Pobre Diego, una muerte absurda y una despedida sin grandeza
Cherquis Bialo
Infobae
Tampoco se advertía paz en su rostro redondo que yacía quejoso dentro del módico ataúd de caoba.
Para despedirlo, la gente habría de transitar a paso lento alrededor de una camilla plegable ya que las urgencias impidieron que el féretro se sostenga sobre los pedestales tan mencionados durante la vida del ilustre muerto y tan ausentes en el momento de su despedida.
Voces conocidas y llantos nuevos fueron desfilando como criaturas desconsoladas impulsadas por el dolor hacia el caos creciente que se hizo multitud en las calles.
Nadie se había hecho cargo de la vida de Diego en agonía; de igual forma, nadie organizó el instante siguiente a su anunciada muerte.
Fue así que en la Casa de Gobierno también el rencor escribió su epitafio pues las dos personas a quienes Diego, en un ataque de amor había llevado hasta los estrados judiciales, comenzaban a tomar decisiones espontáneas en un difícil marco de organicidad.
Claudia Villafañe y Guillermo Coppola fueron quienes comenzaron a coordinar a partir de las 23. 45 las despedidas intimas a cajón abierto para la familia primero y luego para sus compañeros del 86′, sin sus esposas pues éstas no pudieron ingresar de manera privilegiada.
Alrededor de unas mesas austeras con botellones de gaseosas de dos litros y unos sándwiches sin seducción, las caras amigas mostraban su angustia. Allí, en ese silencioso adiós definitivo se hallaban Claudia, Dalma, Gianinna, Dieguito Fernando junto a su mama Verónica Ojeda y a su pareja, el abogado Mario Baudry , Maxi Pomargo- asistente personal de Diego y cuñado de Matias Morla- , Johnny, su sobrino y asistente, Ruggeri, Goyco, el Flaco Schiavi, el Killi Gonzalez, Martin Palermo, Javier Mascherano, Mariano Andujar, Oscar Garré, Jorge Burruchaga, el Negro Enrique, Nery Pumpido, el Gringo Giusti…entre otros. Fue alrededor de las 0.15 cuando llegaría el micro que la AFA le ofreció gentilmente a los Campeones del 86′. Luego Claudia y Coppola hallaron respaldo en Miguel Cuberos, subsecretario de la Presidencia, quien se sumó a la impronta de colaborar sin invadir la voluntad de Claudia, quien siempre tuvo la palabra final para autorizar a quienes ingresaban. A esa hora estaban todos menos el abogado Matias Morla, líder del management que manejó las cuestiones de Diego en los últimos años, pues Gianinna y Dalma prohibieron su ingreso.
En medio de un corrillo en el cual se hallaban Víctor Stinfale, Sergio Goycochea, Andrés Caldarelli – esposo de Dalma-, fue Maxi -el último en ver con vida a Diego – quien contó cómo sucedieron los hechos. Una y otra vez Maxi dijo que entre las 9.30 y las 9.45 del miércoles 25 de Noviembre escuchó a Diego llamarlo dos veces; “¡Maxi!, ¡Maxi!” Al ingresar al cuarto de la casa del Barrio Privado San Andrés en Tigre, Maxi vio a Diego en el suelo y llamó desesperadamente a Dahiana Gisela Madrid, la enfermera: “¡¡¡Se cayó, se cayó!!!”. Fue así que cuando Dahiana intentó maniobrar para reanimarlo ya era fatalmente tarde; Diego había muerto.
La consternación alcanzaba a todos y los grupos formados espontáneamente no impedían advertir los contrastes en los cuales se reflejaba la propia vida de Diego. Antes de cerrar el ataúd, Claudia desplegó sobre su pecho una camiseta de la Selección Argentina. Luego, cuando ya la despedida se hizo pública podría advertirse, según la horas, que por un lado estaban sus hijos, sus mujeres, sus compañeros, algunos funcionarios, algunos amigos, muchos “buscas”, falsos influyentes y ya en la madrugada Maxi hizo entrar a algunos históricos jefes de las barras de Boca (Rafa Di Zeo y los hermanos Martín), de Argentinos (el Cabezón Emerson) y de Gimnasia y Esgrima La Plata (Torugo y El Volador). Por cierto todos acompañados por otros barras. Convivientes, al cabo, de lo bueno y de lo abyecto; de lo mejor y de lo doloroso; de los sueños cumplidos y de las frustraciones sufrientes. Y en esa mezcla rítmica y fatal de su existencia, en el momento del adiós con el alma desnuda, también se vio a uno de los protagonistas del hecho que más avergonzó a Diego en su vida.
