Los intereses que esconde el supuesto “derecho a ofender”

La expresión verbal o escrita es libre y debe estar exenta de censura previa, pero siempre genera responsabilidad

La idea de safe space (espacio seguro), ese lugar donde no se escucharán los discursos de  odio, es una forma establecida de censura previa, lo que además de afectar el campo de la libertad de la persona impide la discusión de ideas controvertidas,  que tal vez sean las más importantes de conocer en el lugar donde las ideas  son la materia prima. No se puede subir a un ring de box a cuidarse de no ser  lastimado. Las ideas pueden afectar convicciones personales muy profundas  pero contrariar a alguien no es dañarlo. Nadie tiene derecho a no verse impactado por ideas que lo puedan escandalizar. El escándalo no es un acto ilícito, no afecta derechos. Encima es completamente inútil ¿De qué serviría  prohibir la enseñanza de qué cosa es el marxismo que sabemos el tipo de  régimen que genera y a cuánta gente ha dañado? Conocerlo es poder discutirlo.  Esto no quiere decir, siempre en el ámbito académico, que no haya formas  establecidas de convivencia y modos de discutir.

A la vez que este fenómeno se reproduce aparece una visión conspirativa  contra los estudios de género y de por qué las nuevas generaciones los han incorporado con mayores márgenes de tolerancia hacia gente distinta (no binaria). Los que sostienen que eso viene de un plan maléfico quieren llevar la  victimización respecto de esta cosa de los safe space más allá del derecho a  la libre expresión o de la libertad que debe haber en un ámbito de estudio. Así ha aparecido como un producto de la filosofía de redes sociales y en respuesta a lo otro algo llamado “derecho a ofender”, que termina siendo un polo opuesto a lo anterior pero que se le termina pareciendo. Veamos.

Ofender es agredir. No somos carne y hueso, por lo tanto circunscribir el  problema del respeto a los derechos del otro a lo estrictamente físico es una  manera de habilitar agresiones que en sí mismas pueden ser graves o incluso  abrir la puerta a cosas peores una vez que el repudio se ha instalado de modo  público.

De no ser así, cosas que no son ofensas sino que afectan a algo incluso externo  al individuo, como el hurto, la estafa, o el incumplimiento de la palabra  empeñada, no deberían tener consecuencias jurídicas. Bastaría con que la  fuerza legítima -después está el problema de si estatal o no- fuera aplicada a  detener o responder a un ataque al cuerpo.

La razón para sostener que la ofensa no es libre no es metafísica, es jurídica en un sentido práctico y concreto. El sistema político busca resolver y prevenir  conflictos. El derecho penal está para ocuparse de los más graves, mientras  que el civil apunta a los demás con consecuencias, procedimientos y garantías  diferentes. La agresión verbal es tan potencialmente generadora de conflictos  como cualquier ilícito y las personas reclaman su ámbito de respeto para  renunciar al uso de la violencia, sobre todo como respuesta más allá del  inmediato ejercicio del derecho de defensa. El sistema lógicamente le pide al sujeto que no reaccione por sí mismo sino que recurra a procedimientos legales que deben existir.

La expresión verbal o escrita es libre y debe estar exenta de censura previa.  Pero la expresión genera responsabilidad. Incluso responsabilidad contractual.  Si alguien da su consentimiento libremente expresado en un contrato, hasta en  uno matrimonial, eso tiene consecuencias que se harán cumplir llegado el caso.  Todo el derecho contractual existe por asignarle valor y consecuencias jurídicas  a la expresión libre. Que haya responsabilidad por lo que se dice no obsta para  nada a la existencia de la libertad de expresión.

