Cuatro días después se suicidó junto a su mujer, Eva Braun. Göring fue liberado de su arresto el 5 de mayo, con la guerra a punto de terminar de manera oficial, por tropas de la Luftwaffe que corrían a entregarse a las fuerzas americanas: cualquier cosa antes de caer en manos de los rusos.
Antes de llegar al juicio de Núremberg, los americanos trataron su adicción a la morfina, había ingerido entre tres y cuatro gramos diarios hasta su detención. Le impusieron una dieta estricta que le hizo perder veintisiete kilos, pesaba ciento dieciocho cuando lo arrestaron, y lo acusaron de cuatro cargos: conspiración, librar una guerra de agresión, crímenes de guerra, como el saqueo y el traslado a Alemania de obras de arte u otros bienes, y de crímenes contra la humanidad, como la desaparición de opositores políticos, tortura, malos tratos a prisioneros, asesinato y esclavitud de civiles que en ese momento cuantificaron, sólo en víctimas judías, en cinco millones setecientos mil personas. A esa cifra estremecedora debían sumarse la de opositores políticos, gitanos, homosexuales, comunistas y hasta Testigos de Jehová asesinados en los campos de concentración nazis. Se declaró no culpable.
El juicio duró doscientos dieciocho días en los que Göring intentó hacerse líder entre los jerarcas nazis enjuiciados: lo consiguió en parte. Oyó testimonios terribles, vio películas tremendas como las que el director de cine de Hollywood, George Stevens, tomó del campo de concentración de Dachau en el momento de su liberación, oyó los horrores de aquella guerra de la que había sido uno de sus principales responsables, mientras hacía gestos con las manos, sacudía la cabeza, negaba con energía, o sonreía con descaro
Cuando ejerció su defensa, Göring destacó su lealtad hacia Hitler, dijo no saber nada de los campos de concentración que estaban bajo el control de Himmler, a quien él mismo había designado, y a quien culpó sin remordimientos porque se había suicidado. Se presentó como un pacificador y diplomático antes de la guerra y como un militar intachable durante esos años terribles.
El legendario fiscal de Núremberg, Robert Jackson, leyó las actas de una reunión celebrada después de “La noche de los Cristales Rotos” en la que Göring aparecía como el planificador de la confiscación legal de las propiedades judías afectadas por los atentados. El fiscal David Maxwell Fyfe presentó evidencias que demostraban que Göring sabía al menos del exterminio de la comunidad judía de Hungría.
Las sentencias contra los jerarcas nazis se leyeron el 30 de septiembre de 1946. Göring fue hallado culpable y condenado a la horca. La fecha de la ejecución se fijó para el 16 de octubre. En el final de su condena a muerte se lee: “Su culpabilidad es única en su enormidad. No hay registro que revele excusa alguna para este hombre”.
Pidió que lo fusilaran. Que lo mataran como a un ex combatiente y no como a un criminal de guerra. Dijo que quería pasar a la historia como un grande de Alemania. El tribunal le negó esa gracia. A las 22:45 del 15 de octubre de 1946, horas antes de las ejecuciones, planeadas para la madrugada del 16, Göring se suicidó en su celda después de morder una cápsula de cianuro, para eludir la muerte que no quería. Intentaron reanimarlo para darle la muerte que merecía, pero fue inútil: el que fuera el segundo hombre más poderoso de la Alemania nazi, el sucesor de Hitler, murió en los brazos de Henry Gerecke, capellán de la prisión.
Alguien le había hecho llegar el veneno y había burlado los más rígidos controles de aquella prisión que se suponía inexpugnable. El astuto Göring había ganado su última batalla. Las teorías sobre quién ayudó a morir a Göring fueron muchas, algunas disparatadas y otras acaso más cercanas a la verdad. Una de ellas acusó al teniente americano Jack G. Wheelis de haber hallado el cianuro entre las ropas confiscadas a Göring cuando fue detenido y las entregó al prisionero a cambio de un reloj de oro, un bolígrafo y una cigarrera. Había entablado una relación particular con el jerarca nazi y tenía acceso a los depósitos de Núremberg. Wheelis murió en 1954 y sus secretos fueron enterrados con él. Es la versión más aceptada de la historia.
En 2005, un ex soldado estadounidense, Herbert Lee Stivers, uno de los guardias de casco blanco que custodiaban las sesiones del juicio, afirmó que le había dado a Göring una “medicina” escondida dentro de una estilográfica que una mujer alemana le había pedido entrara de contrabando a la prisión. Stivers dijo que sólo asoció la “medicina” con el cianuro después del suicidio de Göring.
Tal vez, de alguna forma, Göring siempre tuvo encima el veneno que lo mataría. Era un experto en muerte.
Su cuerpo, como el de todos los jerarcas nazis ejecutados en Núremberg, fue exhibido y fotografiado como el de un ahorcado más ante los testigos. Los cadáveres fueron luego cremados en Ostfriedhof, Múnich. Todas las cenizas fueron arrojadas luego al río Isar.