Ese escándalo – el primero que protagonizó en nuestro país– se produjo el 20 de Abril de 1991. Fue en tal oportunidad cuando la Policía Federal detuvo a Maradona por tenencia de drogas en el departamento del 1° A de la calle Franklin 896. Y mientras las cámaras de la televisión mostraban a un Diego esposado, con barba descuidada, mirada achinada por el insomnio y dentro de un buzo deportivo color marrón, otros dos hombres –sus supuestos cómplices – aparecían públicamente completando tan desagradable escena. El dueño de aquella casa de apellido Soldi, ajeno a este hecho y a quienes los vecinos no veían desde hacía cuanto menos dos años, también tuvo cierta exposición mediática tras el suceso. Pues bien, uno de estos tres “amigos de Diego” estuvo en el velatorio, se acercó a varios grupos, acentúo su autoproclamada amistad a través del relato – como lo harán falsamente millones de personas desde ahora en adelante – y hasta se permitió opinar respecto de que cosa se debió haber hecho. Diego no veía a este hombre desde hacía casi 30 años.
Fue entonces cuando pensé en la vida que Diego quiso tener y no pudo y en aquella otra que tal vez pudo y no quiso o no supo abordar. Los años de Nápoles fueron esa luz y esa sombra indefinida en la gloria de un todo al alto precio del desenfrenado futuro. Tanta altura en el espacio de la veneración ecuménica hace difícil el descenso a los simples anhelos de la terrenalidad.
El hombre que se velaba en el Salón de los Pueblos Originarios sin que una Bandera Argentina aferrada a su enhiesto mástil le apoyara el piadoso pliego de su dolor. Diego se iba sin que nadie hubiese pensado en la dignidad de la despedida merecida, un adiós grandioso, con honores, con los grandes cracks del Mundo de cualquier época. Sin embargo, cuando la multitud había sobrepasado el millón de otros Maradonas anónimos transformados en masa que cantaban y lloraban en las convulsionadas calles, urgía finalizar el adiós que le ofrecía con dolorosa congoja el pueblo de sus iguales. Nadie había previsto un velorio prolongado, necesario, digno, pues Maradona no tenía a nadie que lo pensara; estaba en soledad, triste y abandonado.
Claudia y solo ella conocía la dicha pasada al costo de la tolerancia y la esperanza. Probablemente llegaban a su memoria en medio de ese funeral tan temido aquellos días cuando Diego compró un yate para disfrutar en familia o con amigos cualquier día libre. Puesto que no se podía transitar por ninguna calle en auto –le conocían la patente- ni mucho menos ir a comprar a algún negocio de Nápoles, la idea de navegar por el Mediterráneo aseguraría algo de tranquilidad y distensión. Duró poco pues algún oficial del puerto comentó indiscretamente la identificación del yate y un lunes que había puesto proa a Capri con la intención de pasear por Ischia y regresar vía Sorrento, más de veinte embarcaciones lo rodearon en el medio del mar impidiendo que su barco avanzara hasta que firmara los autógrafos requeridos y sacarse fotos con todos.
Era muy difícil ser Maradona. Pero más difícil aún es entender la injusticia de su final. Tanta gloria, tanta devoción mundial, tanto orgullo nacional identificatorio, tanto fervor de tres generaciones, tantas celebraciones, tantos llantos, tantas emociones y tanto amor universal yacían sobre un módico ataúd inclinado.
En esa ceremonia de difícil orden, urgida por el estado del cuerpo y mientras la muchedumbre esperaba su turno para llegar a la casa de Gobierno, Galíndez – cuyo verdadero nombre es Miguel Di Lorenzo – ya había irrumpido con incontenible llanto durante la despedida privada luciendo la camiseta original del 86. Fue conmovedor pues el masajista del campeón del Mundo en México – amuleto tan querible como necesario – metió sus manos bajo la mortaja que envolvía a su adorado Diego y comenzó a masajearle el tobillo izquierdo –el que parecía una naranja en Italia 90′- al tiempo que llorando repetía: “el tobillo va a estar bien, el tobillo ya está bien, el tobillo ya está frio Diego, ya está bien…”.
