Los grandes colapsos de la historia del deporte: del muro de los maratonistas a los “twisties” de Simone Biles

Pasa en el golf, la gimnasia, el fútbol, el ciclismo o el tiro. Los atletas enfrentan ese momento que los puede llevar a la gloria y pierden como si fueran aprendices. De qué se trata la pared que los detiene. Los casos más emblemáticos en distintas disciplinas

Esta semana todos aprendimos una nueva palabra: Twisties. Es la desconexión y desorientación que un gimnasta siente en el aire mientras realiza una complicada pirueta. Esa falta de coordinación, de pérdida de control del cuerpo es peligrosa para el físico que puede caer desarmado sobre las colchonetas. La mente y el cuerpo se disocian mientras el gimnasta da vueltas sobre sí mismo a varios metros de altura.

Lo que en otra atleta hubiera sido un blooper, de esos que alimentan los clips recopilatorios de fin de los Juegos, en Simone Biles, el nombre propio más rutilante de Tokio 2020 se transforma en la gran noticia de la competencia de gimnasia. Ya se dijo: en las eliminatorias de la prueba o equipos, Simone cometió algunos errores impropios de ella. Sin embargo, sus rutinas son tan complejas y arriesgadas, aún en esa etapa en la que no había riesgo de que su equipo quedara afuera, que superó al resto en la calificación. Pero en una carrera rayana a la perfección, esas fallas en la gran cita, nos dimos cuenta después, no eran una curiosidad, sino un rutilante llamado de atención. Luego vino ese salto en el que en lugar de dos giros y medio, Biles realizó uno y medio y cayó sin la gracia habitual ya que no sabía dónde estaba el piso. De hecho, ella misma confesó que fue casi un milagro haber podido caer de pie aunque sin elegancia.

El mérito indudable de Simone Biles fue reconocer la situación, asumir la nueva condición, la visita de los fantasmas y pedir que la reemplacen.

Se habló de la presión. Sin embargo, la presión es uno de los elementos de permanencia vitalicia en el deporte de alta competencia. La sintieron argentinos y uruguayos al jugar la final del Mundial de fútbol del 30 (algunos de los argentinos derrotados quedaron estigmatizados de por vida) y la sienten los grandes olímpicos de la actualidad. De alguna manera u otra, Biles siempre lidió con ella. Los deportistas para ganar deben derrotar a los rivales, a las circunstancias y sus propios límites, deben capear también sus tormentas mentales.

Simone Biles habló de demonios internos. Y la descripción parece acertada. A este colapso lo determinan una multitud de factores: la edad de Simone (hace décadas que las campeones olímpicas tienen menos de 20 años y ella ya pasó los 24), el año de aplazo en la competencia, su visibilidad pública, la presión de los sponsors, el escándalo sexual de Larry Nassar, las redes sociales y hasta sus exigencias internas. La paradoja de Biles: Simone levantó tanto la vara que alcanzar su standard se hizo difícil hasta para ella. Algunas de sus figuras, de las que ella hizo por primera vez (y por eso llevan su nombre: tiene 4 en distintos aparatos) son tan complejas, y por ende peligrosas que la federación decidió puntuarles con menos calificación pese a su enorme dificultad de ejecución para desalentar su uso. Con esa medida que a priori parece injusta tratan de eliminar riesgos.

El colapso de la gimnasta no es algo nuevo, ni inédito. Tanto ha pasado en la gimnasia que tiene nombre propio hace mucho a pesar de que nosotros lo hayamos aprendido esta semana. Los Twisties. Ese tipo de traspié no es exclusivo de la gimnasia. Está La Pared en la maratón, la Pájara en el ciclismo de ruta, los Yips en el golf.

Y hablando de Yips y de golf, hay una historia aunque no olímpica que viene al caso.

¿Cómo se borra un grabado hecho sobre una superficie metálica? Esa es la pregunta que los fanáticos del deporte se realizaron en 1999 mientras veían por televisión el último hoyo del Abierto Británico de golf. Un hombre con anteojos apoyados en la punta de su nariz, inclinado sobre un gran trofeo reluciente, graba en su superficie el nombre del ganador del torneo. Las cámaras lo enfocan. Es una tradición en los grandes torneos de golf. Tienen poco tiempo para hacerlo. Apenas diez minutos entre el último golpe y la ceremonia de premiación. Ese día de 1999, el grabador tuvo que hacer dos veces su trabajo.

