El adiós a mi mamá, el COVID y la desgarradora culpa de haberle contagiado la muerte
Hace poco más de dos meses mi madre falleció, luego de un mes de pesadilla, sola en una terapia intensiva. Yo la contagié cuando la llevé a vacunarse de la primera dosis de Sputnik V. Seguramente somos muchos los que sentimos este peso. Y sabemos que nadie puede alivianar este dolor
Cómo no entender a Jonatan Viale, su hijo, cuando habla del duelo interminable. En mi caso, a semejante dolor hay que sumarle algo más: la culpa de ser la vía de contagio.
Pasaron ya dos meses desde que mamá murió como consecuencia del COVID-19. Y casi tres meses desde la columna que escribí para Infobae donde contaba mi miedo a morir por coronavirus y el temor de haberla contagiado el día que la llevé a vacunar con la Sputnik V, aquel fatídico viernes 16 de abril de 2021.
Fuimos en el auto y yo me sentía bien. Como nos veíamos siempre, misma burbuja, íbamos sin barbijo y con las ventanillas demasiado altas. Relajadas y contentas. Error fatal. Error mortal. Quién pudiera volver el tiempo atrás.
Esa noche me sentí cansada, con escalofríos. Me tomé la fiebre y empezó la pesadilla.
El primer hisopado de mi madre, a los siete días de mi positivo, fue negativo. Me dieron el alta a los diez días y ella, todavía, se sentía bien. El día 11 del contacto estrecho conmigo (ya todos hablamos como médicos) tuvo náuseas y vómitos. Pensó que algo le había caído mal, pero al día siguiente se sintió peor.
Empezó su pesadilla. Esta vez dio positivo y entró a terapia intensiva en medio de la segunda ola que golpeaba con fuerza a la Argentina.
Tenía 78 años, era de riesgo por Epoc (enfermedad pulmonar obstructiva crónica) y cardíaca. Esta vez la llevamos al hospital en el auto, con las ventanillas bajas. Entró sola, muy digna y erguida disimulando su malestar. La vi alejarse caminando con su cartera (donde tenía sus cigarrillos, su encendedor, sus pinturas, su cepillo y su perfume) y envuelta en su poncho gris.
Estuvo consciente seis días en los que sintiéndose mal protestaba por no haber tenido el verano que hubiese querido en el mar, por el agua demasiado fría con la que la bañaban en terapia, por las náuseas permanentes. Me pidió un cura por las dudas y rezamos con él juntas.
La vi cada día. Su pelo impecable como siempre, pero sin sonrisa ni risas. Cada tanto, miraba el celular desganada. Se sentía mal. En el rato que duraba la visita le costaba escucharme: los tres barbijos y la máscara que llevaba puestos yo y el ruido del oxígeno que ella tenía enchufado en la nariz, era difícil. Un viernes después de intercambiar un par de frases, de intentar darle de comer un pedacito de los sándwiches de miga que había entrado en forma clandestina a la terapia y de prometerle que al día siguiente, sábado, le llevaría una coca cola... me fui.
Nunca más conversamos.
Esa noche me llamó a las dos de la mañana. Era una videollamada y se cortó. Después no me atendió aunque mis mensajes tenían la doble tilde azul. Llamó a su médico y le dejó un mensaje…
La mañana del sábado la encontré intubada.
Siguió un mes de terror y llegó el adiós.
¿A dónde voy con todo esto? A la culpa. La culpa que tengo instalada en el pecho cuando recuerdo el auto y aquel día sin barbijo. La responsabilidad de haberla contagiado, de haberle pasado el bicho que tanto temía. Se lo llegué a decir en esos días y, por supuesto, lo negó. Así son las madres.
Pero la realidad es que negar lo innegable no me resultó una buena terapia. Yo, la loca que hace sacarse a todos los zapatos en la puerta de casa, la que le tira alcohol a todos los picaportes, la que no dejaba que ella tocara la botonera del ascensor… la había contagiado.
Uno de mis miedos se había hecho realidad. Me acordé, entonces, del director de una importante revista de actualidad, que una vez me había avisado... “el temor produce lo temido”. Aunque muchos quieran alivianar el peso de mi culpa relativizando cuándo se produjo el contagio, aviso que es imposible. La llevo a cuestas y me la banco como puedo.
Por eso cuando escucho a Jonatan Viale, a quien no conozco pero con quien me siento hermanada en el dolor, de cuánto extraña a su padre, vuelvo a revivir el propio. Vuelven a mi cabeza el horror de la terapia, la despedida obligada y la maldita culpa.
Aunque ya tengo claro algo. Que puedo repartir mi culpa. Un poco, se la endilgo al ex ministro de Salud Ginés González García, quien impune llegó a decir que el virus no llegaría y, otro mucho, a Alberto Fernández porque prometió y no cumplió con la cantidad de vacunas y los tiempos en que llegarían. Si esas vacunas hubieran llegado y se hubieran aplicado primero a quienes correspondía, quizá mi mamá estaría viva. También Mauro Viale y el papá del señor que me pintó el living y los padres de un colega periodista y el socio de un amigo en Mendoza y la hija de la empleada de mi vecina… Todos conocemos muertos. Son muertos con cara, nombre y apellido. Quizá no todos, pero muchos de ellos estarían vivos.
Me quedo, entonces, con mi 33,33 por ciento de culpa y mis desvelos que ocurren varias noches a la semana. Es el duelo por la desaparición de quien amamos, es el trauma post terapia intensiva y, también, es por lo que ha cambiado en nuestra vida. Lo que no sé, y me lo pregunto seriamente, es si los otros responsables se desvelan, también, con 109.405 muertos.
Seguramente somos muchos a quienes nos pesa el sentirnos responsables de haber contagiado a una persona querida con resultado mortal. Es un peso incalculable.
Si con la otra columna muchos me mandaron al psicólogo porque la muerte era algo que a todos les llega y no hay que temerle tanto, ahora dirán que recurra a un simposio de especialistas. Claro que hay cosas peores a que se te muera tu madre, ya mayor, por COVID. Hay largas y horribles enfermedades y gente joven o de mediana edad que se fue. Pero esto no es una carrera para ver quién sufre más o la pasa peor. Es simplemente texto de lo que me pasó a mí. Y tengo la mala costumbre de creer que lo que le pasa a uno, le pasa a muchos.
Después de todo la tristeza, lágrimas más lágrimas menos, se nos nota a todos. Va pegada en esa franja, con dos ojos, que está justo arriba del barbijo (me niego a llamarla cara). En ese tramo del cuerpo llevamos estampada una mirada que no es más la que solíamos tener en la pre-pandemia. Es una mirada más animal y que ha caminado el espanto.
Cuesta entender cómo médicos y enfermeros pueden soportar la atmósfera COVID que no da tregua, la angustia demandante de familiares y la mirada entregada de los enfermos. La sociedad está en deuda con cada uno de ellos.
Hoy pude, al fin, ponerlo en palabras. Catarsis, dirían los estudiosos de la psiquis. Agregaría, sanadora. Porque lo que uno dice, no se lo traga. Y ya hemos tragado demasiados mares.
Nuestros muertos nos recuerdan que la vida es el camino hacia un final. Y, por eso, más que nunca hay que agradecer tener un poco más de tiempo para que el sol nos golpee la cara, enceguezca a la tristeza y nos caliente, por un rato, el alma.