No fue el único que lloró pues jamás se vio a Heinze – ese tremendo caudillo- en tal estado de congoja, ni a Wanchope Abila, ni a Carlitos Tevez, ni mucho menos a Maxi Rodríguez quien a lo largo de una hora mostró sus brillosos ojos sin hallar consuelo. Los demás concurrentes notables como Marcelo Gallardo, Enzo Francescoli, el Pato Fillol, Daniel Osvaldo, Jorge Amor Ameal, Carlos Pachamé, Jose Pekerman, Mario Pergolini, el Rolfi Montenegro, el abogado Fernando Burlando (siempre cerca de Claudia), Daniel Angelici, Victor Blanco, Sergio Marchi, Luciano Pereyra, Nito Artaza, Cecilia Milone, El Polaco, Juanse, Agustina Cherri y Pablo Echarri entre tantos, también mostraron su sincera congoja. Las máximas autoridades de la AFA, Claudio Tapia y Marcelo Tinelli –quien asistió con una de sus hijas- recordaban haber sido los últimos oferentes en entregarle a Diego una distinción. La misma fue en oportunidad de su cumpleaños 60 en la cancha de Gimnasia y Esgrima La Plata y ese plantel completo también estaba allí para darle el último adiós. Como olvidar aquella póstuma aparición pública de un Diego dolorido, decrépito, balbuceante y ausente. El Diego final…
El hombre venerado era trasladado en una carroza envejecida rumbo a su morada final con inusitada velocidad. La gente, al costado del camino le fue dando el marco popular sostenido por una caótica adoración ya que no hubo ningún operativo de seguridad ni durante el velorio, ni en el traslado. Resultó increíble semejante desidia pues su impactante muerte fue tapa de todos los diarios del Mundo como solo lo habían sido en la historia universal el final de las dos guerras mundiales, el asesinato del presidente Kennedy, la llegada del hombre a la luna, la muerte de la Princesa de Gales, Lady Di y el atentado terrorista contra las Torres Gemelas. No parecía posible que aquel fuera el cortejo final del más grande jugador de fútbol de todos los tiempos… Muy injusto todo.
Si acaso los campeones del 86′ hubiesen ido al sanatorio así, en fila, uno por uno para mirarlo a los ojos, para tocarle las manos, para acariciarle la nuca y decirles cada uno cuánto lo querían, Diego tal vez habría renovado sus razones para vivir. El amor hacia el otro no se transmite por las redes ni en un llanto por televisión…
Vendrán ahora juicios, investigaciones, reclamos y revelaciones. Aparecerán más hijos, más bienes y nuevos acreedores. Se ventilaran litigios por la herencia, el patrimonio, la marca y la explotación del nombre. Habrá víctimas y algún maldito. Será un festín para los abogados y los panelistas. Se ofrecerán programas especiales en la TV, nuevas películas y un legítimo museo itinerante. Se escribirán artículos, ensayos, suplementos, libros y también musicales. No faltaran documentales sobre la vida y sobre “las verdaderas razones” de la muerte. Se hablará con fluida naturalidad sobre negligencia médica, abandono de persona, muerte inducida y homicidio culposo. Se levantarán monumentos y se realizaran tributos en todas partes del Mundo. La AFA, la Conmebol –cuyo presidente Alejandro Domínguez se hizo presente -y la FIFA –Gianni Infantino quiso pero no tuvo tiempo de llegar- incorporarán su nombre a importantes eventos. Muchas federaciones otorgarán un premio Maradona al Jugador del Año y hasta se reinvindicará la camiseta del 86′ con el numero 10 como preciado regalo de una nueva joya del merchandising. También habrá barrios y calles con su nombre a lo largo de ciudades, pueblos y comarcas de nuestro país y el primer club en fundarse desde ahora seguramente llevará su nombre. Personajes exhibicionistas irán a la televisión a contar anécdotas que jamás ocurrieron. Y como en el caso de Gardel, habrá millones de “amigos” que alguna vez compartieron el indemostrable espacio de diálogos y andanzas… Lo de Maradona no ha terminado; por el contrario, recién comienza. Y no tendrá paz siquiera en el descanso eterno.
La puñalada en el esternón que sentimos es porque su muerte fue absurda y su despedida no tuvo grandeza.
Las campanas estaban replicando por él y nadie se apiadó de su dolor, de su soledad y de su abandono.