Volviendo a la ofensa, no cualquier cosa debe ser considerada de ese modo.  Las calumnias requieren unos presupuestos, como asignarle una conducta  criminal a un sujeto, las injurias afectan directo al honor sin que impliquen la  imputación de un acto delictivo hacia la otra persona. Ambos son delitos  cometidos con la expresión y no afectan a la libertad de decir lo que se quiere,  sino al uso de la expresión para causar un daño. Las circunstancias y el encuadre deben establecerse en un procedimiento legal y en la experiencia de resolver estos casos se van elaborando principios que ayudan a resolver las  zonas grises, que siempre las habrá.

En los últimos años, hablando del periodismo como caso particular y de la actividad de los funcionarios que comprometen un interés público en la verdad y se sienten agraviados, se establece un obstáculo al progreso de una acción de este tipo que es la necesidad de probar la real malicia del periodista, es decir, que se le impone al que se queja demostrar que el artículo, o la manifestación  verbal ofensiva, tenían la intención de ofender, de producir el daño al honor de  la persona. Pero la ofensa claramente está sancionada como tal y eso responde  a los principios del liberalismo más clásico. Además existe una acción civil de reparación en la que el ojo no está puesto en la intención sino en el daño  causado por una expresión injusta.

La ofensa que tendrá consecuencias jurídicas no es cualquiera. Una crítica no  puede ser considerada una ofensa con consecuencias jurídicas, incluso una crítica hecha de mala fe o completamente equivocada. Eso tiene un remedio  que es la desmentida y si ésta no alcanza a mitigar los efectos hay que  aguantarse las opiniones ajenas. Podría ser el caso de que la crítica sea  acertada, con lo que no hay nada que objetar, o que fuera opinable, o que  simplemente no tuviera entidad, teniendo en cuenta la circunstancia de que  convivimos y tiene que haber un margen de tolerancia a lo que se nos dice en el  que después me voy a detener, porque acá creo que está el problema.

Cuando hablamos de libertad de ofender ya no estamos diciendo que una  persona expresa una visión de algún problema y que ésta pudiera herir los  sentimientos de alguien, que sería una consecuencia no querida de la  manifestación. Se lleva la regla al punto en que ofender no tiene consecuencias, con lo que se carga la muy buena evolución jurídica del concepto de honor y  otras consecuencias por su afectación.

Los sistemas totalitarios llevan adelante prácticas que se han llamado de  “asesinato de la reputación” de disidentes, que después de ocurridas colocan a  la persona en un estado de virtual muerte civil. Y nadie las ha tocado, solo las  han ofendido de manera pública y sistemática.

Lo central es que por querer reforzar el derecho a la libre expresión cuando se la pone en duda y se la ataca simplemente para imponer un punto de vista, esté  acertado o no, no se caiga en el error de igual tamaño de sostenerla como un  “derecho a ofender”, que se para en algo así como legitimar a la real malicia en cuanto tal. De hecho pareciera que esta inversión de las cosas de fundamentar  una posición viene de grupos que quieren organizar políticamente a la real  malicia, pero se declaran ellos mismos ofendidos porque no se los deja ofender o se les critica que lo quieran hacer. Parece haber un reclamo de un safe space para ofender, lo que hace más absurdo el planteo todavía.

La ofensa con consecuencias jurídicas está influida por este concepto complicado de “moral pública”. Pero no me refiero a cualquier cosa, sino a que no es lo mismo decirle a alguien que sale mucho de noche en una sociedad  mormona del siglo XX que en un grupo de jóvenes de una gran ciudad en  nuestra época. Para extremar un poco el ejemplo, no es lo mismo decirle a un  señor que es cazador de leones hoy, que haberlo hecho hace cuarenta años. Es  muy diferente afirmar que alguien tiene cucarachas en su casa, que en su restorán. La capacidad ofensiva de lo que se dice no es meramente subjetiva, está influía por circunstancias.

Por la misma razón no es lo mismo decirle a un alumno que está siempre  despeinado, que decir algo para socavar la reputación de alguien que hace un  proceso doloroso de identificarse a sí mismo de un modo disidente con lo que  entendemos son las formas de una mujer o un hombre estereotipados,  independientemente de su sexo. Justo lo que las teorías de género permiten  resignificar como pura libertad humana.

