“Están diciendo que los alemanes nos pueden hacer volar por el aire, ¿no?”: Roosevelt, Einstein y la bomba atómica
El genio junto a otros científicos escribieron una carta que pretendía ser un llamado de atención para evitar que Adolf Hitler tuviera armas atómicas. El 9 de octubre de 1941, el presidente norteamericano puso en marcha el Proyecto Manhattan. Tenía como único fin la construcción de la bomba atómica
Leo Szilard era un físico húngaro exiliado. Junto a otros dos colegas, de la misma nacionalidad y con similar desarraigo, escribieron un texto que pretendía ser un llamado de atención para evitar que Adolf Hitler tuviera armas atómicas. Una luz roja mirando al futuro. Esa misiva la recibieron embajadores, funcionarios y congresistas pero nadie pareció leerla.
Szilard sabía que su prédica no sería escuchada y, sabía también que era imprescindible lograrlo. Junto a Edward Teller y Eugene Wigner fue a hablar con Albert Einstein, el científico más conocido y prestigioso de ese tiempo (y posiblemente de todo el Siglo XX).
El 2 de agosto de 1939 Einstein ponía la firma en esa carta que habían escrito otros. No era una cuestión de egos. Lo que estaba en juego era mucho más importante: el futuro de la humanidad. El peso de un nombre. Einstein podía ser la palabra clave para que Franklin Roosevelt prestara atención.
Los descubrimientos recientes en algunos laboratorios híper especializados no preocupaban demasiado a los políticos. Estaban más interesados en lo inmediato. En los movimientos de tropas nazis en Europa. Tanto fue así que el día en que la carta debía ser entregada, Roosevelt pospuso la reunión. Era el 2 de septiembre de 1939 y el día anterior, Polonia había sido invadida.
Todo había cambiado en 1938. Y no sólo por la amenaza de Hitler y de las fuerzas nazis sobre sus vecinos. Los científicos alemanes Otto Hahn y Fritz Strassmann descubrieron la fisión nuclear. Meses después se le sumó la explicación teórica brindada por otros físicos teutones.
El hallazgo científico convirtió a la bomba atómica en algo que teóricamente podía llegar a construirse.
A esa altura todavía eran pocos los que podían entender las implicancias. Pero un año después con Hitler avanzando sobre el resto de Europa, la amenaza se tornó real, en agresión efectiva.
Las nuevas revelaciones sobre la fisión nuclear y sobre la reacción nuclear en cadena habían convertido al uranio en un bien preciado. La mayor reserva del mundo se encontraba en el entonces Congo Belga (Zaire).
Ese fue el momento en el que Szilard se puso en movimiento y contactó a Einstein. Esa primera carta fue enviada al embajador belga en Estados Unidos. Pero pocas semanas después y al ver que su accionar no había logrado ninguna repercusión, Szilard volvió a visitar al padre de la Teoría de la Relatividad. Eran principios de agosto. Einstein dictó la carta en alemán.
Era más enérgica que la anterior y quiso que sus palabras fueran más contundentes. Esta vez el participaría de la redacción. Szilard la tradujo y se la dictó a una joven que se ganaba la vida como mecanógrafa. Janet Coatesworth, muchos años después, contó que creyó que el húngaro había enloquecido mientras tipeaba “bombas extremadamente peligrosas”, “poder destructor inigualable” o el nombre del destinatario Franklin D. Roosevelt, Presidente de los Estados Unidos. Pero la creencia de la pérdida de razón de su jefe mutó en convicción cuando le indicó que al pie de la nota firmara como Albert Einstein.
Unos días después, Einstein leyó la nota, la aprobó y puso su firma manuscrita al final. Esa segunda carta sería la que posibilitó que el Proyecto Manhattan se convirtiera en realidad.
Quien debía encargarse de entregarla en mano era Alexander Sachs, un financista y hombre de negocios con acceso directo a Roosevelt. La reunión sufrió algunas postergaciones hasta que por fin el 10 de octubre Sachs entregó la carta.
Roosevelt la leyó por arriba y dijo que a él le habían informado otra cosa, y rápidamente cambió de tema. Sachs sintió una profunda frustración. Y le pidió conversar al día siguiente. El 11 de octubre Roosevelt lo volvió a recibir. Con él estaban su secretario privado, el brigadier Watson y el comandante de la Marina. Sachs utilizó toda su artillería verbal y, finalmente, resultó convincente.
Roosevelt leyó con detenimiento la carta de Einstein y quedó pensativo. Luego lo miró a Sach y dijo: “Lo que están diciendo es que los alemanes nos pueden hacer volar por el aire, ¿no?”. De inmediato ordenó a Watson que creara una comisión para continuar el tema y que reclutara los mejores hombres de ciencia. Ese momento fue el inicio de la carrera nuclear norteamericana que tiempo después se vería reflejada en el Proyecto Manhattan y en el lanzamiento de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki.
La carta en su tramos principales decía:
“Algunos trabajos recientes de Enrico Fermi y Leo Szilard, comunicados mediante manuscritos, me llevan a considerar que, en el futuro inmediato, el uranio puede convertirse en una nueva e importante fuente de energía. Algunos aspectos parecen requerir mucha atención y, si fuera necesario, inmediata acción por parte del gobierno. Por ello creo que es mi deber señalar los siguientes hechos y recomendaciones.
