La tragedia del submarino ruso Kursk: dos explosiones, 118 muertos y el testimonio de la agonía que dejó un oficial
El 12 de agosto de 2000, la mole de 155 metros de largo se hundió tras una falla en los torpedos de salva. Apenas 23 marinos pudieron sobrevivir a las detonaciones, pero no llegaron a ser rescatados. En medio de la oscuridad, el temple de uno de ellos dejó por escrito los momentos finales
El Kursk estaba diseñado para ser el Titanic sin iceberg de las profundidades, el Concorde sin llamas del mar. Era enorme: 155 metros de largo y cuatro pisos de alto; con un doble casco, o multicasco, toda una innovación cuando fue botado, el 30 de diciembre de 1994. El casco externo era de acero al cromo níquel, de ocho milímetros y medio de espesor que lo hacía resistente a la corrosión. En 1995 había sido bendecido por un sacerdote ortodoxo y bautizado con su nombre glorioso. Kursk es el nombre de la ciudad en la que, en 1943, se libró la más gigantesca batalla de tanques de la historia, entre el Ejército Rojo y las divisiones Panzer de Adolfo Hitler. Junto con Stalingrado, la batalla de Kursk selló el destino de la Segunda Guerra y del nazismo.
Después de su bautismo y de su alianza con Dios todopoderoso, el Kursk se unió a la poderosa Flota del Norte, que había sido de la URSS -que ya no existía- y que tenía su base en Vidyayevo, en la provincia de Mursmank. El desmantelamiento de la URSS también llegó a la Armada, creación de Pedro el Grande en el siglo XVIII. Los recortes financieros, y más que los recortes, la falta de fondos, arrumbaron, y herrumbraron, gran parte de la otrora orgullosa flota soviética. Quedó lo esencial: la primera línea de combate, los equipos de búsqueda y rescate en el mar y un sistema de inspección decadente y debilitado. A esa realidad llegó el Kursk casi como una estrella nueva, cuando la nueva Rusia eterna se planteó el resurgir de su marina, un impulso al que adhirió quien era desde mayo de 2000 su flamante primer ministro: Vladímir Putin.
Como estrella de la flota, el Kursk había participado en junio de 1999 de una exitosa misión de reconocimiento, eufemismo que disimulaba una intensa labor de espionaje: el submarino había seguido de cerca los movimientos de la Sexta Flota de Estados Unidos durante la guerra de Kosovo.
El 10 de agosto de 2000, la nave se unió al que era el ejercicio naval más grande del verano, el mayor en más de una década, en la nueva Rusia de Putin: jugaban a la guerra cuatro submarinos de ataque, el portaaviones Almirante Kuznetsov, toda su flota aérea y el buque insignia, Pedro El Grande, más una enorme flota de naves de guerra menos imponentes.
El fin del Kursk empezó el 12 de agosto en la mañana. Cerca de las once y media, hora local, la tripulación se dispuso a disparar dos torpedos de salva, sin explosivos, como parte del ejercicio de ataque al Pedro, El Grande. Según reflejaron luego las investigaciones, y consigna la versión oficial de la tragedia, una soldadura defectuosa en la carcasa del proyectil, tal vez también herrumbrada, causó una fuga de peróxido de hidrógeno, usado para impulsar el proyectil, que hizo explotar el combustible de querosén.
Empezó entonces una terrible reacción en cadena. La compuerta estanca que separaba la sala de torpedos del resto del submarino, estaba abierta. Al parecer era una práctica común para permitir el desalojo del exceso de aire comprimido que se producía al disparar un proyectil. La puerta abierta hizo viajar a la onda expansiva a través de los dos primeros de los nueve grandes compartimentos del enorme submarino: mató de inmediato a los siete tripulantes del primero; a los treinta y seis del segundo compartimento, si no los mató de inmediato los hirió de gravedad, o los desorientó, o los cegó y los dejó a la deriva.
La onda expansiva de la enorme explosión se metió en los conductos de aire acondicionado de la nave y llegó al puesto de mando, lo llenó de humo y llamas. Los investigadores piensan que el capitán intentó un “soplado de emergencia” que hace que el submarino ascienda veloz a la superficie, pero el humo lo desmayó, o lo mató. La boya de emergencia, diseñada para soltarse de manera automática en cualquier emergencia, un cambio brusco en la presión, o fuego a bordo, y que debía ayudar a los rescatistas a encontrar al submarino siniestrado, no se desplegó. La habían desactivado el verano anterior, por temor a que un despliegue automático de la boya revelara la ubicación del Kursk mientras espiaba a la Sexta Flota americana desplegada en el Adriático, cerca de Kosovo.
Dos minutos después de la primera gran explosión en el interior del Kursk, hubo una segunda. El fuego hizo que detonaran entre cinco y siete ojivas de torpedo, cuando ya el submarino había tocado el fondo del mar y reposaba en aparente paz, ignorante de su terrible destino. La segunda explosión fue equivalente al estallido de entre cinco y siete toneladas de TNT, quedó registrada en sismógrafos tan lejanos como el de Alaska como un movimiento sísmico de entre tres y cinco grados en la escala de Richter, y mató a toda la marinería destinada en el quinto compartimento, el de los reactores, que habían sido apagados desde el puesto de mando para evitar que el submarino se convirtiese en una enorme bomba radioactiva. También hizo un gran agujero de dos metros cuadrados en el casco, diseñado para soportar la presión de una inmersión a más de mil metros. Por ese hueco enorme entró el agua del mar de Barents a razón de noventa mil litros por segundo y mató a todos los tripulantes que estaban en el interior.