No es lo mismo decirle incluso a alguien que no nos gusta su cara, que decirle que no nos gusta su raza, o el sexo al que se siente atraído en una sociedad donde hay “clósets” asumidos como la normalidad. No es igual tener prejuicios  que convertirlos en ofensa o, peor, en método de repudio público colectivo.

Del mismo modo tampoco es igual ese tipo de agresión al planteo en ámbitos  de discusión intelectual de este conflicto. Lugares como universidades donde el  objetivo es hacer avanzar el conocimiento incluso de áreas donde se juegan  sentimientos humanos complicados como la psicología o la antropología de género. Como tampoco es igual la actividad de un periodista que está expuesto  ante el poder intentando hacer conocer al público verdades que debe conocer y  el chimenterío al que se llama periodismo de espectáculos, o como se expresa una persona de otra en el ámbito privado.

No es la misma cosa hablar en general que hacerlo en particular, con la  salvedad de que a veces se usa la generalización con un fin ofensivo, como por  ejemplo, para no irnos demasiado del tema, hablar de los transexuales  despectivamente en una clase donde hay uno.

Todo es un inevitable gris, porque hay individuos de ambos lados de estos conflictos. Cuando se habla de “derecho a ofender”, sin embargo, se está  tratando de establecer un estándar general sólo en apariencia liberal, porque se  parte de la base, inconscientemente tal vez de tan acostumbrados que estamos  a un statu quo, de que determinadas personas deberían ser ofendidas por la  sociedad misma, por el hecho de que se las entiende como perteneciendo a un  estrato inferior de manera “naturalmente” inevitable. La salida de ese lugar  parece “ofender” a los del derecho ofender porque contraría su creída  superioridad. Por eso son tan iguales a los otros.

La ofensa hecha de un modo organizado hacia una minoría a la que un afectado  pertenece no solo afecta a su honor, tiene efectos devastadores en su vida.  Simplemente pensemos en la política de marcar a la gente como ocurrió en la  Alemania Nazi con los judíos a los que se obligaba a portar la estrella de David.

Puede haber alguien que, tal vez por simpatizar con eso, considere que tal  imposición afecta apenas al derecho de propiedad sobre la ropa a la que se  obliga a marcar. Pero la cosa no está ahí, sino en el repudio público colectivista  y en afectar a todos y cada uno de los individuos de una categoría reduciéndola  simbólicamente respecto de la sociedad en sí. Este mismo artilugio horripilante  había sido utilizado por los Reyes Católicos a medida que avanzaban en su aviesa intención de quedarse con los bienes de los judíos, previo a expulsarlos  de España. Una vez que los miembros de esa categoría son puestos en el lugar  del repudio público, cualquier cosa les puede pasar. Eso no es una violación al  derecho de propiedad sino la apertura a una situación que puede ir desde el  exterminio a la multiplicación diaria de agresiones de otro calibre ¿Acaso la política legítima, la de la defensa de los derecho individuales, no debiera  ocuparse de eso? ¿Acaso la política de los liberales no debería atender a ese  fenómeno con especial interés y espíritu de justicia?