Novak Djokovic dejando la cancha tras perder la semifinal del tenis olímpico ante el alemán Alexander Zverev. Horas antes, había declarado que los deportistas deben lidiar con las presiones y volcarlas a su favor
Novak Djokovic dejando la cancha tras perder la semifinal del tenis olímpico ante el alemán Alexander Zverev. Horas antes, había declarado que los deportistas deben lidiar con las presiones y volcarlas a su favor

El francés Jean Van Velde, un ignoto jugador hasta el momento, estaba a punto de ganar el Abierto Británico. Sólo le restaba jugar el último hoyo (había hecho birdie en ese hoyo los dos días anteriores) y llevaba tres golpes de ventaja. Es decir, haciendo doble bogey, seis golpes en el par 4 del hoyo 18, se coronaba como campeón. Lo que siguió fue una actuación inolvidable. Única pero no consagratoria. Fue la debacle, el colapso más grande en la historia del deporte.

Su primer tiro salió muy desviado. La presión del momento le pasó factura. La precisión que había demostrado en los 71 hoyos anteriores lo abandonó súbitamente. La inminencia de la gloria lo apabulló. Pero, en ese momento, la situación todavía no era grave. Lejos del fairway, pero sobre terreno firme se preparó para su segundo tiro. La opción más prudente hubiese sido un tiro corto que pusiera en el curso adecuado la pelota. Van Velde, sin embargo, decidió arriesgar. Vio un buen ángulo y se tuvo fe. Buscó el green. No fue la mejor decisión, pero lo que sucedió con esa pelota no puede atribuirse a la impericia del francés sino a un designio malévolo. El tiro salió con demasiada violencia (los nervios y la presión hacían estragos). La pelota tomó altura y se desvió en el aire hasta pegar contra una tribuna que circundaba al green. En realidad, pegó contra un borde de ella, de no más de 8 centímetros de ancho. Luego retrocedió, en su trayectoria alocada, unos diez metros y rebotó contra una roca, pasó por sobre un curso de agua (que el tiro original de Van de Velde había superado) y voló otra veintena de metros para atrás y cayó en el peor lugar posible: en medio de unos pastos altísimos. Costó encontrarla en medio de la maleza. Cuando la vio, descubrió que la pelota, además, estaba enterrada. Era su tercer tiro y buscó nuevamente el green. Pero al intentar el tiro, el palo se atoró entre los juncos, el golpe fue –otra vez- descontrolado y sin fuerza.

La pelotita voló unos pocos metros y cayó en el angosto y poco profundo arroyo que rodeaba el hoyo. Quedó flotando a la vista de todos, desafiante. Van de Velde se asomó (el arroyo estaba circundado por una pared de dos metros) y meditó la situación. Todavía podía ganar. Se sentó en el borde, con los pies colgando hacia el agua, y comenzó con un parsimonioso ritual. Cuando el público entendió lo que estaba pasando comenzó a rugir. Los que no se dejaron llevar por la excitación comprendieron que Van de Velde se había adentrado en una situación sin retorno. Se quitó los zapatos con clavos, las medias, se arremangó su elegantes pantalones por encima de la rodilla y se internó en las aguas. Pero, con el francés con el agua sobrepasándole los tobillos y el palo de golf en sus manos, el destino volvió a ensañarse con él: la pelota comenzó a hundirse con lentitud. Con extrema lentitud, casi con desidia, como burlándose del pobre Van de Velde, que no sólo estaba perdiendo el campeonato, sino también el sentido del ridículo. Esa foto del francés sumergido en el agua recorrió el mundo. En su rostro no hay desilusión ni bronca. Sólo desconcierto. Se percibe con claridad en la foto en qué anda su mente: intenta descubrir cómo tras cuatro días y setenta y un hoyos de templanza y precisión, todo se había desmoronado, de qué manera se le había negado el acceso a la gloria. Supo que, pese a sus ganas, no tenía lugar donde escapar. Lo que no supo en ese momento, lo que no llegó a ver, fue que la historia, en cambio, lo recordaría por siempre: la catástrofe del último hoyo de Carnoustie ocupará durante décadas el primer puesto en la hipotética de grandes colapsos del deporte universal.

La historia (de su suplicio) no había terminado todavía. Tuvo que volver a tirar (luego de dropear) desde el mismo lugar que antes con un golpe de penalización. A pesar de todo lo que estaba haciendo en su contra, Van de Velde todavía podía ser el campeón. Debía embocar en dos tiros. Esta vez el tiro fue más potente y sobrepasó la línea del agua, pero aterrizó –como no podía ser de otra manera- en un búnker. La sacó de la arena con su sexto golpe y recién embocó en el séptimo. Había empatado el primer lugar con Justin Leonard y Paul Lawrie. Debían jugar un desempate a cuatro hoyos para determinar el campeón. Obviamente, Jean Van de Velde fue superado con facilidad en el desempate.

Hacía ya un rato largo que el grabador había borrado su nombre del trofeo.

Greg Norman sufrió algo parecido. En el Masters de Augusta de 1996 llegó al último día con 6 golpes de ventaja. parecía que esos 18 hoyos finales serían un trámite. pero el australiano se derrumbó de una manera épica. No sólo consumió toda la ventaja sino que perdió el torneo por 5 golpes. Es decir, Nick Faldo que venía segundo le descontó en un solo recorrido 11 golpes.