En el curso de los últimos cuatro meses se ha hecho probable -a través del trabajo de Joiot en Francia así como también de Fermi y Szilard en Estados Unidos- que podría ser posible iniciar una reacción nuclear en cadena en una gran masa de uranio, por medio de la cual se generarían enormes cantidades de potencia y grandes cantidades de nuevos elementos parecidos al uranio. Según parece, esto podría lograrse casi con seguridad en el futuro inmediato.
Este nuevo descubrimiento podría también conducir a la construcción de bombas, y es concebible -pienso que inevitable- que pueden fabricarse bombas de un nuevo tipo extremadamente poderosas. Una sola bomba de ese tipo, llevada por un barco y detonada en un puerto, podría destruir el puerto por completo, junto con el territorio que lo rodea.
Los Estados Unidos tienen muy pocas minas de uranio, con vetas de poco valor y en cantidades moderadas. Hay muy buenas vetas en Canadá y en la ex-Checoslovaquia, mientras que la fuente más importante de uranio está en el Congo Belga. Tengo entendido que Alemania actualmente ha detenido la venta de uranio de las minas de Checoslovaquia, las cuales han sido tomadas. Puede pensarse que Alemania ha hecho tan claras acciones, porque el hijo del subsecretario de Estado Alemán, von Weizacker, está asignado al Instituto Kaiser Wilheln de Berlín, donde algunos de los trabajos americanos están siendo duplicados”.
Y también le proponía que creara una comisión con los principales físicos que vivían en Estados Unidos para que estuviera actualizado de los avances allí y en las naciones enemigas, y para que empezaran a realizar trabajos experimentales.
Roosevelt respondió a Einstein de inmediato: “Esta información me pareció tan relevante que formé una comisión formada por el Jefe de la Oficina de Normas y representantes de la Marina y el Ejército para investigar bien a fondo todas las posibilidades de sus sugerencias en relación al uranio”.
Fue esta segunda misiva de Einstein la que impulsó al gobierno norteamericano se pusiera a trabajar en serio en el tema. En 1940 le escribió otras dos, instándolo a que accionara, pidiendo más acción. Luego en 1941 vendría el Proyecto Manhattan. Era una carrera en la que nadie quería llegar en segundo puesto. El temor a que la Alemania Nazi tuviera poder nuclear antes era enorme.
De inmediato se conformó el Comité Consultivo del Uranio. El informe de ese grupo de trabajo que entre otros integraban Szilard y Wigner (también estaba Edward Teller, famoso años después por la Bomba H) estableció que el uranio podía ser la fuente para construir bombas de una potencia desconocida.
El capital inicial fue escaso, tan solo seis mil dólares. La clave estaba en la fisión nuclear. Los científicos estadounidenses tardaron dos años en convencerse de la posibilidad de crear un arma atómica. Comunicado el dictamen al presidente Roosevelt, éste le asignó al proyecto un presupuesto considerable. El siguiente paso tendría otra magnitud. No sólo por el avance en la investigación sino también por el empeoramiento de las condiciones políticas. Hitler estaba ganando la guerra.
El 9 de octubre de 1941, muy poco tiempo antes del ataque japonés a Pearl Harbor, Roosevelt puso en marcha el Proyecto Manhattan. Tenía como único fin la construcción de la bomba atómica. El trabajo por hacer era enorme y debía forjarse un largo camino, realizar varios descubrimientos científicos y engarzar cuestiones prácticas que parecían de imposible solución.
Se reclutaron científicos y técnicos de todo el mundo. Varios premios Nobel integraban la lista. En la dirección científica del Proyecto Manhattan fue nombrado Robert Oppenheimer.
El 2 de diciembre de 1942, el italiano Enrico Fermi dividió un átomo de uranio y liberó neutrones, los cuales, a su vez, pueden dividirse en más átomos de uranio: la reacción en cadena. Ese fue el primer gran logro. De ahí en adelante, los científicos fueron resolviendo los diversos problemas que presentaba la creación de la bomba.
Pero Los Alamos no era la única sede, ni sus empleados la totalidad del plantel. Dispersos en lugares remotos de Estados Unidos hubo al menos veinte establecimientos destinados al Proyecto Manhattan en los que se realizaban tareas específicas que posibilitarían el resultado final. En total hubo más de 130 mil personas destinadas a la construcción de la bomba atómica.
A comienzos de 1945, Roosevelt ya llevaba gastados 2 mil millones de dólares en su arma secreta.
Con Alemania derrotada y Japón muy debilitada, muchos de los implicados expresaron su reticencia al uso de la bomba, dado su poder destructor. Ellos trabajaban en oposición a Hitler. Se había disipado el temor a que él dispusiera la bomba antes que ellos y sojuzgará al mundo. Se tenía la certeza de que Japón no contaba ni con los recursos humanos ni científicos para crear un arma similar. Se sugirió un plan alternativo. Convocar científicos japoneses y veedores imparciales para hacerles una demostración en algún punto despoblado. Esa demostración debía tener, sostenían, la suficiente fuerza persuasiva para obtener la rendición japonesa. La idea no tuvo aceptación.
Albert Einstein escribió otra carta al presidente de Estados Unidos, 6 años después de la primera: “Toda posible ventaja militar que Estados Unidos pudiese conseguir con las armas nucleares quedará totalmente oscurecida por las pérdidas psicológicas y políticas, así como por los daños causados al prestigio del país. Podría incluso provocar una carrera armamentística mundial”.
Pero esta vez no fue escuchado. Los principales científicos involucrados en alguna fase del Proyecto Manhattan expresaron, en los años posteriores, su remordimiento y se convirtieron en militantes pacifistas, abogando por el control del armamento atómico e insistiendo por el desarme.