Quiero ser más concreto en esto porque como dije antes el asunto de la ofensa  está enmarcado en un contexto, es una idea que aparece en las circunstancias actuales. Hoy estamos en épocas de descubrimiento de ese mundo sumergido  de gente que siempre hubiera querido vivir de una manera socialmente mal vista  y se organiza todo tipo de reacciones para hacerlo posible, a veces pidiendo medidas incorrectas o discutibles (como cupos y cosas sobre las que no me  detengo porque la mayoría de los que lean esto estaremos de acuerdo en que  no corresponden). Pero el fin es sacar a esos grupos del señalamiento  tradicional al que la cultura, si se quiere, los tenía sometidos. Ahí están las letras  de la sigla LGBT+ que se han convertido en una grieta política. El fenómeno  está facilitado por las teorías de género que tienen muchas décadas de  desarrollo y que ponen la lupa en cómo constreñimos a los individuos desde la  infancia a definir dos formas “correctas” de comportamiento, sea femenino o  masculino, de acuerdo al sexo. Estas reglas muy firmemente seguidas y a las  que las nuevas generaciones no parecen querer someterse, cubren desde una  emocionalidad que tiene que ser distinta según los géneros, hasta los deportes  que se deben practicar. Todo está informalmente reglado. Podríamos hablar  antes de los avances de la psicología respecto de los daños que los padres  pueden hacer a los hijos como algo parecido en descubrimiento sobre  arbitrariedades que no vienen de otros por medio del aparato político, pero que  igualmente son dañinas e igualmente nos tienen que interesar, por eso existe el derecho civil y penal. La subsistencia del repudio hacia minorías no adaptadas a  las antiguas normas, hoy en proceso de abandono, nos lleva a pensar en  problemas muy específicos como los derechos individuales de los menores, el  prejuicio generalizado habilita la política familiar del aislamiento, la invisibilidad (el closet) o el intento de entrometerse en la sexualidad de ellos por las razones  que sean. Todos temas de derechos individuales.

La sensibilidad de personas que han sido sometidas a la arbitrariedad y el maltrato legitimados socialmente, en momentos en que están rompiendo eso,  no es para nada indiferente a este problema jurídico de la ofensa y a su potencial dañino. De nuevo, para extremar el ejemplo y ser claro, hablar contra  los judíos es más deleznable después de que salen a la luz los campos de  concentración o cuando el nazismo está llegando o queriendo llegar al poder o  en pleno proceso de estigmatización pública en la España de los Reyes  Católicos, que en cualquier otro momento. Del mismo modo, ofender respecto  de una reivindicación concreta de la libertad personal, rodeada de dolor,  dificultades y miradas, con una historia de repudio reciente y generalizada,  lesiona especialmente.

Agrego a eso como política penal, que siempre debe estar atenta a los conflictos del momento, que a la vez que existe esta reivindicación del género y  sus matices y que permite a muchas personas justamente expresarse como no  lo han podido hacer antes, del otro lado surge una políticamente organizada  tendencia a reivindicar el repudio para volver a colocar a las personas afectadas  en lo que considera que es su lugar, abajo; a volver a marcarlas como  indeseables en nombre de una religión o de simples prejuicios personales.

La circunstancia particular es la existencia de una amenaza visible contra  minorías en la política, que produce su propia dinámica de intereses,  convirtiéndose en un mecanismo social de construcción de víctimas  propiciatorias. La agresión y disminución de status dentro de familias y grupos  contra minorías requieren primero volver a marcar como indeseables a las víctimas. Acá la ofensa cumple un papel instrumental de una amenaza aún mayor. No es una simple amenaza hecha por personas, sino una tendencia  política con potencial cierto de dirigir las acciones del estado. No es para nada una cuestión aparte, es central en el entendimiento de la intención que hay  detrás de poner todo esto en términos de “derecho a ofender”. Para un liberal  debería ser de un interés especial y sin embargo hay una simulación de liberalismo en ese “derecho a ofender” que esconde el interés de ponerse del lado de los atacantes.

Dilucidar todos estos matices requiere un estudio particular de caso por caso,  pero el principio no es que existe el derecho a ofender. No hay tal cosa porque  haya derecho a expresarse o una garantía inexpugnable que prohíbe la censura  previa. Lo importante es aguantar las dificultades que presenta la cuestión y no inventar reglas generales que tienen la virtualidad de abrir el campo libre al ilícito, cuanto tenemos las herramientas teóricas para proteger contra abusos  que efectivamente están ocurriendo desde la vereda de enfrente.

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