Es increíble que tenga que decirlo, pero antes que los bares necesitamos las escuelas abiertas
Lo que estamos enfrentando en Brasil es una catástrofe educativa
Me equivoqué. Brasil no ha estado cerca de controlar la pandemia: sin confinamiento nacional ni pruebas masivas exhaustivas, el número de muertes diarias se ha mantenido constantemente alto. Lo único que se hizo —más allá de las descaradas negaciones del presidente Jair Bolsonaro de que algo estaba mal— fueron algunas restricciones aplicadas aquí y allá por los gobiernos locales.
Luego, ya en junio, los gobernadores regionales —con la esperanza de mitigar lo sombrío de la situación— pensaron que era buena idea reabrir poco a poco las instituciones más importantes para nosotros: centros comerciales, restaurantes, bares, gimnasios, salones de belleza, cines, salas de conciertos, incluso casas de apuestas. Prácticamente todo, al parecer, excepto las escuelas. Y así se ha quedado en su mayoría.
Desde el punto de vista de la salud pública, eso no tiene sentido. Mientras la gente reanudaba sus entrenamientos de cardio y sus hábitos de peluquería, el virus seguía propagándose. Y, en respuesta, los profesores se negaron a volver a las escuelas mientras los riesgos eran tan altos. (No los culpo). Pero seguramente nuestros líderes no dejarían de lado a los niños, sino que tendrían un plan para una reapertura gradual, ¿verdad?
Pues se equivocan de nuevo. Diez meses después del cierre de las escuelas, todo sigue más o menos como estaba. En Brasil, extrañamente, se ha considerado que los bares son más importantes que las escuelas, que la manicura tiene más importancia social que la salud mental de los niños. La mayoría de los padres se sienten abandonados, obligados a asumir una carga intolerable sin ningún apoyo. Y toda una generación de niños, con su desarrollo peligrosamente estancado, ha sido abandonada a su suerte.
Los resultados han sido terribles. Muchos alumnos brasileños reciben actualmente alguna versión de la enseñanza a distancia, pero solo los que tienen medios para ello. Aproximadamente el 25 por ciento de los estudiantes de escuelas públicas no tienen acceso a internet, según un cálculo. Otra investigación descubrió que cerca de un tercio de los cuidadores estaban preocupados de que sus hijos abandonaran la escuela por completo.
No es sorprendente. Es difícil exagerar el impacto positivo del aprendizaje presencial, que va mucho más allá de la lectura y la escritura para incluir la salud física y mental de los niños, la nutrición, la seguridad y las habilidades sociales. En su ausencia, los pediatras han informado de un preocupante aumento de casos de depresión, ansiedad, trastornos del sueño y comportamiento agresivo entre sus pacientes.
Además, en un país tan desigual como el nuestro, esta interrupción es especialmente devastadora. Mientras que en muchas ciudades las escuelas privadas, suficientemente solventes para adaptar sus edificios, han recibido autorización para reabrir parcialmente con el fin de impartir clases presenciales, las escuelas públicas —a menudo pequeñas, sin ventilación y abarrotadas, como la guardería a la que asistía mi hija de 2 años hasta marzo— han permanecido cerradas en su mayor parte. Cuanto más pobre es el niño, mayor es el daño del cierre de la escuela. (En más de un sentido: al menos siete millones de niños podrían pasar hambre en casa, sin acceso a almuerzos escolares).
En total, según un informe de noviembre de Unicef, los niños de América Latina y el Caribe han perdido en promedio cuatro veces más días de escolarización en comparación con el resto del mundo. La mayoría de los estudiantes corren ahora el riesgo de perder un año escolar completo. Para los niños más pequeños, los más afectados por la falta de socialización, es un golpe especialmente duro. No hay suficientes estudios para medir la magnitud de la catástrofe educativa a la que nos enfrentamos.
Ojalá tuviera una solución fácil para esta tragedia, por el bien de nuestros hijos. (¡Oye!, ¿qué tal convertir todos los bares en escuelas? Imagínatelo: profesores en lugar de camareros, niños en las mesas. Podríamos poner leche en barriles de cerveza). Pero no hay una solución directa. Aunque muchos estudios científicos demuestran que los niños no parecen estar expuestos a un mayor riesgo de infección por coronavirus en las escuelas y que el personal, en comparación con la población adulta en general, tampoco corre un mayor riesgo, eso depende de tener las tasas de transmisión comunitarias bajo control y de que se apliquen medidas de mitigación.
Sin embargo, en Brasil, donde la segunda ola coincidió con la primera —el 7 de enero el país alcanzó la marca de 200.000 muertes por COVID-19— y las escuelas a menudo carecen de la infraestructura básica para instituir medidas de salud pública, esas condiciones claramente no están presentes.
Algunos gobernadores y alcaldes han anunciado recientemente su intención de abrir las escuelas en febrero o marzo, pase lo que pase. Pero los profesores se niegan ahora a volver a las clases presenciales hasta que los vacunen. El problema es que Brasil todavía no tiene un plan nacional de vacunación sólido. A juzgar por el despliegue caótico e incipiente hasta ahora, en medio de la aparición de dos nuevas variantes del virus, podría llevar meses vacunar a todos los trabajadores escolares.
No obstante, quedarse de brazos cruzados no es una opción. Así que aquí hay tres sugerencias. En primer lugar, es necesario aumentar —de inmediato— la financiación a las escuelas públicas y poner en marcha un plan integral de reforma de los edificios escolares. (Muchas ciudades brasileñas podrían establecer escuelas al aire libre durante todo el año; al fin y al cabo, vivimos en un país tropical). En segundo lugar, tenemos que dar a los profesores y al personal escolar acceso temprano a la vacunación, una vez que el personal sanitario de primera línea y las poblaciones de alto riesgo estén vacunados.
Y, en tercer lugar, tenemos que hacer algo especialmente valiente: debemos pedir el cierre de todos los servicios no esenciales hasta que las escuelas sean lo suficientemente seguras para reabrir. Puede que no sea popular al inicio —la gente puede echar de menos sus pedicuras hasta el punto de la angustia—, pero para el bienestar y el futuro de los niños de nuestro país, es esencial.
Hay una alternativa, por supuesto. Los niños tendrán que expropiar todos los bares. Y los salones de belleza. Y las casas de apuestas.