Tres botellas de vodka y una muerte temprana en soledad: los dramáticos últimos días de Amy Winehouse
Eran las 4 de la tarde del 23 de julio de 2011. Amy Winehouse había muerto por una intoxicación etílica. Al costado de la cama había tres botellas de vodka vacías. Los análisis toxicológicos demostraron que no había rastros de drogas en su sangre. Solo alcohol. Muchísimo. Una cantidad desmesurada. 4.16 gramos por litro de sangre. El límite antes del coma alcohólico es de 3.5. Tenía 27 años y una voz excepcional. A pesar de ser tan joven, nadie se asombró demasiado con la noticia. Su caída había sido previsible e inmensamente pública. Cada borrachera, cada exceso, cada incumplimiento contractual había sido a los ojos de todo el mundo. Un ejemplo: tres años antes, en 2008, cuando Amy tenía 24, el Sunday Times publicó un artículo titulado: “¿Puede ser salvada Amy Winehouse? ¿Existe algo que pueda salvarla de ella misma?”.
Amy se había deshecho en público. Como había escrito en el tema que titulaba el disco que la consagró Back to black: “Morí cientos de veces”. Ese 23 de julio fue la última y definitiva. Una muerte lenta, solitaria, previsible y precoz.
¿Cuándo empezó su caída? Imposible afirmarlo con exactitud. Los señalamientos comenzaron el mismo día de su muerte. ¿Quiénes fueron los principales responsables? ¿Su padre, su ex marido, su ex novio, la prensa, la industria? Un deporte habitual: tratar de encontrar una explicación que cierre, un villano que tranquilice las conciencias, que aplaque la incertidumbre, que expurgue al que se fue.
Desde su primera juventud, Amy sufrió de depresión y bulimia. El trastorno alimenticio estuvo oculto durante mucho tiempo. Luego, llegaron el alcohol y las drogas. En cantidades industriales.
Amy Winehouse fue una cantante descomunal. Su voz era una fuerza de la naturaleza. Sus primeras grabaciones son sorprendentes. Una chica de veinte que canta con la profundidad de una veterana, con un color de voz único y un manejo técnico deslumbrante. En la plenitud de sus facultades se la notaba con un total control de su arte, una habilidad innata. Era algo real, emocional, auténtico. No había artificios. Había un dolor ancestral en su canto. Alguna vez reconoció que no se le había pasado por la cabeza ser cantante profesional porque el canto para ella era natural, cotidiano, algo que siempre estuvo a su lado. Sus primeras apariciones públicas mostraban a una chica de gran franqueza, con una naturalidad salvaje y una frontalidad desusada.
En sus inicios ella se consideraba una cantante de jazz, pero con sus dos discos oficiales (luego de la muerte la discográfica editó algunos desparejos álbumes con tomas descartadas) se convirtió en la gran cantante de R&B, soul y pop del siglo XXI. Back to black es una pequeña obra maestra, la cumbre de su arte, de su legado escaso. Además de un éxito de crítica fue un descomunal suceso de ventas. Millones de copias en todo el mundo y premios de todo tipo. Cinco Grammys, Mercury Prize y varios Brits Awards.
Frank, su primer disco, tuvo una buena recepción, el impacto de lo inesperado. Una voz que parecía pertenecer a alguien mucho mayor. La búsqueda artística era permanente; deseaba ser auténtica. Las letras de sus canciones componen una autobiografía, una antología de pequeños fracasos, un catálogo de frustraciones amorosas. Ya en esos años los escándalos comenzaron a acecharla. Una conducta errática en varias apariciones públicas, algún concierto suspendido, recitales con performances vocales muy por debajo de sus posibilidades.
Lo que todavía no se sabía en ese momento era que los problemas con el alcohol y la droga eran tan severos. Había tenido colapsos e internaciones por sobredosis que la pusieron al borde de la muerte en varias ocasiones. En una de ellas encontraron en su sangre rastros de alcohol, cocaína, crack y heroína. Las versiones oficiales hablaban de chequeos de rutina, de una mala reacción a un medicamento o de cansancio extremo aunque todos supieron qué era lo que sucedía.
Eran los tiempos en que estaba de novia con Blake Fielder-Civil, un joven algo más grande que ella al que muchos del entorno de la cantante sindican como el responsable de haberla sumergido en las drogas. Parece difícil llegar a un veredicto tan contundente. Blake era, como Amy, una persona rota. Se saboteaban a sí mismos con igual eficacia. Y esas necesidades, esas carencias hicieron que se juntaran y que se reconocieron como pares y se enamoraran. Luego vendrían las separaciones y las reconciliaciones -siempre volvían- hasta que a Blake lo encarcelaron por casi dos años. Una de esas rupturas le proporcionó todo el contenido lírico a Back to black, la obra consagratoria de Amy.