O a casi todos.
La marina rusa no se dio cuenta, o creyó no darse cuenta, o hizo como que no se daba cuenta del hundimiento del Kursk. El ejercicio naval no se suspendió y la búsqueda del submarino se demoró seis horas porque la dichosa boya de emergencia que debió señalar el sitio del hundimiento, estaba desactivada. Tardaron dieciséis horas en localizar al Kursk. Luego de su “no darse cuenta”, la Armada rusa intentó ocultar el desastre; fueron primero los rumores de tragedia y, luego, la presión de las familias de los oficiales y marineros del Kursk, los que dejaron a las autoridades sin más alternativas que admitir la catástrofe.
El 13 de agosto, un informe oficial reveló, con exasperante parquedad: “El navío se encuentra en el fondo del mar”. Al día siguiente, a dos del accidente, la Armada rusa exploró el exterior del submarino y por primera vez trasciende lo evidente: la nave “tiene problemas”. El 15 fallaron los primeros intentos de rescate con tres mini sumergibles, uno de ellos fue dañado por un mar imposible de enfrentar. El 16 de agosto la Armada afirmó que no escuchaba señales de vida en el interior del Kursk y Putin, que se tomó cinco días para interrumpir sus vacaciones, regresó a Moscú con su orgullo a media asta, habló con el presidente de Estados Unidos, Bill Clinton y aceptó la ayuda extranjera para reflotar a aquel gigante del mar.
Si existía una certeza que ni siquiera servía como bálsamo para paliar el dolor de la tragedia, era que los tripulantes del Kursk habían muerto casi en el acto; acaso muy pocos habían sido conscientes de la magnitud del desastre. Pero ni siquiera eso era real. Un grupo de marineros había sobrevivido a las dos explosiones, a la feroz entrada de agua, al hundimiento y al choque de la nave con el fondo del mar. Se supo después, cuando fueron rescatados los cadáveres del Kursk. Fue una agonía de nadie sabe cuánto tiempo, si de horas o de días. Quedaron todos encerrados en el compartimento número nueve y uno de los oficiales, el capitán teniente Dmitri Kolésnikov, anotó los nombres de sus camaradas de tragedia y algunas líneas desgarradoras: “Trece horas, quince minutos. Todo el personal de los compartimentos seis siete y ocho han pasado al noveno. Somos 23. Hemos tomado esta decisión debido al accidente. Ninguno de nosotros puede subir a la superficie. Escribo a ciegas”. Las notas fueron halladas en uno de los bolsillos del uniforme de Kolésnikov. Allí había también un mensaje para su mujer: “Está muy oscuro para escribir, pero lo intentaré con el tacto. Parece que no tenemos posibilidades. Tal vez el 10 o el 20%. Saludos para todos. No hay que desesperarse”. El legado de un valiente. Las notas tienen fecha 12 de agosto, el día del accidente.
¿Cuánto vivieron aquellos marineros? La investigación oficial reduce su indescriptible angustia a seis u ocho horas. Otras investigaciones alargan la sobrevida a dos o tres días. Los mató un incendio, otro más, mientras el mar de Barents se metía en el Kursk. Los investigadores consideran probable que los sobrevivientes hayan accionado un cartucho de superóxido de potasio, generador de oxígeno para casos de emergencia y que el agente químico generó un fuego repentino que consumió el ya escaso oxígeno del compartimento. Murieron asfixiados, o ahogados finalmente por el mar.
Recién el 19 de agosto, una semana después de la tragedia y cuando ya toda la marinería del Kursk estaba muerta, el gobierno de Putin descartó que hubiera sobrevivientes. El patriarca ortodoxo Alejo II encabezó un oficio religioso en la catedral Cristo Salvador de Moscú, para pedir el milagro imposible. Mientras, el buque noruego Normand Pioneer, con veintisiete buzos rescatistas y un mini submarino británico, llegaban a la zona del desastre. Se agregó luego otro buque noruego, el Seaway Eagle que aportó otra dotación de doce buzos. Al día siguiente, cuando los buzos noruegos inspeccionaron el exterior del Kursk, pensaron que acaso en la parte trasera del submarino hubiera aún supervivientes. Pero las pruebas de sonido hechas en las compuertas revelaron que el interior estaba inundado. Los buzos rescatistas consiguieron entrar al Kursk el 21 de agosto para comprobar que no había nada que rescatar: todos habían muerto.
El hundimiento del Kursk abrió la gran tragedia de los submarinos en el siglo XXI. Le siguió la implosión que el 15 de noviembre de 2017 se llevó al fondo del Atlántico al ARA San Juan, de la Armada Argentina, y a sus cuarenta y cuatro tripulantes. En abril de este año, el submarino indonesio Kri Nanggala 402 se partió en tres partes por un exceso de presión a ochocientos metros de profundidad, cerca de las costas de Bali. Murieron sus cincuenta y tres tripulantes.
Finalmente, el Kursk fue reflotado el 8 de octubre de 2001.