La muerte de Lara Arreguiz y la dolorosa foto que muestra el peor rostro de la pandemia en Argentina
Tenía apenas 22 años, se contagió de COVID y pasó horas tirada en el frío piso de un hospital público de Santa Fe. Esperó un cama en terapia intensiva que llegó tarde. No se salvó. La imagen de sus últimos momentos de vida sacuden la conciencia
Accedió a una cama de hospital porque el virus la venció y porque no quería darse por vencida: se acostó en el piso embaldosado del hospital, su madre tomó la foto, la imagen sensibilizó algo, o a alguien, y Lara tuvo así su cama que le prometía en silencio la salvación imposible.
Lara indefensa, abandonada a su destino en el piso de un hospital, es la Argentina de rodillas frente al virus y frente a la ineficiencia de las autoridades que hace cinco meses prometen vacunas que no llegan y eligen culpar por la crisis a los medios de comunicación y a sus enemigos políticos.
Lara llevaba el nombre que Boris Pasternak imaginó para su heroína del “Doctor Zhivago”. A su modo, fue una heroína de sí misma, tarea nada fácil de cumplir. Nació en 1999, cuando el gobierno de la Alianza llegaba al poder y se incubaba el descalabro del corralito y de la crisis del 2001. A los diez años le detectaron diabetes, insulino dependiente, frágil y con coraje. Padeció en algún momento un tipo de desorden alimentario que la hizo perder veinte kilos. Volvió. Era una luchadora.
El jueves 13 de mayo volvió también del gimnasio, porque si bien no era deportista, ni amante de los deportes, tomaba lecciones de artes marciales. Tuvo frío después del baño, frío y tos, buscó el calor de la estufa y la paz de la noche. En vano. Al día siguiente seguía la tos y nació la preocupación, la duda, el presentimiento. Lo normal en esta época de pandemia: te duele una uña y pensás lo peor. Lara hizo lo que se debe hacer: llamó al papá Alejandro y a la mamá Claudia para que la fueran a buscar. Cuando es preciso volver a la cuna, no se debe hacer otra cosa. Claudia recurrió a las nebulizaciones, al puff que ayuda a los asmáticos, pero Lara se sentía ahogada, incapaz de respirar.
La llevaron entonces al Hospital Protomédico Manuel Rodríguez, de la ciudad de Recreo. Allí no había camas. Había, sí, una silla de ruedas donde la sentaron y le dieron oxígeno durante cuatro horas. Y a las siete y media de la tarde le pidieron que regresara el lunes tempranito, a las ocho y media, para hacer unas placas. Las placas revelaron una pulmonía bilateral provocada por Covid: en dos días, el virus se había adueñado de los pulmones de Lara. Le medicaron un antibiótico oral cada ocho horas y nebulizaciones. Y le aconsejaron consultar en el Iturraspe en procura de un lugar.
Pero Lara soporta sólo quince minutos en casa y vuelve a la espantosa sensación de ahogo. Al mediodía del lunes, tercer día de la infección, su madre ruega que le permitan el ingreso al hospital: su hija está descompensada, se desmaya; pasa a una sala de espera abarrotada, de gente sola, sin acompañantes: sólo ella está junto a su hija, porque Lara ni siquiera puede explicar qué siente, qué le pasa. Un enfermero es quien decide cuáles pacientes precisan respiración asistida y cuáles pasan a la guardia común. Todos los enfermos, sospechados de Covid o aquejados por otros males, comparten ese espacio en común.
Madre e hija son atendidas por una enfermera que, luego de algunas preguntas, les pide que esperen, otra vez más espera, en el hall de entrada. Lara necesita estar horizontal. La mamá pide una camilla que le niegan porque es para ser usada por una paciente de riesgo. Los protocolos son los protocolos. Lara elige el piso, la madre le advierte: está frío, y sucio. Lara se acuesta en el piso frío y sucio. Entonces Claudia coloca el bolso a modo de almohada. La foto es de una desolación devastadora. Lara en posición fetal, barbijo celeste, con una campera de mamá como colchoneta, con los reflejos rojizos en el pelo que acaso hayan hecho perder el sueño a algún galán de la facultad, parece recuperar fuerzas con una siesta salvaje después de un día agitado de juvenilia. Pero otra mujer, una extraña, percibe el desamparo, se quita su campera de jean desgastada y abriga ese cuerpo joven que parece descansar. A Lara le quedan noventa y seis horas de vida.