En ese disco a la voz de Amy, a su fraseo único se le sumó la producción de Mark Ronson. Este le dio a las canciones un aire soulero, mezcla de las producciones de Phil Spector con Motown, con todos los avances del nuevo siglo, que catapultó al disco y a su cantante a la cima de todos los charts. El álbum vendió, en todo el mundo, más de 20 millones de copias. El tema que mayor difusión tuvo fue Rehab. Ese en el que la cantante le dice no, no, no a ingresar en rehabilitación.
En Amy, el documental ganador del Oscar dirigido por Asif Kapadia (especialista en biopics documentales como Senna y Maradona) surge otro de los señalados como culpables y a quien luego de la muerte de Amy no dudó en salir a disparar acusaciones hacia todos los frentes: el padre de Amy, Mitch Winehouse. Negador, no reconoció los problemas de su hija hasta bastante tarde (él fue uno de los principales opositores a que su hija ingresara en centros de rehabilitación durante largo tiempo). Ausente en gran parte de la vida de su hija hizo su aparición en el momento menos apropiado. Fascinado por la fama, por los flashes, hizo todo lo posible para no perder figuración y para obtener los mayores beneficios posibles de esta nueva situación: ser el padre de la nueva estrella del momento.
La prensa sensacionalista procuró quedarse con un pedazo más de ese cuerpo que se desintegraba a la vista de todos. La vulnerabilidad de la cantante no les provocaba compasión; muy por el contrario, alimentaba su voracidad. Los paparazzis, decenas, estaban permanentemente apostados en la puerta de su casa. Capturar una imagen con el maquillaje corrido, con sangre en la ropa, presenciar alguna pelea conyugal o, tal vez, un colapso físico era una posibilidad siempre presente en la caótica vida de Amy. Y nadie estaba dispuesto a perdérselo. La banda de sonido de cada aparición pública de la cantante eran los clics de los flashes fotográficos. Amy se desmoronaba en tiempo real ante los nunca frugales paparazzis. Una nube de fotógrafos llegó a acompañarla hasta el ingreso de una de sus internaciones.
Apenas apareció Frank, un periodista le preguntó a Amy WInehouse:
- ¿Cuán famosa vas a ser?
- Mi música no entra en esa escala. No creo que vaya a ser famosa. No creo, tampoco, poder soportarlo - contestó la joven cantante.
Amy falló solo el 50 % de sus predicciones. Fue una celebridad, muy famosa. Pero no pudo resistirlo.
El día en que se anunciaron las nominaciones a los Grammys, Back to black recibió reconocimientos en la mayoría de los rubros principales: mejor álbum, mejor canción, mejor grabación, mejor productor, revelación. En uno de esos rubros el encargado de anunciar (varias figuras se rotan para dar a conocer las nominaciones ante la prensa) fue el comediante George Lopez. Luego de anunciar que Amy aspiraba a otro premio más, hizo un chiste que fue muy festejado por todos los presentes: “¿Alguien puede despertar a Amy a eso de las 6 de la tarde para avisarle?”. La noche de su mayor gloria, aquella en la que ganó cinco Grammys, venía de uno de sus periodos de desintoxicación. Se presentó vía satélite desde Londres. Los problemas con las drogas no le habían permitido viajar; Estados Unidos no le otorgó su visa hasta último momento y no parecía prudente interrumpir la rehabilitación en esa instancia. Debía presentarse ante el mundo, sabía que sería una de las principales estrellas de la velada y tenía que estar sobria. Esa noche desbancó, entre otros, a Beyoncé, Rihanna, Justin Timberlake y Taylor Swift. En esa noche gloriosa, en pleno estado de lucidez, tampoco pudo disfrutar. Le dijo a una de sus asistentes: “Esto es muy aburrido sin drogas”.