Lo que le pasa a estos deportistas es que aquello que ellos usualmente hacen sin pensar, que a través del entrenamiento lograron convertir en un gesto corporal adquirido, en algo casi instintivo y no deliberado, se deconstruye en su mente. Y cuando comienzan a pensar cada uno de sus movimientos, cuando son conscientes de cada paso de la mecánica del gesto deportivo, este pierde toda naturalidad. Y el deportista y su rendimiento se rompen. Quedan pedazos de gestos técnicos desparramados por canchas, piletas, colchonetas que difícilmente puedan unirse.

Actores muy famosos y experimentados se han quedado en blanco en medio del escenario y no han podido salir de ese pozo por mucho tiempo, perdieron la confianza en memorizar una letra, de interpretar un papel. Fueron conscientes de la presencia del público, de la posibilidad del fracaso.

En las carreras de larga distancia, los corredores pueden chocar contra La pared (The Wall). La inglesa Paula Radcliffe llegó como gran favorita para quedarse con la maratón de Pekín 08. Su rendimiento era óptimo pero después de los 30 km perdió ritmo, necesito hidratarse de más, los dolores la invadieron, el paso se volvió sinuoso. Paula agobiada por el calor, por la presión, por su sueño, chocó contra La Pared. Ese límite que le aparece a muchos maratonistas entre los 30 y los 32 km. Terminó sentada en un cordón de una calle de Pekín. Derrengada, con la cara escondida entre las manos, gastando las pocas energías que le quedaban en llorar con amargura.

En el ciclismo de ruta, los colombianos llaman a ese fenómeno La Pájara. Esos grandes campeones que lideran y de repente en medio de un ascenso se pinchan. Los pedales parecen llevar plomo y la bicicleta no avanza, queda detenida en el lugar, como si una fuerza superior tirara de ella en sentido contrario. A veces es hasta peor: se conocen casos de ciclistas que hasta han ido en sentido contrario al de la carrera.

En fútbol también pasa. Vemos arqueros que ante un error pierden la confianza y cualquier atajada, aún la más sencilla, se convierte en una quimera. Diego Maradona erró 5 penales consecutivos en un campeonato. El arco se había achicado. Él, que podía ubicar la pelota dónde quisiera, veía el arco con dimensiones mucho más pequeñas que las reales. Basta recordar también aquella noche infausta de Copa América en la que Martín Palermo erró, obstinado, tres penales en un solo partido.

Sin ir más lejos, Tokio 2020 empezó con un colapso. La primera medalla en juego se definió en un último disparo. La participante rusa lideraba la competencia y tenía que sacar un puntaje hasta por debajo de su promedio para ganar. Pero en su último disparo parece haber tomado consciencia de lo cerca que estaba de la medalla de oro y sólo esa idea la aplastó. Ese disparo final fue muy malo, el peor de toda la serie. Y su competidora ganó sin esperarlo.

Algunos Juegos Olímpicos atrás, Gonzalo Bonadeo transmitía una competencia de saltos ornamentales. El candidato llevaba una enorme ventaja. El periodista, muy razonablemente, explicó que al saltador sólo un desastre lo podía privar de una medalla; hasta bromeó que nada más que un resbalón justificaría que no fuera campeón olímpico. Lo que siguió fue un desastre. Como si en la plataforma se hubiera parado el futuro campeón olímpico y en el aire lo hubieran cambiado por otra persona (que nunca se había tirado a una pileta en su vida). Cayó en el agua aparatosamente, desarmado y sin medalla olímpica.

En el tenis un ejemplo de este tipo de falta de confianza, de olvido de la mecánica de un movimiento puede ser la crisis que tuvo durante su tiempo final en el circuito Guillermo Coria con su saque. Se convertía en un suplicio cada game en el que tenía el servicio. Es frecuente ver tenistas que deben pasar a sacar de abajo en algún momento del partido porque no pueden lidiar con el movimiento que hasta hacía segundos tenían absolutamente incorporado.

Nole Djokovic cuando le preguntaron sobre la cuestión Biles respondió que la presión era un componente indispensable del deporte de elite. “Sin ella no existiría el deporte profesional. Si tu objetivo es estar en la cima de tu deporte, lo mejor es que comiences a aprender a lidiar con la presión y los momentos difíciles, tanto en la cancha como fuera de ella”, dijo, aunque aclarando que estaba hablando de él. También dijo que eso se debe trabajar y que, a veces, sufría recaídas y dudas. Nole iba en busca del Grand Slam dorado. Pero no podrá ser. Perdió anoche contra Kachanov. Una vez más, Nole chocó contra su propia pared: la barrera olímpica que le impide conseguir el único gran título que le falta.

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