La foto se replica miles de veces, mientras los pulmones de Lara, que amaba a los animales, empiezan a colapsar. Ese lunes a la noche, surge una cama para Lara en el Hospital Iturraspe, mientras las autoridades admiten que ya no hay “camas críticas” ni en Santa Fe, ni en Rosario, ni en Rafaela. El martes, una médica y una asistente social se comunican con los padres de Lara. Se trata de reseñar el cuadro clínico y coordinar las visitas. Pero el miércoles Lara pasa a terapia intermedia para controlar sus niveles de insulina. El jueves, la glucemia estaba controlada, pero los pulmones estaban muy dañados.
El padre la ve, es una imagen dura como son las escenas de una terapia de cualquier intensidad. Lara, por señas, todo transcurre delante y detrás del cristal de una ventana, le dice que le cuesta respirar. Las enfermeras repiten el canto sagrado, es joven, fuerte, hay que esperar, esta maldición se pelea minuto a minuto. El jueves, el padre recibe un llamado que le parece extraño, y acaso lo sea, desde el hospital le preguntan si quiere ir a ver a su hija. Sí, claro que quiere. Reúne dos o tres tonterías que Lara había pedido: manzana rallada, una musculosa, una toalla. La encuentra deteriorada, de costada, con una máscara de oxígeno y con las señas inconfundibles de ahogo. El hombre se quiebra, cabalga desamparado entre su dolor y el consejo médico que le pide, le ruega, que su hija lo vea entero.
Cuando el padre regresa a casa, le avisan que Lara pasó a terapia intensiva y que debieron entubarla. Los padres saben, sienten que un mundo se derrumba. Termina el jueves. A las tres de la mañana del viernes llega el llamado del hospital y escucha lo que no cree: Lara murió, ni siquiera se interesa por detalles clínicos, tres paros cardíacos, maniobras de recuperación, pero… Es el padre quien avisa a la madre. Y ya está.
Salvo para sus seres queridos, sus hermanos, el círculo concéntrico de sus familiares y amigos donde sí dejó unas marcas profundas e imborrables, Lara no dejó más huellas. No es la Lara de Pasternak, nadie le enseñó a tocar la balalaika. Ni siquiera sabemos que tan buena veterinaria pudo haber sido, ni cuánto la extrañarán sus mascotas, ahora repartidas entre amigos y familia.
Sí rondan por las redes algunas fotos cedidas por sus íntimos. En todas se la ve a Lara, con los reflejos rojizos, besar a alguno de sus animales. Se ven sus tatuajes, el corazón de la sien derecha, la pierna izquierda llena de arabescos, digna de “El Hombre Ilustrado”, de Ray Bradbury, y unos laureles alrededor del cuello, como la ofrenda que los dioses reservaban para los héroes homéricos.
Una de esas fotos es muy graciosa. Se la ve dándole un beso en la mejilla a un ternero, y el ternero abre unos ojos como para decir. “¿Es cierto esto?” Otra foto la muestra junto a un perro de narizota negra, muy afable, pero con un dejo en lo profundo de los ojos que promete: “Tocás a mi reina y te mastico la yugular”. Y en otra, la más tierna y dramática, se ve a un caballo a una materia de recibirse de matungo, lastimado, desgreñado, crenchas de pelo como manchones, flaco, entrado en años, que también recibe con melancólica esperanza, un beso de Lara.
Más de setenta y tres mil Laras hemos perdido en la pandemia.
Y aquí vamos, soñando que regresan a casa.