Su carrera musical terminó a los 23 años. Luego del segundo disco casi no hubo grabaciones en los cuatro años siguientes. Lo único destacable un dueto con Tony Bennett, el standard Body and soul. Sus recitales eran un albur. Nunca se sabía qué podía suceder en ellos. Si se presentaría, si finalizarían o siquiera si sería capaz de cantar una canción entera sin que los coristas tuvieran que salir en su rescate. En varios videos de esas actuaciones se ve a Amy, quien apenas cuatro años atrás, dominaba cada escenario con una presencia pocas veces vista y que cautivaba al público con cada una de sus notas, deambulando sin rumbo entre sus músicos, ausente la mirada, sin siquiera poder acercarse al micrófono, balbuceando incoherencias, al tiempo que la ovación inicial del público mutaba en silbidos y abucheos al descubrir cuál era su estado. Eso ocurrió en su último recital. Fue el 18 de junio de 2011 en Belgrado. Faltaba poco más de un mes para su muerte. Al día siguiente los videos inundaban las redes sociales. Alguien creyó que era una buena idea hacerla salir de gira. Una alocada fuga hacia adelante. El Tour mundial de regreso solo duró una fecha. Luego de Belgrado todo se debió suspender.
Los últimos días de Amy fueron muy similares a cualquiera de los días de los cuatro años anteriores, a todo lo que vino después de Back to black. El novio era otro, Reg Traviss, un ignoto y prolijo director de cine, sus problemas los mismos. Sus afectos más cercanos se debatían, como ocurre siempre en este tipo de situaciones que se tornan crónicas, entre la conmiseración y el hastío. Los tratamientos fracasaban. Amy se alejaba de las drogas pero volvía al alcohol.
En julio de 2011 estaba en esa etapa. Deseaba volver a grabar un disco. Las ofertas de más de un millón de dólares por recital que había sabido tener no se repetían: los productores ya no confiaban en ella. Aquellos que la habían invitado como número musical estelar a su programa televisivo, se burlaban de ella en cada oportunidad.
Los que la rodeaban la notaban más centrada, intentando salir del pozo en el que se encontraba. Las recaídas no los alertaban. Ya había habido muchas y siempre se había repuesto, o al menos había sobrevivido.
El 20 de julio asistió a la presentación de su ahijada artística, Dionne Bromfield. Subió al escenario para acompañarla en un tema pero ni siquiera pudo cantar el estribillo; solo se limitó a bailar, con movimientos forzados, espasmódicos.
El día anterior a su muerte, la visitó su madre por sorpresa. La encontró algo ida, incoherente, pero no se alarmó: era un cuadro que había presenciado en cientos de oportunidades. El alcohol parecía más inofensivo que las drogas. Un mal menor. Al atardecer de ese día la visitó su doctora. La notó achispada, con varias copas encima, pero tampoco se preocupó demasiado. Al fin de cuentas se trataba de Amy y en ese momento, al menos, pudo mantener una conversación coherente con ella. Hasta hablaron de un próximo disco. Ese dato, el de que la paciente pensaba en el futuro, pareció tranquilizar a la doctora que se retiró a su casa.
Amy en ese tiempo se había acostumbrado a cierta soledad. Reg Traviss, el novio cineasta, la había dejado unos meses antes -aunque luego de su muerte fue otro de los que intentó aprovechar los focos para ganar protagonismo-; Blake el amor eterno y tóxico de Amy seguía preso; sus amigas de la infancia se habían alejado luego de varias peleas con su entorno por intentar que modificara su estilo de vida; sus padres parecían vivir en su mundo con la negación como bandera. Esa noche del 22 de julio de 2011 ni siquiera estaban los paparazzis en la parte de su casa de Camden. Solo su guardaespaldas que se despidió de ella cerca de la medianoche. A las tres de la mañana, Amy envió un mensaje de texto a un amigo: “Estaré acá para siempre. ¿Y vos?”.
Alguna vez Félix Frascara, un gran periodista deportivo, para titular el obituario de Justo Suárez, un boxeador de corta carrera -tal vez, el primer gran ídolo popular del deporte argentino- utilizó un verso de un tango: “La luz de un fósforo fue”. Así de brillante, así de fugaz fue también la carrera de Amy. Apenas dos discos. Tres años en los que sus facultades físicas y musicales brillaron; después, la caída.
Amy Winehouse fue la última en conseguir el poco deseado ingreso al exclusivo Club de los 27. Así se conoce al listado de rockeros que han muerto a esa edad. Sus antecesores: Brian Jones, Janis Joplin, Jim Morrison, Jimi Hendrix y hasta el blusero Robert Johnson. Se suele repetir la frase: “Vive rápido, muere joven y tendrás un cadáver que se vea bien”. Por más ingeniosa que parezca la frase -algunas se la atribuyen a James Dean, otros a Truman Capote- es absolutamente falsa. La mayoría de estos muertos célebres parecían de mayor edad al momento de su deceso. Llevaban en su cara la marca de los excesos, que suelen cobrar un alto precio. Los horadaba el dolor, la imposibilidad de detener la inercia de la autodestrucción. Amy no fue la excepción.